Izquierda confusa

No hay ni asomo de reflexión crítica y autocrítica sobre el proceder del ex alcalde de Bogotá en las filas de la izquierda. Prefirió el camino facilista de interpretar la destitución de Gustavo Petro como fruto de una maniobra de la derecha para retomar el control de la capital, de la persecución ideológica de un procurador ultracatólico y oscurantista y una prueba de que están cerradas las vías legales al poder.

Bogotá estuvo gobernada por Lucho Garzón, Samuel Moreno, Clara López y Gustavo Petro, todos de orientación izquierdista. El balance no les es favorable y esa fue la razón del triunfo electoral de otras tendencias en las elecciones pasadas, cuestión de lógica en cualquier democracia.

La izquierda colombiana prefirió taparse los ojos para no ver la pésima gestión de Petro, un alcalde que se quiso saltar las leyes, abusó de su autoridad a pesar de haber recibido avisos, se dejó llevar por su espíritu arbitrario y su autoritarismo. A pesar de su discurso sobre la parcialidad de la justicia colombiana, tuvo todas las garantías, manipuló a los jueces y a las cortes para dilatar la iniciativa de revocatoria popular y para enredar la acción de la Procuraduría. Desafió la institucionalidad, apeló al motín, renegó del sistema, de la democracia, amenazó con guerra civil “pacífica”, con convocar una asamblea constituyente y concluyó que su destitución era un mal mensaje para la paz. Con su retórica llena de soberbia borró más de veinte años de presencia activa en la primera línea de la política nacional.

En vez de aprovechar la ocasión para pasar revista a lo sucedido después de los graves escándalos de Moreno y Petro, la izquierda ha revivido la antigua costumbre de achacarle la culpa de sus males a la oligarquía, a la derecha, al sistema. Para nada se mira a sí misma, no reconoce desaciertos ni errores. Convierte en mártir a uno de los responsables del declive actual. El síndrome de víctima le impide reconocer que las condiciones del presente son mucho más garantistas que las del pasado.

Desde que conozco a las izquierdas he escuchado voces aisladas que llaman al examen autocrítico de sus planteamientos, ideas y acciones. Antes de la caída del comunismo hubo intensas luchas ideológicas. Intelectuales reconocidos y lúcidos escribían textos de profunda factura. Pero, hoy en día, los intelectuales de izquierda se han plegado a los políticos de acción, a la consigna, al discurso cliché. El aire que respiran es de conformismo, autocomplacencia, pereza intelectual y cobardía para asumir las consecuencias de la crisis del marxismo, matriz de todas las tendencias.

Veamos algunos puntos gruesos ante los cuales los pensadores de izquierda mantienen posiciones tradicionalistas y refractarias a la transformación.

Uno: No han realizado un balance sobre las consecuencias de la crisis irreversible del marxismo y del experimento comunista y sus efectos programáticos, ideológicos y pragmáticos, así como sobre cuestiones y tesis esenciales fracasadas.

Dos: Frente a las guerrillas colombianas oscilan entre la simpatía abierta y moderada, pero, coinciden en atribuirle espíritu altruista a su levantamiento, omiten casi siempre condenar sus crímenes de lesa humanidad, hay intelectuales que creen que ellas no están obligados a cumplir con el DIH ni con los Derechos Humanos, y les proporcionan tesis “académicas” sobre las “causas objetivas” de la lucha armada. Una posición equívoca, cuando menos errática, que muchas personas interpretan como tolerancia con unas guerrillas que perdieron su horizonte político.

Tres: una actitud de negación de la democracia colombiana, en la que no creen. No han mostrado voluntad de criticar sus vicios y carencias sin tener que llegar a la peligrosa conclusión de que “Colombia no es una democracia”, lo que da lugar a pensar que cuando participan en elecciones no lo hacen con franqueza y convicción.

Cuatro: Mantienen simpatías con el régimen dictatorial de los hermanos Castro en Cuba, son solidarios con un discurso seudoheroico y de martirologio según el cual todas las culpas y problemas de Cuba tienen origen en el imperialismo Yanki. Se niegan a reconocer el desastre del sistema económico comunista, la persecución a los disidentes y la violación sistemática a los derechos humanos. De esta forma dan lugar a pensar que las dictaduras, si son de izquierda, son buenas.

Cinco: Silencio cómplice ante la evidente deriva dictatorial de los gobiernos de Venezuela, Ecuador, Bolivia y Nicaragua que han abusado de su poder para cambiar la constitución y darles el color de sus partidos, asfixian la libertad de prensa, acosan a la Oposición, manipulan las elecciones, tratan de homogenizar a sus pueblos y eternizarse en el poder so pretexto de resguardar la revolución. Así, dan a entender que las izquierdas, con contadas excepciones, irrespetan uno de los rasgos esenciales de toda democracia, el de la alternación en el gobierno.

Seis: No han abocado el reto de estudiar las causas de sus recaídas después de momentos de auge electoral de principios de la década de los noventa y mediados de la primera de este siglo. ¿Temor a reconocer que son, en buena medida, artífices de sus debacles?

Es notable la ausencia de reflexión sobre estos y muchos otros asuntos y ello se revela en la actitud tomada ante la destitución de Gustavo Petro. En vez de mirar críticamente su conducta, hicieron causa común y lo aplaudieron. Preocupa que la izquierda nacional se muestre incapaz de asimilar las experiencias negativas y de confrontar sus tradicionales vicios. Que no entiendan que a la democracia colombiana le hace falta y le sería muy útil una izquierda comprometida a fondo con las reglas del juego democrático. Que comprenda que discursos amenazantes al estilo Petro, produce, dudas, temor y miedo entre los demócratas.

Tienen dos buenos referentes en la izquierda chilena y uruguaya para llegar a ser una izquierda que, como insinuó alguna vez Lula, después de mirarse en el espejo se lime uñas y colmillos en vez de afilarlos.

Colombia: ¿quién tiene las llaves de la paz?

Si es verdad que el presidente Santos llamó al presidente impostor de Venezuela, Nicolás Maduro, para informarle que iba a recibir al jefe de la oposición, Henrique Capriles, estamos ante una clara abdicación de soberanía. Mucho se ha especulado acerca de si la movida de Santos obedecía a un cálculo, algo así como una apuesta para ver qué tipo de reacción tomaba Maduro o más bien una cosa ideada con el fin de demostrar independencia y zafarse de la tutela del vecino en las negociaciones de La Habana con las FARC, y ganar puntos en la contienda presidencial ya en marcha en el país. Sea lo que fuere, es inaceptable que en las relaciones internacionales se proceda como jugando al póker. La política exterior debe llevarse con más seriedad y obedeciendo a criterios muy pensados y de largo aliento.

Si hubo la llamada, eso da para pensar que el acuerdo Chávez-Santos de Santa Marta tuvo un significado mucho mayor que el que sirvió a Santos para declarar a Chávez su nuevo mejor amigo. Haciendo memoria fue exagerado lo que cedió nuestro primer mandatario en aquella histórica cita. Primero, echó en saco roto los justos reclamos por la presencia de bases y líderes farianos en territorio venezolano con aquiescencia del gobierno y sus fuerzas militares. Segundo, Colombia deshizo el trato que tenía con los Estados Unidos para el reforzamiento y modernización de bases militares colombianas, proyecto que había levantado ampollas del gobierno chavista. ¿Todo a cambio de qué? De convertirlo en facilitador de un proceso de paz incierto y sin compromisos serios de parte de la guerrilla para abandonar la lucha armada. De manera que no solo cedimos en materias sensibles de seguridad y de equilibrio estratégico, sino que se abrió el espacio para que Chávez se convirtiera, nuevamente, en factor clave en la resolución de la violencia colombiana, se entrometiera en nuestros asuntos y chantajeara con el retiro de su apoyo ante el más mínimo incidente.

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