El fin justifica los medios también para las FARC

A propósito del llamado del presidente Santos a “desescalar” el lenguaje, vale la pena reflexionar sobre la relación entre comunismo y terrorismo. En teoría, el dogma comunista condena el uso del terror como medio para alcanzar sus fines. Sin embargo, los hechos históricos muestran una sistemática recurrencia al terror sin darle ese calificativo.

Desde Lenin, pasando por Stalin, Mao, hasta Fidel, Kim y otros déspotas, los comunistas cometieron y justificaron crímenes horrendos antes de la toma del poder y luego, siendo ya gobernantes omnipotentes.

Parece un contrasentido que para alcanzar una meta tan encomiable como la igualdad entre los hombres se causen tantos desastres. Tiene validez preguntarnos si la doctrina es ajena a tales atrocidades, si estas son el fruto de conductas desviadas o “consecuencias desagradables” de la lucha revolucionaria o si esta justifica todo tipo de medios y métodos, por crueles que sean. O, como suelen despachar algunos dogmáticos, se trata de campañas infames del enemigo de clase para desacreditar la lucha revolucionaria.

Para responder acertadamente a estas inquietudes, es menester recordar que la doctrina comunista es de naturaleza mística, sus seguidores creen estar cumpliendo una misión sagrada, salvar a la humanidad de las cadenas de la explotación capitalista y realizar el destino señalado: la sociedad sin clases. A dichos objetivos supeditan su accionar, que puede incluir el sacrificio de la propia vida. Continuar leyendo

La democracia como furgón de cola

¡Las vueltas que da la vida! ¿Quién creería, unos años atrás, que una tiranía hiciera las veces de anfitriona y locomotora de la democracia en Latinoamérica? Por donde se le mire, el caso es raro. La longeva dictadura de los Castro, imponiendo un fracasado experimento de instauración de una economía socialista, emerge a la cabeza de la lucha contra las desigualdades y por el bienestar de los pueblos de la región.

En Cuba, habrá que repetirlo una y mil veces, subsiste un régimen oprobioso que se aferra con terquedad a los modelos estalinianos, hoy en total bancarrota en el mundo. Gobierna un partido único, el partido comunista, no hay libertad de prensa, la oposición, si así se le pudiere llamar, es perseguida con cárcel y muerte, la educación está basada en la ideología marxista y en el culto a la personalidad. Una pequeña casta, nomenclatura de estilo soviético, una ínfima minoría, es la única que puede acceder a los productos y comodidades del mundo moderno. La inmensa mayoría vive en un mar de carencias materiales que la dictadura pretende justificar como el precio a pagar en la lucha contra el monstruo imperialista yanqui y el voraz capitalismo.

En Cuba no se lee literatura universal, es decir, diversa. Todos están obligados a asumir que el destino de su país está marcado y definido por el comunismo. El pueblo cubano se encuentra privado no sólo de bienestar material, sino del fundamental sentimiento de vivir en democracia y libertad.

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Justicia asimétrica II

Damos continuidad a las reflexiones plasmadas en la nota anterior sobre la Justicia colombiana.

En el II Congreso Continental Bolivariano realizado en Quito el 27 de febrero de 2008, al que asistieron delegados colombianos, se proclamó: “La necesidad de librar todo los combates necesarios, de emplear todas las formas de lucha para cambiar el sistema: las luchas pacíficas y no pacíficas, las manifestaciones cívicas, las insurgencias de las clases y sectores oprimidos…De ahí el valor extraordinario de las posiciones asumidas por el comandante Chávez y su gobierno bolivariano, y por la digna senadora colombiana Piedad Córdoba, frente a ese conflicto (el colombiano) y específicamente respecto a la política guerrerista de Uribe en su condición de instrumento de la Administración Bush y del poder imperialista estadounidense…”

En un considerando consagran “Que la reactivación desde el régimen fascistoide de Álvaro Uribe y sus narco-paramilitares del proyecto de guerra y subversión contra la revolución bolivariana…” era un obstáculo a sus propósitos. Se trata de una visión del conflicto colombiano consistente en atribuir toda la carga negativa y criminal sobre el Estado, el uribismo y el paramilitarismo mientras las guerrillas son depositarias de la justicia.

Lo más grave de toda esta situación es que la Corte Suprema de Justicia y Magistrados regionales se muestren receptivos de esa concepción ideologizada de los problemas. Compartir el lenguaje citado invalida de entrada la búsqueda de justicia y verdad puesto que significa quitarse la venda y tomar partido. La Corte Suprema ha dado muestras de un alto nivel de politización desde hace buen tiempo. Ahora, togados regionales entran en el juego haciendo afirmaciones francamente sesgadas propias de organizaciones políticas antisistema.

Así por ejemplo, apelando a una retórica simplista y llena de lugares comunes, ajena al espíritu jurídico, dos magistrados del Tribunal Superior de Medellín de la Unidad de Justicia y Paz expresan en la compulsión de copias ante la Suprema para que el ex presidente Uribe sea investigado por promoción y nexos con grupos paramilitares, ese estilo inconfundible de los antiuribistas: deslegitimar el Estado, las instituciones, la libertad, la democracia y la fuerza pública, como se ve en estas líneas: “¿Cómo es posible que el régimen político colombiano haya conservado una apariencia democrática, a pesar de padecer una de las tragedias humanitarias más graves del orbe en los últimos 30 años y sin lugar a dudas la más grave de América Latina en ese período? ¿Y cómo el gobierno ha seguido funcionando con elecciones aparentemente libres, con cambios de Presidente y alternación de los partidos y promulgación y vigencia de las leyes, como cualquier régimen democrático, a pesar de vivir las más graves violaciones a los derechos humanos y al derecho internacional humanitario?…”. ¿No es este un lenguaje propio de partidos de extrema izquierda?

Y, más adelante expresan: “La promoción, organización y apoyo de las convivir y los paramilitares no fue la conducta de algunos sectores o miembros aislados de las Fuerzas Militares, y en especial del Ejército Nacional…” La sociedad no escapa al señalamiento ideológico, en el que para nada se habla de las guerrillas y sus acciones criminales ni de las decisiones políticas tomadas por grupos políticos colombianos en Cuba (donde recibió entrenamiento el ELN y el M-19) y en congresos internacionales del comunismo: “Los grupos paramilitares fueron fruto de una política de Estado. Su creación y expansión fue un propósito común de amplios sectores de éste, las fuerzas militares y la sociedad civil y fue posible gracias a la financiación de la empresa privada (sic) y el narcotráfico y la alianza entre todos ellos…” De ahí concluyen que: “El nombre del ex presidente Álvaro Uribe Vélez aparece vinculado… a muchos pasajes y eventos relacionados con el origen y la expansión de los grupos paramilitares y los graves hechos cometidos por éstos”. Que es lo que escuchamos y leemos en declaraciones y panfletos de Colectivos y movimientos antiuribistas.

A la cacería contra el ex presidente Uribe se han sumado varias personalidades de las más exóticas especies: exguerrilleros, poetas, abogados, ex presidentes, columnistas, dirigentes liberales, miembros de la oligarquía capitalina, académicos, intelectuales marxistas y tardomarxistas, y hasta comandantes paramilitares extraditados.

Imposible dar cuenta de todo lo que dicen en espacio tan limitado. Pero, un personaje sobresale entre muchos en su sevicia persecutoria. Se trata del excomandante guerrillero del ELN León Valencia, obseso antiuribista, incansable sectario, que pretende enmascarar lo que afirma con una aureola de academia. Su tesis sobre las votaciones atípicas fue acogida por la Corte Suprema para condenar a políticos que obtuvieron votación inesperada en poblaciones no visitadas y de fuerte presencia paramilitar. Gracias a su tendenciosa teoría, se condena por inferencia y se crea el delito de “nexos”, aplicado sólo para cercanías, amistades, contactos o vecindades con el paramilitarismo, no con las guerrillas.

Valencia ha hecho una carrera de lujo en su afán de figurar como intelectual y académico. No hay duda de que puede ser tenido por lo primero, pero a él lo que más le importa es ser reconocido en la academia a la que no ha podido ingresar por una sencilla razón, allí hay que someter los textos a la evaluación de pares científicos. Su lagartería y arribismo es tan descomunal que intrigó para insertarse en el Informe Internacional de la violencia contra sindicalistas a pesar de su militancia previa con la hipótesis que estaba en cuestión. Figura como coautor del Informe de Memoria Histórica asumiendo, de hecho, la condición de juez y parte, de víctima y victimario.

Desde el punto de vista ético no es coherente que, habiendo sido comandante guerrillero, por tanto corresponsable de ordenar secuestros y otras acciones de terror cuando integró la dirección nacional del ELN, asuma el rol de juez de sus rivales y defensor de la moral y la justicia.

Otro personaje que hace parte del safari, al acecho como las hienas, es el vengador Iván Cepeda que no desmaya en su intento de consagrar a su padre como mártir de una democracia en la que no creía. Por algo es reivindicado por las FARC que bautizaron con su nombre a uno de sus frentes, y que según el famoso libro testimonial de Alvaro Delgado, Todo tiempo pasado fue peor, fue el ideólogo de la fatídica combinación de todas las formas de lucha. Cepeda junior tampoco descansa en su afiebrada persecución contra Uribe y el uribismo. Adopta tácticas extravagantes y provocadoras sin empacho en educorarlas con lenguaje de paz y reconciliación y en presentarse como defensor de derechos humanos.

En conclusión, y pudiendo demostrarse con más evidencias documentales, es un hecho que existe una profunda coincidencia de organismos, magistrados y funcionarios judiciales con fuerzas, líderes de la izquierda, la extrema izquierda y algunos intelectuales liberales progres, en el diagnóstico sobre la violencia colombiana. Y que esa coincidencia se extiende a la esfera de la lucha política en la pretensión de judicializar a como dé lugar al ex presidente Uribe y a su círculo más cercano. Son los mismos que hablan de paz y reconciliación, pero, les preguntamos: ¿Con quiénes? ¿Quieren eliminar el 65% de la opinión?

Colombia: ¿quién tiene las llaves de la paz?

Si es verdad que el presidente Santos llamó al presidente impostor de Venezuela, Nicolás Maduro, para informarle que iba a recibir al jefe de la oposición, Henrique Capriles, estamos ante una clara abdicación de soberanía. Mucho se ha especulado acerca de si la movida de Santos obedecía a un cálculo, algo así como una apuesta para ver qué tipo de reacción tomaba Maduro o más bien una cosa ideada con el fin de demostrar independencia y zafarse de la tutela del vecino en las negociaciones de La Habana con las FARC, y ganar puntos en la contienda presidencial ya en marcha en el país. Sea lo que fuere, es inaceptable que en las relaciones internacionales se proceda como jugando al póker. La política exterior debe llevarse con más seriedad y obedeciendo a criterios muy pensados y de largo aliento.

Si hubo la llamada, eso da para pensar que el acuerdo Chávez-Santos de Santa Marta tuvo un significado mucho mayor que el que sirvió a Santos para declarar a Chávez su nuevo mejor amigo. Haciendo memoria fue exagerado lo que cedió nuestro primer mandatario en aquella histórica cita. Primero, echó en saco roto los justos reclamos por la presencia de bases y líderes farianos en territorio venezolano con aquiescencia del gobierno y sus fuerzas militares. Segundo, Colombia deshizo el trato que tenía con los Estados Unidos para el reforzamiento y modernización de bases militares colombianas, proyecto que había levantado ampollas del gobierno chavista. ¿Todo a cambio de qué? De convertirlo en facilitador de un proceso de paz incierto y sin compromisos serios de parte de la guerrilla para abandonar la lucha armada. De manera que no solo cedimos en materias sensibles de seguridad y de equilibrio estratégico, sino que se abrió el espacio para que Chávez se convirtiera, nuevamente, en factor clave en la resolución de la violencia colombiana, se entrometiera en nuestros asuntos y chantajeara con el retiro de su apoyo ante el más mínimo incidente.

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Lo que está en juego en Venezuela

La elección presidencial del próximo 7 de octubre en Venezuela tendrá repercusiones continentales. Las expectativas rebasan con creces la dinámica interna de la lucha entre Hugo Chávez y Henrique Capriles. Está en juego, de un lado, la continuidad del proyecto de socialismo bolivariano, con todo el perjuicio que ha implicado para la economía, las instituciones republicanas, las libertades y la democracia, y, de otra parte, la posibilidad que abrazan, hoy con más realismo, los demócratas unidos en torno a la joven figura de Capriles, para iniciar la operación de salvamento de todo aquello que Chávez ha puesto en franco retroceso.

No es asunto de poca envergadura el dilema que afrontan, pues, los venezolanos. El triunfo de Chávez significaría la profundización de la demagogia, del populismo, del estatismo, de la anulación de la empresa privada, de la cancelación de las libertades individuales, del cierre de la prensa opositora. Su triunfo representaría la autorización para seguir el camino castrista y la imposición de un régimen dictatorial revestido de demócrata. En plata blanca, el país hermano está abocado a decidir entre el abismo chavista o el camino espinoso de la restauración de la democracia, las libertades y la recomposición de un modelo económico sustentable, mixto, que respete la iniciativa privada y que detenga el desbordado gasto y feria de recursos de la burocracia corrupta que ha engordado a expensas de Chávez.

Pero, más allá de sus fronteras, el gobierno venezolano ha logrado forjar y hacer realidad un modelo de revolución que a partir de las dádivas en petróleo se ha extendido y consolidado en varios países del continente. No se puede negar que el uso abusivo de esa riqueza le ha permitido al chavismo irrigar movimientos antinorteamericanos y estatizantes, antiglobalización y anticapitalistas, al menos de palabra. De tal forma que Chávez se ha convertido y ha convertido a Venezuela en un punto de gran importancia geoestratégica, al menos en la región, aunque no se deben despreciar sus relaciones con potencias extracontinentales como Rusia y con países tradicionalmente rivales de Estados Unidos como las dictaduras de Irán, Siria y la Libia de Ghadafi. Su revolución llama la atención y goza de simpatías en los pequeños estados antillanos y en el recién constituido eje del ALBA (Alianza Bolivariana para las Américas). Ha ejercido un fuerte liderazgo en la formación de Unasur y en el desprestigio de la OEA. En suma, es un referente obligado en la política internacional en el continente americano. Todo ello se podría echar a perder, en buena medida, ante el triunfo de Capriles, quien promete dirigir sus esfuerzos hacia la recomposición de las instituciones y de la economía internas. El resultado del 7 de octubre será decisivo, en sentido positivo o negativo para muchos de los aliados del chavismo.

Sin embargo, el país y gobierno cuya suerte depende en grado sumo de esta elección es el cubano. Cuba es un país que nunca ha podido hacer viable su promocionada revolución. Siempre ha dependido de ayudas y solidaridades externas. En Venezuela ha construido un muro de contención y protección en torno al caudillo gracias a quien recibe petróleo en grandes cantidades que paga en especie con el envío de técnicos y profesionales y un numeroso cuerpo de seguridad que rodea a Chávez.  Cuba depende hoy más que nunca de las dádivas de un tercero. La derrota de Chávez, sería, muy probablemente, el hundimiento definitivo de su economía.

Acuerdos políticos y militares con Irán, con Rusia, protección a los etarras, solidaridad con las satrapías árabes, regalos y precios subsidiados a los países antillanos, chorros de petróleo para Cuba, soporte a los países del ALBA y a gobiernos aliados en Suramérica, todo ello es lo que está en juego en las elecciones presidenciales venezolanas. Corren peligro los gobiernos cada vez más autoritarios de Evo en Bolivia y Correa en Ecuador, pero también el muy corrupto e ilegítimo de Ortega en Nicaragua. Un enorme desafío a un ordenamiento forjado e inflado con el petróleo, estimulado con un discurso antinorteamericano, que arremete contra las libertades de prensa y de opinión, desfigura la democracia al entronizar unas reglas de juego que hacen casi imposible el cambio o el relevo democrático. Peligra la retórica ampulosa, chabacana, desafiante y ordinaria de un caudillo que quiere pasar a la gloria eterna y sembrar el culto a la personalidad en torno de su imagen magnificada artificiosamente por sus áulicos de adentro y de afuera de su país.

No se puede minimizar el impacto y la trascendencia que la elección del 7 de octubre puede tener para Colombia. Basta constatar que no obstante la buena relación del caudillo con el presidente Juan Manuel Santos, el territorio venezolano sigue siendo utilizado a placer por los altos jefes de las guerrillas colombianas que han encontrado protección de ese gobierno y proyección política para impulsar la revolución bolivariana de la que dichas guerrillas son adalides y, en cierta forma, vanguardia armada, retaguardia ante una supuesta invasión imperialista o “conspiración de las oligarquías”. Es claro que estas guerrillas también se verán beneficiadas o perjudicadas de acuerdo con el resultado.