El yihadismo y la corrección política

Darío Acevedo Carmona

Pensar que en nuestra cultura occidental nada hay por defender es lo mismo que darnos por perdidos ante la declaratoria de guerra de los yihadistas. Algunos sectores de opinión en nombre de “poner las cosas en contexto”, unos sin esguinces, directos, otros taimadamente, nos desarman al invertir la responsabilidad de los atentados en París.

Todos ellos, como si hubiese un lazo causal mecánico entre el pasado y el integrismo, recuerdan que Francia fue una potencia colonial que exprimió a varios pueblos dejándolos en la miseria. Dan por descontado que hay racismo, discriminación e injusticias sociales, etc. Razonamientos similares contra “el imperialismo yanqui”, la sociedad de consumo y el capitalismo, etc., circularon profusamente cuando se produjeron los ataques de Al Qaeda contra los Estados Unidos en septiembre de 2001, en marzo del 2004 en Madrid y el Metro de Londres en julio de 2005.

No creo necesario citar a alguien en particular, basta entender que se trata de una forma de explicar el terrorismo y el fanatismo que termina convirtiendo a las víctimas en victimarios. Un espeluznante ejercicio de inversión de la culpa que concibe la historia como venganza y retaliación.

Es también una manera de analizar el terrorismo islámico como un fenómeno causado por Occidente, el imperialismo y el capitalismo, por la expoliación económica, la marginación social y el racismo, es decir, por factores exógenos y objetivos.

Esta línea de pensamiento, al menos la más culta, está enraizada con el estructuralismo y el materialismo histórico, corrientes para las que todo lo que se da en del orden de la subjetividad, el pensamiento, las ideologías, la experiencia religiosa, constituye la superestructura que depende siempre de una base material, la economía, y todo acontecimiento a un conjunto. Marx lo resumió al decir que las formas de pensar de una sociedad son fruto de las condiciones materiales de existencia, y, se anula, atenúa o diluye la explosividad de un hecho en un amplio campo referencial.

Otra tendencia es, digamos, más ordinaria porque es de las que “menciona la soga en casa del ahorcado” o cínica porque ubica en la víctima la causa del delito “los de Charlie se la buscaron por blasfemos”. Una línea más no se presta para una discusión racional porque hablan dogmáticamente desde una posición pro yihadista o antisemita. Es preferible debatir con aquellos que movidos por un sentimiento de culpa y por una baja autoestima respecto de lo que somos esconden sus vacilaciones diciendo que condenan el terrorismo “pero es que Francia…”

Si bien la blasfemia enerva o molesta a quien la sufre, en este caso a los islamistas, es una ingenuidad pensar que lo políticamente correcto es que no se dibujen ni divulguen caricaturas provocadoras, pues sería aceptar la desaparición de este género, acogido hace siglos, cuya naturaleza es la irreverencia y la mofa de lo sagrado y del poder. Vendrían después, dichosos, los integristas musulmanes y dictadores de todos los pelambres a abatir la libertad de expresión, el teatro, la pintura, la poesía y otros géneros transgresores en los que los seres humanos damos rienda suelta a la creatividad, y hasta querrán que las mujeres se vistan con mayor “decencia”.

Si llegáramos a aceptar tal mutilación ¿creen los amigos de la “contextualización” que desaparecería el yihadismo? A lo que apunto es a pensar que los integristas musulmanes leen y siguen El Corán literalmente y como un mandato divino. Si bien no existen fenómenos puros o totalmente aislados de un conjunto de circunstancias, en la génesis del fanatismo no siempre los factores externos son fundamentales. El motor de su crecimiento exponencial y de su accionar terrorista nace de vivencias y visiones de ulemas e imanes, expertos predicadores, que se erigen en intermediarios o portavoces de alá. Tiene que ver también, con una cosmogonía en la que, como en el Medioevo occidental, lo político está supeditado a lo religioso.

La novela “Me llamo rojo”, del turco Orhan Pamuk, Nobel de Literatura 2006, es una excelente puesta en escena de los mitos y prejuicios de la religión musulmana. ¿Negarán los amigos del “contexto” que la libertad que ellos no aprecian pero utilizan para escribir con toda liberalidad, no tendría la más mínima opción de circular en sociedades cerradas y controladas por los yihadistas o ayatollas ultraconservadores erigidos en la nueva Inquisición?

Que el problema con el fanatismo musulmán no se resuelve aceptando el sacrificio de nuestras libertades ni su inteligibilidad se agota en el “contexto” de causas externas, se puede ver claramente en las cobardes incursiones armadas de los talibanes contra una escuela infantil en Pakistán, en las salvajes acciones acometidas por el grupo Boko Haram en países empobrecidos como Sudán, Malí, Chad, Somalia y en las aberrantes acciones del Estado Islámico en Siria e Irak. ¿Les funciona ahí el “contexto”? ¿Por una blasfemia? ¿Por ocupación colonial?

Es cierto, Francia tiene lastres, como casi todas las potencias. Sin embargo, hay que recalar en la no despreciable riqueza de valores que, por otra parte, nos han legado, como por ejemplo, la supresión de la primacía de la religión sobre la política, vivir la discrepancia y los conflictos, la tolerancia religiosa, las libertades individuales, la democracia y un largo etcétera. Los valores de Occidente aunque han navegado en aguas turbulentas no son cosa de poca monta.

Si uno aprecia estos valores y es consciente que siguen vigentes a pesar de su imperfección o su inacabamiento los debe asumir como un referente para forjar un mundo capaz de convivir en medio de sus diferencias y diversidad en vez de buscar el cielo en la tierra. Los yihadistas son los responsables del terrorismo actual, su víctima no es solo un país o una cultura, es el mundo entero, incluidos sus hermanos, los islamistas moderados. No son el fruto de un irrespeto o maltrato sino de una forma de asumir su religión.