Paz a la medida de las FARC

Un editorial de El Tiempo, una entrevista del asesor jurídico de las FARC en Semana, las del presidente Juan Manuel Santos a Yamid Amat y a Patricia Janiot de CNN y decisiones del alto Gobierno indican algo muy grave, mucho más de lo que nos imaginamos. Avanzamos hacia un pacto con las FARC de carácter entreguista.

En La Habana, los “plenipotenciarios” de las FARC exigen como condición previa a la firma de un acuerdo de paz que se conforme, ya mismo, la Comisión de la Verdad y que esta emita un veredicto acorde con su visión: que Gobiernos, cúpulas castrenses y elites empresariales son tan culpables como ellas de todo lo sucedido en los últimos 50 años. Esto sin contar con que el informe puede tardar años y hasta décadas.

Los jefes farianos le tienen tomado el pulso y medido el aceite al Gobierno nacional y al presidente de la República. Esa es la razón por la que han subido el tono de sus exigencias y sus declaraciones. Sin ir muy atrás y teniendo en cuenta los acontecimientos desde el ataque traicionero a los soldados el pasado 15 de abril en Cauca, queda la sensación de que la guerrilla ha ganado los últimos pulsos.

Recordemos que a raíz de esa masacre, Santos restableció los bombardeos y la Fuerza Aérea, lo que confirmó que es el arma que más daño les hace; les propinó un golpe maestro. A renglón seguido, las FARC desataron su ofensiva terrorista para presionar un cese bilateral. Por lo leído y escuchado el fin de semana anterior, estamos en el mismo punto en que nos encontrábamos antes de la masacre de los soldados en Cauca, es decir, las FARC declaran un cese unilateral y Santos suspende de nuevo los bombardeos. Para evitar las críticas, el pacto se enmascara con la suave denominación de “desescalamiento”. Continuar leyendo

¿Alcanzará la torta?

Concluyó una de las más reñidas, intensas, debatidas y mañosas campañas presidenciales de la vida reciente de Colombia con triunfo de Juan Manuel Santos.

Para la situación tiene validez el dicho de que la victoria tiene muchas madres y en cambio la derrota es huérfana. Sin embargo, me atrevo a darle créditos superlativos a la izquierda de todos los matices en el resultado, por lo que cabe esperar que le den una porción grande de la torta.

Intentemos explicarnos las razones que influyeron en la victoria del presidente-candidato más que enredarnos en especulaciones sobre las cifras. En mi parecer fueron muchas, unas muy propias de la dinámica y la publicidad electoral y otras no tan santas que permiten apreciar que a pesar del discurso contra “el todo vale” se hicieron cosas en esa dirección.

He aquí las que considero razones más importantes. Sin duda, la campaña santista fue exitosa con la retórica del miedo para dividir el país, astutamente, en amigos de la paz y partidarios de la guerra o extrema derecha. Una apuesta que graduó de pacifistas a las FARC. A la lista de partidos de la Unidad Nacional –Liberal, de la U y Cambio Radical, se sumó el comunismo ortodoxo de la Unión y la Marcha Patrióticas, la dirigencia más dogmática del Polo Democrático, los Verdes, los Progresistas y un importante sector de los conservadores liderados por el muy “progresista” Roberto Gerlein. Un abanico de extrema a extrema.

Entre los allegados a la gran alianza por la paz llegaron las FARC con su nueva tregua y el documento de “reconocimento” de las víctimas, y el ELN que aceptó jugar a favor de Santos al aceptar “conversaciones exploratorias”.

Con tirios y troyanos Santos adquirió una deuda enorme. Como ya agotó hasta el pegado de la mermelada, ahora le corresponde repartir la torta de la gobernabilidad. Hay demasiados mendigos con ponchera pidiendo algo a cambio. Todos reclamarán ser parte del festín para que la gratitud del reelecto presidente, que le dedicó más de la mitad de su flaca intervención de la victoria a darles gracias, se traduzca en porciones reales de poder.

En el triunfo jugaron un rol fundamental los grandes empresarios del país, desde Sarmiento Angulo hasta el Sindicato Paisa. La gran prensa hablada, escrita y vista fue clara y vergonzosamente, como señaló Juan Gosaín, inclinada a favor de Santos. Eso, al menos, indica que no habrá nuevos canales privados de televisión. Como vemos el “todo se vale” tiene espacio en las toldas oficiales aunque no siempre podamos decir que eso es “ilegal”.

El factor más descarado y delictuoso en la estrategia de la campaña reeleccionista se dio en el abuso de poder y de autoridad del presidente, concretado en las cuñas y pautas publicitarias costosísimas de institutos y organismos del Estado y del Gobierno que salieron a dar cuenta de su gestión, precisamente en época electoral. Esa publicidad coincidía con la de la campaña en el tema de paz como valor central de tal forma que el presidente gozó espuriamente  de la coincidencia adrede de las dos publicidades. Alcaldes y gobernadores fueron conminados a apoyar a Santos a cambio de partidas y obras en sus territorios y comunidades. Si hubiese independencia plena de poderes en Colombia, algún organismo debería estar investigando este hecho que no indica solo una falla ética sino una conducta delictiva por la utilización de recursos públicos para fines particulares. En el colmo del cinismo, hasta Humberto de la Calle se prestó para actuar en esas cuñas sobre la paz y las negociaciones en La Habana.

El Centro Democrático denunció la irrigación de miles de millones de pesos, en varias partes del país destinados a la compra de votos. Obsérvese el aumento de más del cien por cien de la votación a favor de Santos en varios departamentos y capitales. Con seguridad no fue a causa de una intensa labor programática de los ñoños, los musas, los Benedetti, los Cristo y los Barrera.

Toda o casi toda la intelectualidad de izquierda, semiizquierda, de los “progres”, de los liberales cultos, modernos y decentes, los independientes, los anarquistas tipo Caballero, francotiradores como Bejarano y linchadores de todo pelambre se lucieron con el insulto, el macartismo, el simplismo y el sectarismo, contra el candidato Zuluaga y contra izquierdistas como William Ospina y Robledo a quienes les hicieron matoneo de corte estalinista. Hasta Carlos Gaviria, desde su otoñal retiro, perdió la memoria de cuando afirmó que “a Juan Manuel Santos nunca lo han pillado diciendo una verdad”. Quedan muchas anomalías por relatar.

Pero, en momentos de efervescencia bien vale la pena hacer un llamado a los vencedores para que no se dejen obnubilar, a que cesen en su miserable cacería contra el expresidente Uribe y sus seguidores si es que de verdad están comprometidos con la paz. Esa paz no es sensata si conlleva a borrar del mapa o burlarse, atropellar o pisotear a quienes forman parte de ese honroso 45% que votó por Zuluaga. Esos siete millones de votos son el respaldo legítimo a la que será la nueva Oposición política, para la que, no por generosidad ni gracia del gobierno, tiene que haber plenas garantías como corresponde en democracia. La tristeza que sentimos es momentánea pues será reemplazada por el sentimiento de preocupación con la suerte de la Nación. El gobierno ecuatoriano, que había declarado muy peligroso un traspié de Santos y la paz para la seguridad de su país, puede dormir tranquilo. Maduro seguirá con la solidaridad de su mejor “amiguis”, Ortega ejercerá soberanía sobre nuestro archipiélago, y la dictadura castrista contará con el voto de Colombia para tapar sus violaciones a los derechos humanos.

Referendo sin paz

El presidente Santos continúa ensillando sin traer las bestias. Su mayoría parlamentaria acaba de aprobar la convocatoria de un referendo que tendría por objeto someter a consideración de la ciudadanía los probables acuerdos de paz que se firmen en La Habana. El Marco Jurídico para la Paz fue expedido para ser aplicado a las guerrillas en un eventual acuerdo de paz. Quiere decir esto que el Estado colombiano se atiene a legislar ante una probabilidad, un albur, que, cada día que pasa, se hace más inviable.

A las FARC nada de lo que ha hecho y concedido este gobierno les ha llamado la atención. No le hacen buena atmósfera a leyes que contemplen algún castigo penal o una consulta a la población. Piensan que en una negociación de iguales, el otro igual, el Estado, no puede imponerles penas. Y de votos, ¡ni locos que estuvieran! pues saben que llevan las de perder. Tampoco las llena la actitud regalona e incondicional consagrada en la política de paz que echó a caminar el presidente y su Comisionado de Paz, Sergio Jaramillo.

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Nunca habíamos avanzado tanto

En varias ocasiones, el presidente Santos, miembros del equipo negociador de paz, columnistas y políticos han dicho que nunca habíamos avanzado tanto en una negociación con las FARC. Son palabras para la galería, con las que se pretende oxigenar la esperanza, cada más escasa, de los colombianos de que ahora sí, de verdad, “estamos a un cacho” de la ansiada paz.

Nos las repiten como si ella dependiera de nosotros, de los colombianos pacíficos, trabajadores, honrados y magullados por el enorme dolor causado por grupos que han sobrepasado todos los límites de tolerancia. O como si dependiera de que el Estado colombiano realice el programa de unas guerrillas que nunca fueron acogidas ni seguidas por las mayorías nacionales. Se equivocan de público y de instancias quienes ponen el peso y la responsabilidad en la población, y además, creen que la gente es tan ingenua como para tragarse esa frase envenenada.

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La mesa de la paz está servida

Sobre las conversaciones de paz entre el gobierno nacional y la guerrilla de las FARC hay al menos dos puntos de partida para el análisis. Uno es el basado en los hechos y declaraciones de los protagonistas y otro en la etérea y especulativa rumorología.

Desde el primer ángulo observamos que todos los poderes están funcionando de forma sincronizada gracias a la mermelada presidencial. La idea madre al mando de este turbio proceso fue expuesta por el Alto Comisionado de Paz en conferencia pronunciada en la Universidad del Externado el pasado mes de mayo cuando sostuvo que la paz no consistía en la firma de unos compromisos: “Con la firma del acuerdo final… comienza (sic) un proceso integral y simultáneo de dejación de armas y reincorporación a la vida civil de las FARC”.

Con la firma, según él, se inicia un periodo de “transición” que nos conducirá a la paz verdadera. Estima que tendrá una duración de diez años, sin tomarse la molestia de explicar dicho lapso. Durante la transición se establecerán “las condiciones y las tareas que cada quien tendrá que cumplir para hacer posible la construcción de la paz”. La dejación de armas, asunto del máximo interés para la sociedad, queda en zona indecisa puesto que se daría en el marco de un “proceso” y no de un acto.

Recordemos, una vez más, el fundamento político de la estrategia oficial en esta materia. El Alto Comisionado dijo en esa ocasión que “los efectos de 50 años de conflicto no se pueden reversar funcionando en la normalidad. Tenemos que redoblar esfuerzos y echar mano de todo tipo de medidas y mecanismos de excepción: medidas jurídicas, recursos extraordinarios, instituciones nuevas en el terreno que trabajen con suficiente intensidad e impacto para lograr las metas de la transición”. En la semana que pasó, Humberto de la Calle ratificó estas consideraciones. De igual forma, el presidente Juan Manuel Santos dio a entender que la paz no es el cese al fuego y en un hecho insólito y excepcional, invitará a la comunidad internacional en la ONU, a avalar la no intromisión de la Corte Penal Internacional en su proyecto de paz con impunidad.

En esa línea directriz también podemos entender la actuación de los tres poderes públicos, de funcionarios de alto rango y la adopción de medidas “extraordinarias” como el Marco Jurídico para la Paz, que contempla la excarcelación de responsables de delitos de lesa humanidad.

Ahora el Congreso se apresta a sacar adelante en tres semanas, bajo la dirección del samperista Juan Fernando Cristo y como si se tratara de fijar el precio de la libra de comino, la realización de un referendo al que se someterían acuerdos desconocidos firmados en La Habana. Contraviniendo disposiciones constitucionales, el presidente Santos, fiel al pensamiento de “echar mano de medidas de excepción y recursos extraordinarios”, pretende unir en un solo día las elecciones para Congreso con el referendo.

El fiscal general ya nos había sorprendido meses atrás al cambiar, de manera excepcional, sus funciones sin que nadie lo autorizara. En efecto, ha sido un eximio peón del presidente asumiendo una posición que en vez de estimular la persecución del delito, del hampa y los criminales, justifica la impunidad para los crímenes de lesa humanidad de los jefes guerrilleros.

De otra parte, la Corte Constitucional, una de las esperanzas que quedan para salvaguardar el derecho internacional y la integridad de la Constitución, en un fallo agridulce, le prende una vela a dios y otra al diablo al declarar exequible el Marco Jurídico de la Paz y a la vez, aunque no se conoce aún el texto definitivo de la sentencia, estipular la no excarcelación de los condenados por delitos de lesa humanidad. Ahí deja, por ahora, una sombra de duda que los congresistas incondicionales del gobierno sabrán despejar con leyes regulatorias de lo que se acuerde en La Habana de tal forma que, como lo orienta el Alto Comisionado, de forma excepcional se tomen medidas que “impacten” la transición hacia la paz verdadera.

Los tres poderes del Estado colombiano actúan pues al unísono, porque hasta la Corte Suprema se ocupa de golpear las toldas de donde salen las críticas más consistentes a la paz impune. Sólo se oye la voz discordante y aislada del Procurador General. Los medios más poderosos del país y los gremios empresariales apoyan la aventura “excepcional” de alargar el conflicto diez años, así haya que violar la institucionalidad. Muy sutilmente están llevando al país a un golpe de Estado legal. ¿Qué más se puede deducir de una década de transición bajo medidas de excepción?

Así pues, que para las FARC y muy posiblemente para el ELN, el gobierno tiene servida la mesa. Nunca antes, desde que Belisario Betancur iniciara negociaciones de paz en 1983, se habían dado condiciones tan favorables para ellas en temas tan espinosos como justicia, realización de reformas a su medida, reconocimiento y participación en política, veeduría internacional, no reparación de sus víctimas. Y con el apoyo de casi toda la institucionalidad. ¿Se sentarán a manteles o desperdiciarán una ocasión que la pintan calva?
Tomen nota de que en esa mesa la silla para una opinión pública descreída y desconfiada permanecerá vacía, hasta que sean tenidas en cuenta y aceptadas sus exigencias de justicia, prisión y no elegibilidad política para los responsables de delitos de lesa humanidad, reparación a las víctimas, verdades y dejación y entrega de las armas.

Mientras se produce el desenlace, tendrá lugar una intensa puja entre esos poderes institucionales, medios y funcionarios enmermelados y el país nacional.

La versión del rumor no es totalmente opuesta. Estaría en operación una segunda mesa de conversaciones de línea más directa entre el gobierno y el máximo comandante de las FARC a través de emisarios como el hermano del presidente. Las inconsistencias en declaraciones y el ruido de Iván Márquez y Jesús Santrich en La Habana tendrían la función de aplacar a los sectores más militaristas y más ligados al narcotráfico para evitar una ruptura o bien para aislarlos al máximo.

De esta manera, es factible la firma de unos acuerdos que dejarían en el aire, por un tiempo -¿diez años?- y todavía dentro del pensamiento del Alto Comisionado, asuntos como penas de cárcel, participación política y entrega de armas, para ser ventilados después de las elecciones en el marco de la llamada “transición hacia la paz verdadera”.

El presidente Santos pierde los controles

Es francamente desconcertante la pasividad del gobierno ante la fuerte ofensiva que en todos los planos adelantan las FARC. En La Habana lo que el país ha visto es una delegación oficial que peca por su silencio y su falta de valor para defender las instituciones y la democracia colombiana. Siempre han estado a la defensiva, tratando de frenar, inútilmente, el desbordamiento verbal y propositivo de los delegados de la guerrilla que exhiben total iniciativa en todos los temas tratados.

Humberto de la Calle y compañía dan la impresión de ser incapaces de tomar las riendas del proceso y explicar ante el mundo y la nación el por qué las guerrillas deben ceñirse al libreto acordado, respetar las reglas del juego, dar muestras de respeto a sus víctimas y de su compromiso para abandonar el camino de las armas. En torno a esos asuntos es mucho lo que se puede argumentar y, además, insistir ante la opinión internacional en el anacronismo de una guerrilla contra una democracia y del peligro de validar el terrorismo como método de lucha.

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