Machismo kirchnerista y feminismo falopa

Diego Rojas

“¡Callate, atorranta!”. Las palabras atravesaron la sala de la comisión donde los diputados trataban el pase a sesiones del debate acerca del Memorándum con Irán propuesto por el oficialismo. Las había pronunciado Andrés “El Cuervo” Larroque, dirigente de La Cámpora e integrante de la bancada del Frente para la Victoria, e iban dirigidas a Laura Alonso, diputada del derechista PRO, que reclamaba por el tiempo adicional que se le otorgaba en su exposición a su par jefe de la bancada oficialista. En el argot local, una de las acepciones de “atorranta” se refiere a la “mujer de mala vida”. Indica una valoración negativa sobre su actividad sexual, o señala que cobra por ella. Es más, un diccionario del lunfardo define: “Prostituta, mujer de vida airada”. Es uno de los términos de la misoginia.

Podría haber sido un exabrupto. Un accidente en el fragor álgido de las discusiones, un error solucionable con una disculpa.

Pero esa disculpa no llegó.

Y más que un exabrupto, se trató de una recurrencia, ya que el kirchnerismo no es esquivo al machismo, una forma dominante en esta sociedad, sino que se alimenta de él -pese a estar liderado por una mujer-.

Lo ha demostrado con anterioridad en el recinto parlamentario. El “¡Callate, atorranta” no inaugura una serie, sino que la complementa. Durante la inauguración de las sesiones parlamentarias de 2011, las tribunas de La Cámpora, la agrupación juvenil liderada por Máximo Kirchner y sobre la que se sostiene el cristinismo más explícito, interrumpieron el juramento de la diputada del FAP Victoria Donda al grito de “¡Trola, trola!” debido a la vestimenta que la parlamentaria gusta usar. En esa oportunidad, no hubo tampoco disculpas por el “exabrupto” -en esa ocasión colectivo- sino que, con pusilanimidad, la agrupación hiperK esgrimió que había cantado: “¡Rodra, Rodra!”, en referencia a un antiguo novio de Donda. Una cobardía.

Lo demuestran sus escribas. Frente a la expresión “yegua”, popular entre los sectores más influidos por la decadente oposición derechista al gobierno, surge un reverso de esa misma moneda. Por caso, la ex periodista Sandra Russo, en el prólogo a su libro Presidenta, historia de una vida -una elegía de Cristina Fernández disfrazada de biografía- escribe: “Las mujeres somos muy envidiosas de otras mujeres que percibimos o suponemos mejores que nosotras. Es feo, pero es así. Todavía somos, en algunos repliegues de nosotras mismas, remotas chimpancés anhelantes de que el macho dominante se detenga en nuestro celo. Y cuando hay otra que exhibe atributos que son fuegos artificiales al lado de nuestras llamas de fosforitos -esa es la pasta de la envidia, que alguna pueda lo que otra no, y la sensación de ser portadoras de una pobre llama de fosforito-, hay envidia”. Textual. Sandra Russo supo, en algún momento perdido en el laberinto de los tiempos, dirigir un suplemento femenino de características progresistas en el diario Página/12. Se ve que mucho no le sirvió. Un caso similar se manifestó cuando José Pablo Feinmann argumentó sobre las razones de esa remanida envidia atribuyéndola a la mediocridad de quienes la manifestaban contra una Cristina Fernández comparable a Charlize Theron (sic) o Marilyn Monroe (sic). Estrambótico.

Al mismo tiempo la progresía local, que suele acompañar de manera cabizbaja los dictados del gobierno en nombre de supuestas banderas imposibles de comprobar, desarrolla ciertas teorías de la mujer que bien podrían definirse como “feminismo falopa”. Hace pocos días en el diario Página/12 la periodista Mariana Carabajal proponía el debate sobre los alcances del arte y el machismo y disparaba contra la producción artística del cantante argentino Zambayonni, los estadounidenses Guns and Roses y hasta el tanguero Edmundo Rivero. El kirchnerista director del Inadi Pedro Mouratian declaraba en esa nota que “el arte es una forma de expresión y, como tal, está sujeta a límites”, en una expresión que rememora los peores postulados stalinistas y que ignora los debates teóricos sobre arte y política de los últimos treinta años, por lo menos. Por otro lado, esa posición es exponente de las rémoras de la tendencia conocida como “giro lingüístico” que postulaba la preminencia del discurso sobre la realidad y planteaba como campo de acción de la política la confrontación de “narraciones”. Su grado más extremo se puede observar cotidianamente en el esfuerzo por imaginar la solución de las diferencias de género mediante la obligatoriedad de la mención del masculino y el femenino -cuando una de las virtudes de la lengua es, en función de su elegancia, la puesta en funcionamiento de su economía- o el dislate que implica que, en las partículas finales de los sustantivos, las vocales sean sustituidas por el “@” o por una “x”, que daría cuenta de que se ha alcanzado la igualdad textual a través de una operación verdaderamente horrible.

Feminismo falopa.

Sin embargo, la desigualdad de género es parte de la nueva Argentina kirchnerista no de manera textual, sino de modo concreto, realista. Se exhibe en la situación de las hermanas Ailén y Marina Jara, presas desde 2011 por haber intentado defenderse de una violación esgrimiendo un cuchillo cuando su violador permanece en libertad, o en el auge del femicidio mediante el fuego (y no hay que olvidar que Eduardo Vázquez, el baterista de Callejeros preso por asesinar mediante quemaduras a su mujer Wanda Taddei gozaba de salidas mediante el tristemente célebre Vatayón Militante) y principalmente en los centenares de mujeres que año a año mueren por abortos mal realizados o por las consecuencias que esas malas prácticas médicas o artesanales ocasionan. La gran mayoría de esas mujeres muertas pertenece a los sectores populares que no pueden pagarse los abortos que se realizan cotidianamente en clínicas privadas de todo el país. Frente a esto, la presidenta Cristina Fernández, kirchnerista, ha declarado reiteradamente estar en contra de la legalización del aborto debido a razones de conciencia. Razones que, en la práctica -no textualmente- se cobran vidas. Es bueno recordarlo cuando empieza marzo, mes que incluye entre sus jornadas el día de lucha internacional por los derechos de la mujer.