El Central no era el principal problema

Daniel Sticco

En casi cinco años, Cristina Kirchner removió a tres presidentes del Banco Central: el primero fue Martín Redrado el 22 de enero de 2010 cuando se opuso al uso de las reservas en divisas para pagar vencimientos de la deuda pública; luego Mercedes Marcó del Pont el 18 de noviembre de 2013, por resistirse a someterse a la dependencia del nuevo ministro de Economía, aunque fue una de las responsables de quitar de la fachada interior de la entidad el rol que sostenía la institución: “Es misión primaria y fundamental de este Banco Central preservar el valor de la moneda”; y ahora Juan Carlos Fábrega que, como Redrado, contaba con mandato del Congreso por seis años.

En todos los casos, el común denominador fue la creciente propensión del Ministerio de Economía, alentado por la Presidente, de asumir el control de la entidad rectora de la política monetaria, para alimentar la política populista del consumismo, con emisión sin límite para financiar el exceso de gasto público, y sostener las tasas de interés muy por debajo de la inflación, pese a que con ello se desalentó el ahorro y se reavivaron los mercados negros, cuya máxima expresión es la diversidad de tipos de cambios múltiples, no sólo en el canal oficial, con retenciones a las exportaciones, derechos sobre las importaciones y recargo a cuenta de impuestos para ahorro y viajes, sino también en el libre y los oficiales “ad hoc” no regulados por la autoridad monetaria, pero no prohibidos, como el “contado con liqui” y el que surge del “mercado electrónico de pagos, MEP”.

Una de las primeras enseñanzas en las facultades de Economía es que “las políticas fiscales expansivas deben ser acompañadas por políticas monetarias restrictivas y viceversa”. En caso de coincidencia, precipitan el ciclo negativo de desborde insostenible del consumo que deriva en crisis externas: se desalienta las exportaciones, se traba las importaciones y caen en forma extrema las reservas en divisas, si son expansivas, o la recesión por el encarecimiento desmedido del costo del dinero, si son contractivas al punto de afectar también el clima de los negocios.

Estos principios básicos no siempre son atendidos por quienes tienen a cargo la conducción de la economía y por eso se cae en crisis recurrentes en las que tanto ministros como presidentes del Banco Central pasan a ser los fusibles de cambio, en aras de preservar la institución presidencial, aunque eso no la exime de ser devaluada, como lo manifiestan los índices de confianza de las familias y de los agentes económicos.

Está claro que la situación económica está todavía lejos de caer en una clásica y repetida crisis terminal, como las que surgen cada siete o diez años, según los puntos de partida y final que se tomen en cuenta prácticamente desde el Primer Gobierno Patrio. Pero, seguir acumulando desaciertos y cambiando hombres claves, sin revisar la política de fondo, podría acercarla, en lugar de despejarla del horizonte.

Negar la recesión y la crisis no las evitan
Recurrentemente se observa en los discursos de la Presidente, como de varios ministros y legisladores, una descripción de bonanza y fortaleza de un modelo económico y social que ya los propios indicadores del Indec no pueden ocultar: cae la actividad industrial; la construcción: el consumo y el empleo; se acelera la inflación, no sólo la que miden las consultoras, sino también el Indec; el déficit fiscal; se derrumba el comercio exterior y también la posición de reservas en divisas del Banco Central. Sólo se sostienen en un nuevo Presupuesto.

Y si bien por algún momento se sostiene que “las políticas activas posibilitarán reanimar el consumo y revertir el mal humor que alientan muchos comunicadores”, lo cierto es que el Indec acaba de informar que sus sondeos de opinión sobre las expectativas de las empresas, sean industriales o constructores, volvieron a arrojar saldos de respuesta negativo: son más los que pronostican caída de la actividad que los que presupuestan aumento, y eso se corresponde con una previsión de nuevo recorte de la nómina de empleados y reducción de la cantidad de firmas que hacen búsquedas laborales para ampliar la dotación.

En el mundo se observan varios países que están atravesando por períodos de ajuste, pero no al estilo de la Argentina que suele pasar muy rápido de crecer a tasas del 7 u 8% a caer 7 u 8% en un año, y ni qué hablar en términos de dólares, sino de atenuar las tasas de crecimiento como China o de bajas muy moderadas y transitorias del PBI, como Brasil, para citar ejemplos muy vinculados con nuestro país.

Por eso no es casual ver que en los últimos seminarios donde participan economistas internacionales, como fue el caso de la última Convención de los Ejecutivos de Finanzas y en esta semana la Conferencia Anual de FIEL, se haya puesto el énfasis en analizar los cambios que requiere la política económica y la acción de gobierno, para no caer en una nueva crisis traumática y volver un modelo de crecimiento que sea sustentable.

Claramente, el cambio de un presidente del Banco Central, que no llegó a cumplir un año de los seis de mandato que aprobó el Congreso de la Nación a partir del 20 de noviembre de 2013, no parece orientado a revertir el mal clima de los negocios, con destrucción de empleos y suspensiones de personal en diversas actividades industriales, agropecuarias y del comercio. La excepción es el sector público que sigue ampliando la nómina porque la puede pagar con emisión de dinero. Para eso requiere de una autoridad monetaria funcional a ese objetivo, más que al de ocuparse de volver a darle valor al peso. Hoy con el billete de máxima nominación apenas se pueden comprar entre seis y nueve dólares, al cambio libre u oficial, respectivamente. Mucho más que uno en Venezuela, pero muy lejos de los 100 dólares en los EEUU y ni qué decir de los 500 euros en Europa.