Justicia asimétrica

Nunca me he opuesto ni he criticado que la justicia colombiana investigue y castigue a todos aquellos que desde posiciones de jerarquía en el Estado o en ámbitos civiles han sido llevados a los estrados acusados de pertenecer o haber realizado tratos y acciones con grupos al margen de la ley, trátese de guerrillas, paramilitares o mafias. Las abundantes manifestaciones de dicho fenómeno ameritan la intervención de las autoridades judiciales.

Pero, a raíz de mandatos recientes de magistrados de distintos tribunales en contra de algunos dirigentes uribistas y el propio ex presidente Uribe Vélez, considero válido y necesario formular las reflexiones que a continuación quiero compartir con mis lectores. No tengo la pretensión de escribir un tratado, mucho menos el de darle un carácter académico. Tampoco intentaré defender a quienes tienen argumentos y abogados para hacerlo. Son opiniones derivadas de la observación atenta del discurrir nacional.

Lo primero que se debe tener en cuenta cuando se habla de alianzas entre dirigentes políticos y grupos paramilitares es que la inmensa mayoría de los judicializados militaban en los partidos liberal y conservador o en fracciones de ellos. Esos dirigentes migraron hacia el llamado uribismo sólo después de 2002, llevados, en buena parte, por su instinto y olfato clientelar. Al gobierno Uribe se le acercó, con excepción del Polo Democrático, todo el espectro político y las elites económicas, a sabiendas de los rumores que los enemigos de Uribe habían puesto a circular.

El Pacto de Ralito, de un contenido similar a la reciente declaración de las FARC en La Habana, que llamaba a la refundación del Estado, por el cual fueron juzgados los “parapolíticos” por la Corte Suprema de Justicia, fue firmado en 2001 cuando Álvaro Uribe ni siquiera era candidato a la presidencia.

Si la Justicia nacional fuese equilibrada, si se mantuviera vendada y usara correctamente la balanza, como simboliza la diosa Astrea y manda la constitución política, no miraría para un solo lado del problema de violencia que azota a nuestra sociedad. No solo abandonó la venda sino que sufre de estrabismo, es bizcorneta, pues si aplicara los mismos criterios con los que condenó a varias decenas de políticos y mantiene en salmuera a otros tantos, por uribistas y por comprometer su fuero de altos funcionarios de Estado, tendrían que estar en la cárcel o en juicio una cantidad apreciable de dirigentes de izquierda. Al menos el Comité Central de los comunistas que gestó y estructuró la tenebrosa política leninista de la combinación de todas las formas de lucha bajo la inspiración ideológica de Manuel Cepeda, según el testimonio de Álvaro Delgado, ex miembro de ese organismo. De igual forma, algunos congresistas liberales y dirigentes de ese partido que, como en el caso de Piedad Córdoba, han realizado acuerdos con las FARC, según computadores decomisados en campos de batalla. También periodistas, columnistas, profesores universitarios, dirigentes sindicales y un largo etcétera.

Pero no lo están ni lo van a estar. ¿Cuál es la razón? Son varias, aludiré a la que considero seminal, madre de todas las demás. Los comunistas, las guerrillas, la extrema izquierda y gran parte de la izquierda democrática, uno que otro liberal y godo despistado, académicos y activistas de ONG, piensan que las guerrillas tienen un estatus moral y ético más edificante que los paramilitares y sus amigos y aliados. Las guerrillas, dicen, nacieron como producto de la inconformidad social, de la exclusión política, de la ausencia de libertades y democracia. En cambio, el paramilitarismo es una política de Estado, producto de imposiciones de la doctrina de la seguridad nacional, del imperialismo yanqui y la oligarquía criolla que apelan a la guerra sucia para derrotar a las fuerzas populares.

De tal consideración se deriva, en los hechos, una política judicial asimétrica. Se dice, por ejemplo, que con los paramilitares en el proceso de paz hubo impunidad, aunque sus mandos medios y altos están en las cárceles, pero agregan que a los jefes guerrilleros máximos responsables de delitos de lesa humanidad no se les puede enviar a la cárcel. Lo afirma el presidente, el fiscal general, los congresistas gobiernistas, magistrados y todos los que justifican la lucha guerrillera desde los grandes medios.

Traigo a colación contenidos de algunos documentos que nos ayudan a comprender la grave asimetría de la Justicia colombiana. Empecemos por el texto “Nunca Más” de autoría del famoso Colectivo José Alvear, la Congregación de Justicia y Paz de jesuitas radicales de izquierda, y otras organizaciones sociales y ONG. Allí se expresa la idea de que las guerrillas no pueden ser juzgadas con el mismo rasero con que se juzga a militares y paramilitares, ni siquiera se les puede aplicar el DIH porque, ¡oh injusticia!, ese estatuto es para guerras regulares: “la guerra de guerrillas se funda en una primera realidad: que debe enfrentar una estructura estatal, detentora de medios muy poderosos de Guerra… La racionalidad de ese tipo de guerra implica, entonces, adoptar métodos de camuflaje entre la población civil y de acciones ofensivas de sorpresa, y jamás de acciones defensivas, pues estas últimas conllevarían a una desventaja militar evidente frente al enemigo. Este elemento… entra en contradicción con uno de los principios básicos del DIH, como es la distinción neta entre combatientes y no combatientes.” Y más adelante añaden “Se nos ha presentado como principio rector que debe orientar nuestro trabajo, el de “Condenar toda violencia, venga de donde viniere”. Muchas veces nos hemos preguntado si tal tipo de neutralidad es éticamente sustentable… La política de las simetrías busca inmovilizar a la sociedad, convenciéndola de que “todos los actores son igualmente perversos””. De donde se deduce que la violencia insurgente es legítima y por tanto impune.

Interesante es la declaración de Carlos Lozano, jefe comunista y dirigente de la Marcha Patriótica cuando en entrevista reciente afirmó, ante varias preguntas:

“¿Cómo llega usted a la conclusión de que las FARC están en serio?

-Llego a la conclusión porque tengo intercambios de mensajes con Timoleón (nótese el aire de confianza) una vez él asume después de la muerte de Cano y me doy cuenta de que tienen ya una decisión tomada… Hubo debate en el Secretariado y en el Estado Mayor. Pero al final se logró adoptar la decisión de ir todos juntos.

¿Y cómo es la relación entre él (Timochenko) e Iván Márquez?

-De respeto, de cariño, le pregunté off the record, por todos esos rumores. Él me decía: ‘Yo con Márquez me converso mucho, porque somos los dos dirigentes más antiguos.”

Es decir, Lozano debió tener una información de contacto directo, de primera mano antes del inicio de negociaciones. ¿No es todo esto una confesión de parte? Por actuaciones similares se ha enjuiciado a más de un parapolítico.

La mesa de la paz está servida

Sobre las conversaciones de paz entre el gobierno nacional y la guerrilla de las FARC hay al menos dos puntos de partida para el análisis. Uno es el basado en los hechos y declaraciones de los protagonistas y otro en la etérea y especulativa rumorología.

Desde el primer ángulo observamos que todos los poderes están funcionando de forma sincronizada gracias a la mermelada presidencial. La idea madre al mando de este turbio proceso fue expuesta por el Alto Comisionado de Paz en conferencia pronunciada en la Universidad del Externado el pasado mes de mayo cuando sostuvo que la paz no consistía en la firma de unos compromisos: “Con la firma del acuerdo final… comienza (sic) un proceso integral y simultáneo de dejación de armas y reincorporación a la vida civil de las FARC”.

Con la firma, según él, se inicia un periodo de “transición” que nos conducirá a la paz verdadera. Estima que tendrá una duración de diez años, sin tomarse la molestia de explicar dicho lapso. Durante la transición se establecerán “las condiciones y las tareas que cada quien tendrá que cumplir para hacer posible la construcción de la paz”. La dejación de armas, asunto del máximo interés para la sociedad, queda en zona indecisa puesto que se daría en el marco de un “proceso” y no de un acto.

Recordemos, una vez más, el fundamento político de la estrategia oficial en esta materia. El Alto Comisionado dijo en esa ocasión que “los efectos de 50 años de conflicto no se pueden reversar funcionando en la normalidad. Tenemos que redoblar esfuerzos y echar mano de todo tipo de medidas y mecanismos de excepción: medidas jurídicas, recursos extraordinarios, instituciones nuevas en el terreno que trabajen con suficiente intensidad e impacto para lograr las metas de la transición”. En la semana que pasó, Humberto de la Calle ratificó estas consideraciones. De igual forma, el presidente Juan Manuel Santos dio a entender que la paz no es el cese al fuego y en un hecho insólito y excepcional, invitará a la comunidad internacional en la ONU, a avalar la no intromisión de la Corte Penal Internacional en su proyecto de paz con impunidad.

En esa línea directriz también podemos entender la actuación de los tres poderes públicos, de funcionarios de alto rango y la adopción de medidas “extraordinarias” como el Marco Jurídico para la Paz, que contempla la excarcelación de responsables de delitos de lesa humanidad.

Ahora el Congreso se apresta a sacar adelante en tres semanas, bajo la dirección del samperista Juan Fernando Cristo y como si se tratara de fijar el precio de la libra de comino, la realización de un referendo al que se someterían acuerdos desconocidos firmados en La Habana. Contraviniendo disposiciones constitucionales, el presidente Santos, fiel al pensamiento de “echar mano de medidas de excepción y recursos extraordinarios”, pretende unir en un solo día las elecciones para Congreso con el referendo.

El fiscal general ya nos había sorprendido meses atrás al cambiar, de manera excepcional, sus funciones sin que nadie lo autorizara. En efecto, ha sido un eximio peón del presidente asumiendo una posición que en vez de estimular la persecución del delito, del hampa y los criminales, justifica la impunidad para los crímenes de lesa humanidad de los jefes guerrilleros.

De otra parte, la Corte Constitucional, una de las esperanzas que quedan para salvaguardar el derecho internacional y la integridad de la Constitución, en un fallo agridulce, le prende una vela a dios y otra al diablo al declarar exequible el Marco Jurídico de la Paz y a la vez, aunque no se conoce aún el texto definitivo de la sentencia, estipular la no excarcelación de los condenados por delitos de lesa humanidad. Ahí deja, por ahora, una sombra de duda que los congresistas incondicionales del gobierno sabrán despejar con leyes regulatorias de lo que se acuerde en La Habana de tal forma que, como lo orienta el Alto Comisionado, de forma excepcional se tomen medidas que “impacten” la transición hacia la paz verdadera.

Los tres poderes del Estado colombiano actúan pues al unísono, porque hasta la Corte Suprema se ocupa de golpear las toldas de donde salen las críticas más consistentes a la paz impune. Sólo se oye la voz discordante y aislada del Procurador General. Los medios más poderosos del país y los gremios empresariales apoyan la aventura “excepcional” de alargar el conflicto diez años, así haya que violar la institucionalidad. Muy sutilmente están llevando al país a un golpe de Estado legal. ¿Qué más se puede deducir de una década de transición bajo medidas de excepción?

Así pues, que para las FARC y muy posiblemente para el ELN, el gobierno tiene servida la mesa. Nunca antes, desde que Belisario Betancur iniciara negociaciones de paz en 1983, se habían dado condiciones tan favorables para ellas en temas tan espinosos como justicia, realización de reformas a su medida, reconocimiento y participación en política, veeduría internacional, no reparación de sus víctimas. Y con el apoyo de casi toda la institucionalidad. ¿Se sentarán a manteles o desperdiciarán una ocasión que la pintan calva?
Tomen nota de que en esa mesa la silla para una opinión pública descreída y desconfiada permanecerá vacía, hasta que sean tenidas en cuenta y aceptadas sus exigencias de justicia, prisión y no elegibilidad política para los responsables de delitos de lesa humanidad, reparación a las víctimas, verdades y dejación y entrega de las armas.

Mientras se produce el desenlace, tendrá lugar una intensa puja entre esos poderes institucionales, medios y funcionarios enmermelados y el país nacional.

La versión del rumor no es totalmente opuesta. Estaría en operación una segunda mesa de conversaciones de línea más directa entre el gobierno y el máximo comandante de las FARC a través de emisarios como el hermano del presidente. Las inconsistencias en declaraciones y el ruido de Iván Márquez y Jesús Santrich en La Habana tendrían la función de aplacar a los sectores más militaristas y más ligados al narcotráfico para evitar una ruptura o bien para aislarlos al máximo.

De esta manera, es factible la firma de unos acuerdos que dejarían en el aire, por un tiempo -¿diez años?- y todavía dentro del pensamiento del Alto Comisionado, asuntos como penas de cárcel, participación política y entrega de armas, para ser ventilados después de las elecciones en el marco de la llamada “transición hacia la paz verdadera”.

El presidente Santos pierde los controles

Es francamente desconcertante la pasividad del gobierno ante la fuerte ofensiva que en todos los planos adelantan las FARC. En La Habana lo que el país ha visto es una delegación oficial que peca por su silencio y su falta de valor para defender las instituciones y la democracia colombiana. Siempre han estado a la defensiva, tratando de frenar, inútilmente, el desbordamiento verbal y propositivo de los delegados de la guerrilla que exhiben total iniciativa en todos los temas tratados.

Humberto de la Calle y compañía dan la impresión de ser incapaces de tomar las riendas del proceso y explicar ante el mundo y la nación el por qué las guerrillas deben ceñirse al libreto acordado, respetar las reglas del juego, dar muestras de respeto a sus víctimas y de su compromiso para abandonar el camino de las armas. En torno a esos asuntos es mucho lo que se puede argumentar y, además, insistir ante la opinión internacional en el anacronismo de una guerrilla contra una democracia y del peligro de validar el terrorismo como método de lucha.

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La aburrida actuación de las FARC en La Habana

En La Habana las FARC han ejecutado con lujo de detalles el libreto de una aburrida obra teatral cuya trama consiste en jugar con las expectativas de paz de los colombianos. Dicha obra siempre comienza con un reconocimiento retórico sobre la importancia del diálogo para buscar “la salida negociada al conflicto armado”. El nombre de la paz, manipulado con adjetivos, sirve de bandera para sostener que ella “es mejor que seguir matándonos”, como si los colombianos se estuvieran matando a diestra y siniestra en una guerra civil.

Los agentes del establecimiento, llenos de buena fe y algo de torpeza, han aceptado de buena gana y con gran candor la invitación a hacer parte del elenco en cuatro ocasiones en las que con leves cambios de escenografía y diálogos, concluyen en rotundo fracaso.

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