Demasiado lejos, presidente Santos, ¡demasiado!

El presidente Santos, abusando de las formalidades de la diplomacia, ha llegado al extremo de pedirle a gobiernos extranjeros que intercedan ante las Naciones Unidas para que la CPI no interfiera la paz de Colombia y, a ofrecer sus servicios para gestionar ante el gobierno americano la suspensión de la extradición de líderes de las FARC comprometidos con el narcotráfico.

Cuando el presidente declara “No creo que ningún guerrillero vaya a entregar las armas para ir a morir a una cárcel norteamericana”, se convierte en emisario de las exigencias de las FARC degradando la dignidad de su cargo.

Para entender el abismo inmoral en el que ha caído el Gobierno Santos habría que reseñar la cadena de ominosas claudicaciones en las que ha incurrido a lo largo de un proceso que de meses es ahora de años. Bástenos en este artículo con apelar al ejercicio de la memoria para recordar con quiénes estamos negociando.

Hay que reiterarles a los colombianos y a los amigos del exterior que no estamos discutiendo si se debe o no negociar con terroristas. Que no abogamos por llevar a la cárcel a todos los guerrilleros ni esperamos una paz perfecta ni una justicia total. Claro que se puede y se debe negociar con organizaciones terroristas. Hay suficientes experiencias al respecto, no seríamos los primeros ni seremos los últimos.

La clave en nuestro caso radica en entender que el Estado colombiano está negociando con una organización calificada de terrorista por la Unión Europea, Estados Unidos y Canadá entre otras naciones y que se negocia con el fin humanitario de evitar más sufrimiento y más muertes. Dicha caracterización daría para no concederles estatus de contraparte ni reconocerles un poder superior al que tienen o una representación que no poseen.

Pero Santos se comporta como si estuviera negociando con unos rebeldes con causa. Lo hace con un fastidioso estilo consistente en tirar globos, desinflarlos para volverlos a lanzar. Con el Fiscal Montealegre y el expresidente Gaviria quiere llevar el país a firmar un acuerdo sin respetar los “mínimos de justicia” que exige la comunidad de naciones y la Corte Penal Internacional a la que Colombia pertenece.

Ha ido tan lejos, que solicita a algunos gobiernos hacerse los de la vista gorda respecto de la impunidad a la que le faltan solo detalles. Y que se hagan los de la oreja mocha ante los reclamos de la ONU, la CPI y la ONG Human Rigths Watch. El embajador en España, Fernando Carrillo, explicó a Blu Radio que el canciller español propondrá “en el Consejo de Seguridad de la ONU que se proteja mediante una resolución, un eventual acuerdo de paz… ante la CPI”.

No sabemos ni entendemos porqué Mariano Rajoy cedió tan fácil a tal desatino, allá que lidian con un grupo terrorista del que demandan rendición total, al que no le reconocen estatus para negociar no obstante haber decretado el fin de la lucha armada, algo que las FARC ni siquiera prometen. A Rajoy alguien debe hacerle entender que oficiará no por nuestra paz sino por la impunidad de criminales de guerra y terroristas peores que los etarras.

Al presidente Obama, lo deberían actualizar sobre los hechos de terror que han sufrido sus ciudadanos y empresas y sobre las miles de toneladas de cocaína que han traficado hacia su país. Estados Unidos es el país más amenazado del mundo por fuerzas terroristas, entre las que se encuentran las FARC, cuyos jefes son un resabio de la “guerra fría” que defienden un proyecto narco-comunista basado en el odio de clases.

La idea no es pedirles que se opongan a la negociación o a la rebaja de penas, sino, que le demanden al gobierno colombiano exigir la entrega de armas, imponer penas de cárcel y negar elegibilidad política para jefes guerrilleros condenados por delitos como: el secuestro sistemático de civiles, el reclutamiento de miles de menores, el arrasamiento con armas artesanales y letales de decenas de poblaciones, la voladura de un club social repleto de civiles y de una iglesia con más de cien fieles que huían de un combate, la siembra indiscriminada de minas antipersonal que han dejado miles de muertos y mutilados, el asesinato a sangre fría de los diputados del Valle del Cauca, los concejales de Rivera, del exministro de Defensa y el gobernador de Antioquia. No son, pues, luchadores justicieros ni excelsos demócratas ni perseguidos políticos.

Esos delitos no son, hoy en día, merecedores de indulto o amnistía ni excarcelables, como si fuesen conexos con la rebelión, otro de los adefesios penales y morales que pretende validar el gobierno. La comunidad de naciones, después de agotadoras negociaciones, alcanzó un consenso al crear la CPI, organismo que por fortuna insiste en la obligatoriedad de castigar con prisión a los culpables de delitos atroces, calificar ese logro como un capricho o decir que es una obsesión respetar su estatuto es ofender al mundo civilizado.

Los gobiernos inglés, francés y sueco –este último tolera en su territorio a ANNCOL, portal de las FARC- están obligados a ser consecuentes y coherentes con el deber moral y ético de luchar contra todo tipo de terrorismo y en exigir que toda negociación con esas fuerzas debe estar precedida por la renuncia a la violencia y la intención de someterse a la Justicia Transicional.

Hacia una paz tramposa

Cabalgan, el presidente, sus amigos y aliados, sobre el sofisma de que los críticos de esta negociación somos enemigos de la paz, que nos oponemos a negociar. De ahí su pretensión de presentar los intentos que hizo Uribe como una contradicción y demostración de incoherencia e hipocresía. El ex presidente Uribe no lo niega, confirmó que había realizado cerca de 26 acercamientos y que estos fracasaron porque los irregulares no aceptaron la condición de cesar hostilidades. Sostiene que la política de Seguridad Democrática estaba orientada a devolverles la seguridad a los colombianos y forzar una negociación con los violentos en condiciones impuestas por el Estado, lo contrario a la estrategia santista.

Por eso, la andanada contra el ex presidente y senador Uribe en las dos últimas semanas tiene mucho de argucias y de trama, preparada por varios personajes. No hay que ser agente 007 para ligar hechos y sacar conclusiones. El Gobierno anda empeñado en vender la idea de la cercanía de la paz. Para aclimatar su objetivo ha organizado campañas publicitarias, realizado giras nacionales e internacionales, ha ganado el favor de varios mandatarios, ha pronunciado discursos y conferencias en numerosos escenarios y ante públicos muy diversos. Es como si nos estuvieran preparando para una gran fiesta nacional en la que recibiremos a un invitado muy especial. Ha entregado las banderas éticas y morales del Estado en la lucha contra los terroristas, les ha dado reconocimiento, oxígeno, tiempo suficiente para reparar lazos y reponer energías, y hasta les facilitó reunión cumbre a los números uno de las FARC y el ELN.

Pero el invitado parece querer aguarle la fiesta cuando declara que la paz no está tan cerca, que faltan muchas cosas para discutir. Aprovecha la debilidad de carácter del gobernante y su premura para firmarla y entonces lo chantajea, le exige cosas que no figuran en los acuerdos iniciales, aumentan el número y la complejidad de sus demandas. Una de ellas, indica que hay que doblegar, destruir, arrasar o neutralizar a Uribe, al que consideran su principal enemigo. Ya lograron sacrificar a altos oficiales que les propiciaron fuertes golpes. Las Farc quieren todas las garantías y todas las seguridades para allegarse a una firma. Han pedido leyes y se las han dado o prometido, cambios y los han satisfecho, tiempos y se los han alargado, salvamento de jefes en peligro y los han obtenido. Pero, su presa principal es Uribe. Cazado Uribe, sus seguidores y su partido dejarán de ser una “amenaza” para ellos y para su paz.

Todos los elementos dan para hablar de una especie de confabulación, en curso quizás, desde cuando el presidente Santos, experto en esas mañas, era ministro de Defensa y llevó al filósofo Sergio Jaramillo al viceministerio durante el segundo mandato de Uribe. Entre ambos deben haber preparado las líneas gruesas y delgadas de su proyecto. La amistad que los une les facilitó mantener a buen recaudo su plan y darle tiempo al filósofo de redactar el documento que igualó al Estado con las FARC como apuesta inicial.En el camino han sucedido muchas cosas. Las muertes del “Mono Jojoy” y “Cano” (en operativos planeados por Uribe al final de su gobierno). El atentado contra el exministro Fernando Londoño Hoyos del que culparon a la “extrema derecha”. La expedición del Marco Jurídico para la paz, el nombramiento de un Fiscal dedicado a promover la impunidad para criminales de guerra y de lesa humanidad. El presidente, gran relacionista, ha ganado buenos aliados en las altas Cortes con su “mermelada”. En su campaña reeleccionista arrasó con el pudor y la vergüenza al invertir jugosas sumas en publicidad oficial.

Ahora está tramitando una reforma dizque para el equilibrio de poderes. Entre un artículo y otro hay verdaderos orangutanes como el de que se apruebe un referendo para ratificar la paz y se pase por la faja el control de constitucionalidad que habría que hacer en todo lo que se está cediendo, la eliminación del fuero del Contralor y del Procurador (para completar la captura de todos los poderes). El presidente ha debilitado la Fuerza Pública provocando varias crisis en el Alto Mando que ha dejado por el suelo a los mejores guerreros de la institucionalidad. Una Oposición estigmatizada como enemiga de la paz, un Ejército con sus altos mandos investigados por la Fiscalía, unos magistrados cooptados, otros cebados. Unos medios incondicionales que temen perder la pauta publicitaria oficial. Los partidos de la Unidad Nacional que renunciaron a la defensa del Estado y la democracia y prefieren hacerle la guerra a Uribe y al Centro Democrático. Y unas elites económicas, con honrosas excepciones, carentes de sentido del olfato para descubrir que los están llevando al matadero.

Todo este entramado, a la manera del rodaje de una película, se ha impuesto con el método de los hechos cumplidos. De a pocos, sin librar batallas teóricas o ideológicas, maniobrando con astucia, dando golpes bajos y arteros, diciendo una cosa y haciendo lo contrario, enviando mensajes de reconciliación a Uribe mientras lo ataca por otros lados. Periodistas supuestamente independientes caen de bruces en el lodazal de la mermelada oficial. Por eso dejan de ser creíbles Coronell, Arismendi, Yamit, el cuñado Pombo y el sobrino que dirige la revista Semana.

Cabe pues preguntar ¿hacia dónde nos conduce el presidente al acrecentar las expectativas de una inminente firma de la paz en lo que resta de este año?

Lo que se viene para el país no es nada agradable ni positivo para nuestra imperfecta y débil democracia. Un arreglo que llamarán Paz, concertada a la medida de una guerrilla crecida y arrogante, que poblará la vida nacional de aparatos, comisiones y leyes, sin penas de cárcel ni entrega de armas y con un andamiaje de estímulo de las luchas sociales y de masas en el marco de lo que llaman “democracia directa” que significa agitación y movilización permanente para agudizar las contradicciones del régimen, presionar por el cumplimiento de los acuerdos y exigir más y más y más.

Mientras tanto, instituciones legales y funcionarios públicos perderán poder y capacidad de ejercer y gobernar, expectantes e impotentes ante el espectáculo de un país entregado a las minorías de vanguardia. Lenin no la hubiera tenido tan fácil.
Será el final de una etapa e inicio de la segunda, la “transición”.

Reconciliación sí, pero con condiciones

Tan socorrida como la paz circula ahora la palabra “reconciliación”. El jurista Rodrigo Uprimny invita a pensar y debatir el significado de esta noción clave en la resolución de numerosos conflictos en la historia mundial.

Parte el columnista de una pregunta bastante controversial: “¿Podremos los colombianos reconciliarnos después de décadas de Guerra, polarización y atrocidades?” Su pregunta da por sentado que el país está en Guerra hace muchos años, caracterización compartida en amplios círculos académicos de izquierda y liberales “progres”. Que hemos sufrido arbitrariedades y atrocidades no genera gran polémica, pero, usar la categoría de guerra para referirse a unas “partes” tan disímiles como un estado y un gobierno legítimos de un lado y un grupo de criminales de Guerra, sí que amerita un buen debate.

Uprimny otorga, sin presentar un debido y mínimo soporte, a un proyecto de revolución comunista fracasado nacido en el apogeo de la Guerra Fría en la America Latina de los años sesenta, una calificación que tiene más de ideológico que de histórico y político. No se puede negar que hay un conflicto armado, porque las guerrillas no disparan flores ni divulgan ideales democráticos. Tampoco se puede desconocer que su pretensión de levantar al pueblo colombiano contra la “dictadura oligárquica” no tuvo eco, las cifras de favorabilidad para ellas nunca han superado el 3 o 4 por ciento. Los movimientos sociales y políticos de corte revolucionario y reformista se han visto más perjudicados que favorecidos por el accionar de las guerrillas.

Ahora bien, es válido preguntarnos ¿por qué los defensores del proceso entreguista de paz del gobierno Santos, en contravía de la rigurosidad que se requiere en el lenguaje político, utilizan esa retórica generalizadora sobre la violencia, las víctimas y las atrocidades que nos convierte a todos, por igual en victimarios y violentos? ¿Por qué plantean el problema como un asunto de reconciliacion?  Nos tendrían que demostrar que las FARC, el ELN y otros grupos ilegales, igual de terroristas, crueles e irrepresentativos han surgido como fruto de la persecución, la discriminación y la represión política y no de proyectos ideológicos revolucionarios comunistas.

Ahora bien, las guerras y los conflictos armados no terminan todos de la misma manera. Quiero decir que la idea de reconciliación no siempre es pertinente ni siempre significa lo mismo. Me imagino que nadie les enrostraría a los Aliados el no haber buscado la reconciliación con los Nazis, o a los pueblos que sufrieron el yugo soviético estalinista que no se reconciliaran con los invasores o a los que sufrieron a dictadores estilo Ferdinand Marcos, Anastasio Somoza o Nicolae Ceasescu que no los hubiesen perdonado. Y no es solo por un asunto de la correlación de fuerzas, de que en esas experiencias hubo un final de derrota, sino también por la existencia de unas abismales diferencias y heridas tan profundas que la única opción era la derrota o abatimiento del opresor o la expulsión del invasor.  Con esas ideologías y regímenes la humanidad democrática no podía desear la reconciliación. Agresores de esa clase fueron condenados a reparar a sus víctimas a pagar multas enormes a pedir perdón y a expiar sus crímenes en la cárcel y en algunos casos hasta con sus vidas.

La lucha contra el fascismo el nazismo y el comunismo, teorías y sistemas totalitarios, antidemocráticos y criminales que exterminaron y oprimieron a millones de personas en nombre de una raza, clase o nación superior, no clasifica como conflicto de exclusión o discriminación en los que sí se justifica pensar en términos de reconciliación. Más allá, la historia mundial registra casos de reconciliación después de guerras devastadoras como la de secesión norteamericana o la que se registró entre negros y blancos en Surafrica con el derrumbamiento del Apartheid.

En el caso colombiano la idea de reconciliación de sentido religioso que supone el retorno a un ideal mundo fraterno, no aplica, como bien lo reconoce Uprimny. Pero, de allí no se desprende que solo queden dos alternativas, la negación de su posibilidad alegando diferencias insalvables como ocurrió con el nazismo, el fascismo y el comunismo en algunos países, que supone la derrota total, el arrasamiento sin piedad de los enemigos del estado y de la institucionalidad, que algunos atribuyen perversamente, como la opción que propone el uribismo. Ni tampoco la de la impunidad que impulsa el gobierno Santos y sus adláteres en la academia, que significa pensar a los criminales de guerra y a genocidas como iguales al estado, que no expiarían sus culpas en prisión y que podrían ocupar cargos públicos y en organismos de representación popular.

Hay un camino realista que no se ubica en ninguna de las anteriores. Me refiero a una opción que atraviesa casi todos los discursos, pero, sobre la que hace falta observar mayor constancia, precisión y decisión. Se trata de la consabida justicia transicional que conlleva al reconocimiento y reparación de las víctimas por parte de las guerrillas, el estado ya lo está haciendo, a la petición pública de perdón, a la refrendación del compromiso de no repetición y de contribuir al esclarecimiento de verdades judiciales y a la entrega de las armas por parte de quienes, infructuosamente, pretendieron cambiar el orden de cosas a través de la lucha armada. Sería como tragar sapos en vez de los cocodrilos que pretende Santos.

Una democracia burlada

Son demasiadas y contundentes las señales de peligro para la democracia colombiana emitidas por el actual gobierno. Pudimos apreciar algunas de ellas durante las elecciones presidenciales con la abrumadora publicidad oficial y la compra de votos a favor del presidente-candidato.

Es evidente que el curso de maniobra del presidente Santos se está expresando cada vez con más claridad hacia la cooptación del Estado. La influencia que tiene el presidente en las altas cortes comenzó con el cambio de la terna para la elección del Fiscal General de la Nación. Tumbar de una patada la que había dejado Uribe, mal-enquistado en especial con la Corte Suprema, le granjeó un acercamiento en asuntos que tienen que ver con la judicialización de funcionarios uribistas. Santos también ganó, y mucho, al nombrar un personaje incondicional que ha preconizado la legitimidad de una paz con impunidad y que además le colaboró a todo vapor en su campaña por la reelección.

A su vez, el Fiscal colocó una de sus fichas en la Corte Constitucional. Los últimos cambios que se han producido en esta corporación le permiten a Santos allanar el camino hacia la aprobación de una paz con elegibilidad política para las guerrillas, muy poca cárcel (¿días, semanas, abonando jardines o cuidando albergues de la tercera edad?), reconocimiento retórico de víctimas y sin dejación de armas, para que experimenten su ingreso a la vida civil.

Tal es el sentido del fallo que tiene entre manos el magistrado Rojas, que apunta a eliminar, por vía constitucional, la obligación de castigar los crímenes de guerra, genocidio y delitos de lesa humanidad cometidos por los jefes guerrilleros.

El presidente tiene entre sus manos dos platos de jugosa y abundante mermelada para distribuir entre los partidos de la Unidad Nacional. De una parte la Contraloría por vencimiento del periodo de la actual directora. De otro lado, la Procuraduría General que debe quedar a la orden cuando fructifique la maniobra de declarar nula la reelección del actual director, piedra en el zapato de la impune política de paz de Santos. Se apoyaron en un principio, que no ley, según el cual en el servicio público solo se puede hacer lo que esté expresamente autorizado y como la reelección del Procurador no está reconocida por ley entonces es ilegal la del Procurador Ordoñez. Se les olvida la reelección del anterior procurador, Edgardo Maya. Y si fueran consecuentes con ese principio, pues tendrían que pedir su aplicación a los congresistas reelectos ya que la ley no estipula en parte alguna su reelección.

La verdad monda y lironda es que Santos necesita nombrar un procurador manipulable, títere de su política de paz. Y tiene a su favor a la intelectualidad “liberal” e izquierdista, que vive aterrada con las posiciones conservadoras de Ordoñez y ven ahí la oportunidad de librarse del “oscurantista”, no importa que sea al precio que sea, así sea violando “legalmente” la ley, cosa que ha hecho posible este gobierno que se ha acomodado al criticado “todo se vale”.

Santos está ad portas de controlar directamente y a través de intercambios clientelares a las Cortes, a los organismos de control: Procuraduría, Contraloría y Fiscalía y al legislativo buscando las dos terceras partes del Congreso de la República a costa de reventar el partido conservador. Al paso que lleva, no reconocerá al Centro Democrático como el partido de oposición ni dejará aprobar el Estatuto Orgánico de la Oposición.

En suma, lo que tenemos es una situación de control y cooptación de los poderes públicos por parte del presidente de la república y eso significa, aquí y en cualquier país, una afrenta a la democracia, casi que un golpe de estado sin disparar un tiro y sin sacar un tanque a las calles, con elegancia y con sutil aprobación de casi todos los poderes de la sociedad.

Santos, ha logrado “amansar” a militares y de policía con mano de hierro. Ya cuenta a su haber con tres cúpulas sacrificadas porque no compartían sus tesis, decenas de generales y oficiales de alto rango, experimentados en el oficio de combatir el terrorismo y muy claros en cuanto a que estas conversaciones de paz igualan el estado y a la Fuerza Pública con los terroristas, fueron llamados a calificar servicios, humillados al cabo de años de sacrificios para darle seguridad a la sociedad.

Pero, la concentración de poderes no se limita a los otros dos poderes ni a las instituciones del Estado. También se observa en la fuerte influencia en los grandes medios nacionales cuya línea editorial está al servicio de las políticas oficiales. Durante la campaña reeleccionista terciaron francamente a su favor, al precio de herir de muerte la independencia y la función crítica de los medios y de los periodistas, tal como se los reclamó en momento oportuno Juan Gossaín, cuya voz no fue escuchada.

Para cerrar el círculo, Santos interviene con su dedo nominador en las decisiones de los gremios, impuso el nuevo director de la ANDI, regañó al de FENALCO, le parece inadmisible que el de FEDEGAN le haga críticas y asustó a los demás con dejarlos por fuera de las políticas públicas.

De modo pues que, hay razones de peso para estar alertas ante la manipulación de los poderes del estado y de la sociedad y el cercenamiento de la democracia. Nos están clavando el puñal con toda la legalidad del caso y no nos damos por enterados.

Salvedades de las FARC para llegar al paraíso

En uno de sus portales, las Farc dieron a conocer un documento que contiene sus “Salvedades” al texto sobre narcotráfico firmado en La Habana días antes de la segunda ronda electoral por la presidencia. Sobre el tema de tierras y de víctimas también formularon salvedades a granel lo que da para pensar que lo que falta por “acordar” es muchísimo más que lo que le hicieron creer a los colombianos con bombos y platillos. Con el pomposo título “Política anti-droga para la soberanía y el buen vivir de los pobres del campo” presentan cincuenta propuestas. Haré mención a algunas de ellas sin pretender, por problemas de espacio, hacer un análisis detenido de las mismas.

Varios de esos puntos nos recuerdan un viejo proceder y un enfoque tradicional de las guerrillas comunistas cuando abordan cualquier tema social, político o económico, consistente en relacionar la parte con el todo de tal forma que quedamos ante un enorme incremento de los problemas.

En el capítulo quinto (salvedades 21 a 24) se exige al Estado el reconocimiento de las víctimas de la política antidrogas y la “suspensión inmediata de las aspersiones aéreas con agentes químicos y de los programas de erradicación forzada”, que significaría de bulto la paralización de la acción estatal. Las FARC no se consideran victimarias ni responsables del fenómeno. En el capítulo sexto (25 a 28) se plantea la “desmilitarización de la política anti-drogas, no intervención imperialista y descriminalización de los pobres del campo”. Las guerrillas no se mencionan a sí mismas en esa desmilitarización.

El capítulo séptimo (salvedades 29 a 36) contiene aquellas que consideran el problema del consumo y la adicción como un asunto de salud pública. Lo interesante es que no se quedan en esa particularidad sino que plantean algo más de fondo (“reforma estructural al régimen de seguridad social en salud”). Contundente demostración de su habilidad para ampliar los contenidos de la agenda hacia campos que no estaban consignados. De esa forma, los cinco puntos del Acuerdo Inicial se convierten en decenas y hasta centenas, porque lo que ellos pretenden, en realidad, es una transformación “estructural” de la sociedad colombiana para la que se precisa la convocatoria de una Asamblea Constituyente.

En el capítulo octavo (37 a 42) las FARC exigen que la política antidrogas esté “centrada en el desmonte de las estructuras narcoparamilitares, criminales y mafiosas entronizadas en el Estado”. Ellas se liberan de responsabilidad en el negocio y de la degradación y la violencia criminal que han propiciado. Proponen una Comisión para la “identificación del poder paramilitar” fieles a su concepción de que la violencia en Colombia ha sido y es propiciada por las clases dominantes, el imperialismo y un Estado aliado con grupos paramilitares. Exigen, además, la “depuración de las ramas del Estado…de los órganos de control y la organización electoral” y, para desmentir al presidente que afirma que el tema no ha sido ni será tocado en La Habana, la “Depuración de las fuerzas militares y de policía y de los servicios de inteligencia”.

En su desbordamiento propositivo, y para no dejar dudas sobre sus intenciones en esta negociación, abundan en exigencias de todo tipo, como la de que se conforme “una Comisión especializada de la verdad sobre la empresa capitalista transnacional del narcotráfico”, una “nueva institucionalidad democrática de la política antidrogas”, y, proporcional a sus sueños delirantes de grandeza la “reforma sustancial al sistema internacional de control de drogas de Naciones Unidas”.

La guerrilla fariana no es, por tanto, un interlocutor que busca la firma de la paz, sino la aprobación de sus programas y de sus propuestas, ya no solo sobre el país sino sobre el mundo. Y como el gobierno colombiano perdió toda autoridad moral para centrarlos y cerrarles la puerta, pues ahí los tenemos, igualados y crecidos ante el Estado colombiano. Intentan cobrar a nuestras elites y negociadores haber reconocido que la paz no es solo el fin de la lucha armada sino la realización del paraíso terrenal.

A pesar de todo lo que se ha dicho y de los textos firmados, un acuerdo de paz se ve en el horizonte si entendemos por tal, ese punto imaginario en el que se juntan el cielo y la tierra y que tiene la particularidad que se aleja de nosotros en la misma medida en que nos acercamos a él.

El presidente Santos nos abruma con su discurso de paz y trata el asunto como si de los colombianos de a pie dependiera su logro. Invita a mandatarios para que nos den lecciones de paz mientras las guerrillas siguen dando demostraciones de insensatez, aunque firman textos farragosos e insustanciales que hasta el demonio firmaría. Felipe González no hizo la paz con ETA y fue acusado de organizar grupos paraestatales para combatirla. Carece de autoridad para darnos lecciones de cómo hacer la paz. Tony Blair, que involucró a Inglaterra en la guerra del Golfo, tampoco tiene méritos para darnos ejemplo. Y un premio Nobel de Paz es invitado por Colciencias a un evento de científicos a hablar de la paz en Irlanda, la que más les gusta a las FARC puesto que no hubo ni cárcel ni entrega de armas.

La gloria de Santos por sobre todas las cosas

Hay líderes que buscan la gloria defendiendo un ideal de importancia esencial para una sociedad, pero también los hay que por lograrla son capaces de negarse a sí mismos o de cometer graves errores sin guardar miramientos con los perjuicios que pueden ocasionar corriendo riesgos incalculables. Este último es el caso del presidente Juan Manuel Santos.

En nombre de una paz que en 1997 estaba “de un cacho”, según el primer mandatario, y que ahora está “a la mano” porque “nunca antes habíamos avanzado tanto en acuerdos con las FARC”, el presidente estigmatizó a la mitad de la población calificándola de “extremo derechista” y “amiga de la guerra sin fin”, se mostró receptivo con el apoyo electoral de los grupos guerrilleros y los puso del lado de la paz sin que hayan dejado de atacar los bienes y las tropas de la nación.

Demasiada osadía del presidente y sus asesores. Uno no sabe si las ansias de gloria les ha hecho perder de vista el peligro de abrir las puertas de la acción política a quienes se empecinan en la acción violenta, a quienes son defensores de un proyecto continental antidemocrático que en otras latitudes se ha impuesto por vía electoral, sin exigir el abandono de las armas.

El camino que se sigue conlleva el peligro de regalarle espacios al proyecto de la “patria grande” que comparten las guerrillas de las FARC, el ELN, los gobiernos del ALBA y la dictadura castrista. Y no es que se les vaya a hacer la concesión a través de un texto, decreto o capitulación, no. En los hechos y hace años, Colombia está en la mira. Cuba y Venezuela, centros del proyecto rodean y vigilan la negociación. No acompañan por hacernos un favor o prestarnos un servicio, tienen sus intereses. No es un invento de mentes enfermizas decir que en el discurso de las guerrillas colombianas y de los gobernantes de esas dictaduras existe una identidad de palabras mayores. Hablan, por ejemplo, del ideal “bolivariano” del “socialismo del siglo XXI”. No son palabras carentes de sentido. Líderes que piensan igual gobiernan a sus anchas, con reelección indefinida, en Bolivia, Ecuador y Nicaragua.

No todos tienen el mismo margen de maniobra, lo que explica las diferencias de ritmo en la aplicación de su plan anticapitalista, estatizador, con recorte o supresión de libertades individuales, asfixia a la iniciativa privada, condena al ánimo de lucro, control de los poderes públicos por el Ejecutivo, silenciamiento de la prensa, atropellos a las fuerzas opositoras a las que tratan de enemigas.

En nuestro país existen grupos, movimientos, partidos, tendencias y personalidades partidarios o simpatizantes de ese proyecto. No están “a un cacho” del poder, pero, merodean, hacen bulla, estimulan y azuzan las “luchas populares” y de “clases”, se apropian de banderas que después tiran al pote de la basura.

Los viejos, ortodoxos y dogmáticos comunistas estalinistas poseen la capacidad de seducir con su discurso justiciero a un vasto conglomerado de sectores sociales, intelectuales, académicos y líderes sociales. Por supuesto, esa favorabilidad no se traduce siempre en militancia, en cambio sí en una actitud de desprecio por las instituciones que nos rigen que les da para pensar que es mejor cualquier otra cosa.

Es un sector que no ve ningún problema en que los comandantes responsables de crímenes de lesa humanidad no paguen cárcel por delitos de lesa humanidad, en que no dejen ni entreguen las armas, en que ocupen puestos en el Congreso o en una eventual asamblea constituyente. No creen que haya motivo de preocupación. Peor aún, consideran paranoicos a quienes alertan para que no nos suceda lo de Venezuela.

No es que el “cuco” vaya a venir, es que ya está aquí y bien representado. Son débiles aún, pero hábiles para sortear esa circunstancia. Como buenos discípulos de Stalin, uno de los grandes criminales de la historia, se camuflan, se parapetan, se infiltran, cambian el nombre de su partido, crean organismos con títulos pomposos que defienden principios en los que no creen. Hay comunistas clandestinos y legales, seguidores disciplinados del Movimiento Continental Bolivariano que asisten a sus congresos lo mismo que al Foro de Sao Paulo, eso no es un invento. Hay personas, como el profesor de una universidad pública que, siendo activo guerrillero de las Farc, hizo parte de la junta directiva de Empresas Públicas de Medellín. Un reconocido y otrora dirigente sindical es hoy uno de los cuatro jefes del ELN, hay congresistas de izquierda que han logrado que ideólogos de la combinación de todas las formas de lucha sean consagrados como mártires de la democracia en la que nunca creyeron.

Por el flanco civil, que es hoy día el principal teatro de batalla, uno se pregunta ¿qué hacía el líder comunista Carlos Lozano, director del semanario “Voz” en las listas al Congreso del partido Verde? Y también hay políticos del llamado “establecimiento” que no es que se hayan cambiado de bando sino que carecen de visión, de principios o de escrúpulos, que desconocen la naturaleza de ese peligro, que lo minimizan, que piensan que el problema se resuelve facilitando acceso gratuito a la política a los grupos que abrazan el proyecto de la “patria grande”. Y también hay dirigentes de Estado que, como anotábamos al comienzo, solo piensan en su gloria personal.