Hablando de Hitler y de insultos

Varias veces se intentó caracterizar a la administración de Néstor Kirchner y luego de Cristina Fernández. Nunca se llegó a una determinación clara, a una definición sobre el tipo de Gobierno que ejercían. Una autocrítica valedera que merecemos los periodistas es no haber investigado en detalles en 2003 cómo se habían comportado los integrantes de este matrimonio-binomio político en Santa Cruz, sus debilidades o sus grandezas.

A decir verdad, las grandezas no aparecían. Sí, en cambio, sus lados cuestionables: un constante abuso de poder, un manejo arbitrario de los dineros del Estado provincial, decisiones caprichosas, trampas y otras barbaridades. Todo ello fue descrito pormenorizadamente por investigaciones periodísticas que comenzaron a aparecer después de 2006 o poco antes. Pero en el 2003, cuando era necesaria una iluminación acerca de quiénes eran los que tomarían el rol de jefes de Estado, los periodistas no lo hicimos. Algunos de los colegas quedaron encantados por las primeras decisiones de ese matrimonio: la reivindicación del tema de los derechos humanos, por ejemplo, tema al cual nunca antes los Kirchner habían puesto atención. Con el tiempo se percibió la utilización espúmea de ese tema tan sensible después de tanto tiempo. Ya en el 2005 todo aparecía más claro respecto a los detalles políticos de los Kirchner. Continuar leyendo

Periodistas en la tormenta

Los periodistas somos hojas al viento. Con unos años de profesión es casi una certeza y no una adivinanza. Son también objeto de sospechas cuando se trata de dramas nacionales. Mucho más en un Gobierno que considera que en el caso Nisman los medios se subieron a caballo de un clima de agitación en contra del poder constituido. Una tesis sustentada por algunos programas de televisión, como 6-7-8-, que se encargaron de soplar más las velas de los infundios.

Como se difundió, la magistrada que investiga la muerte del fiscal Nisman procuró allanar el domicilio (equivocado) del periodista de Infobae, Laureano Pérez Izquierdo, pero considerándolo un empleado de radio Mitre. Los que lo conocemos y tratamos, sabemos que Laureano es más conocido por su nombre de infancia familiar, Toti, que por sus señas de identidad. Le tengo mucha estima, lo considero un profesional de valía, responsable, maduro, serio cuando se requiere, y comprometido con su medio. No tiene el estilo de ir corriendo detrás de las luminarias. Opta por el bajo perfil y por los silencios, en caso de ser necesario.

¿Por qué intentaron allanarle su casa? Simplemente porque recibió, según declaró uno de los custodios temporarios de Nisman, horas antes del fin de la vida del fiscal, un “sobre marrón”. Toti, que al día siguiente se presentó ante la magistrada para declarar sin tapujos, confirmó la recepción pero aseguró que tiró su contenido. No le servía, no era un material trascendente, no resultaba útil. Eso bien lo sabe un editor, aunque a veces se cometen errores.

Sospechar de los periodistas es equivocar el blanco. Cualquier editor de medios de mucha audiencia recibe en las redacciones o en los domicilios particulares centenares de sobres de todas las características posibles. Gacetillas, envíos de folletos y libros, sugerencia de los lectores, material confidencial de las fuentes que cada uno ha podido armar, como una red, a través de un trabajo profesional responsable. Sí, las fuentes que nos proveen información también nos mandan sobres. Muchas veces abundantes. Es cotidiano y, confesión aparte, bastante tedioso este tema de los sobres donde muchos no tienen importancia. Además por la compulsión del trabajo resulta casi imposible leer todo lo que se recibe.

Toti nunca negó que Nisman en persona era, para él, una de las fuentes informativas en la investigación del atentado a la AMIA y en todo lo referente al Memorándum de Entendimiento (extemporáneo) entre Argentina e Irán. Debo decirlo: media docena de periodistas de distintos medios me han comentado que tenían una relación directa, telefónica, personal, por mail o por correo habitual, semanal (y a veces diaria, cuando se requería) con el fiscal Alberto Nisman, un magistrado que no mostraba cartas ocultas. Este tipo de relaciones es más que habitual en el trabajo profesional en el que participamos. De lo contrario no habría ni información ni primicias. Dejo a un lado, porque es tema de debates, los métodos que a veces se utilizan para conseguir la noticia, esa medalla al mérito que todo periodista desea obtener en donde trabaja.

Ante un drama de la dimensión de la muerte de Nisman, haya o no haya sido suicidio, sospechar de los periodistas en la investigación sobre las causas y dilemas de la tragedia no lleva a buen puerto. Salvo que ellos, voluntariamente, presenten pruebas que ayuden a la justifica. En todas las situaciones donde el poder político es acorralado, como en este caso, se lanzan al aire versiones confabulatorias (la mayoría de las veces paranoicas por la falta de certezas) sobre los medios y los que integramos sus redacciones.

A Carl Bernstein y Bob Woodward, periodistas de The Washington Post, le llovieron desde 1972 todo tipo de acusaciones y amenazas en medio de la investigación del “Watergate”. Eran socorridos informativamente por distintas fuentes que los guiaban hacia el objetivo principal, pero especialmente por encuentros en la oscuridad de los garages con “Garganta Profunda”, funcionario gubernamental, quien recién se dio a conocer antes de su muerte, hace poco tiempo. La suma de datos y pruebas forzaron la dimisión de presidente Richard Nixon, jefe de Estado de la principal potencia del mundo, por ocultar informaciones claves. El trabajo periodístico se había iniciado dos años antes.