Contra las drogas, una guerra cultural

Esteban Wood

En el libro Lo bello y lo siniestro, Eugenio Trías se interroga sobre las condiciones que determinaron el surgimiento de la tragedia griega, y por qué este arte ha sido (y continúa siendo) modelo estético indiscutido. A saber: la tragedia griega está compuesta de la presencia de un héroe idéntico a nosotros, por quien por un lado sentimos compasión y por el otro temor. Fantaseamos con concretar sus proezas. Nos horrorizamos con sus actos siniestros. La obra comparte o induce a compartir los mismos o parecidos sentimientos que mueven al expositor. La acción se produce en la esfera de lo posible, no de lo fáctico.

A diferencia de las obras clásicas, una de las particularidades de la posmodernidad es que ha conseguido que la fantasía se filtre al terreno de la realidad, y que lo hipotético se torne fáctico. De hecho, la posmodernidad no es sino una rebelión contra la realidad misma.

“Salieron de San Isidro, procedentes de Tijuana, traían las llantas del carro repletas de hierba mala…”.

Uno de los grupos más populares del género narcocorridos, Los Tigres del Norte, inmortalizaron en la canción “Contrabando y traición” (1972) la ficticia historia de Emilio Varela y Camelia la Texana. La historia narra el cruce de la frontera entre México y Estados Unidos para la entrega de un cargamento de marihuana en Hollywood. Dice la trova que cuando la operación concluye Emilio se despide, pero Camelia, enojada, le dispara siete balazos: “La policía sólo halló una pistola tirada, del dinero y de Camelia nunca más se supo nada…”.

Camelia la Texana ya forma parte de la cultura popular de México bajo la forma de leyenda. Muchos mexicanos creen que la historia es cierta y real. E incluso algunos aseguran que la mujer sigue con vida, tan viva como seguiría el “señor del los cielos”, Amado Carrillo Fuentes.

Ciertas expresiones artísticas, basadas en historias sobre contrabando y tráfico de drogas, ponen en evidencia la penetración del narcotráfico en nuestras culturas: “Los narcocorridos y las narconovelas son un reflejo de lo que vive la sociedad mexicana. Todos los días abres los diarios y encuentras algo sobre muertes por el tráfico de drogas. No lo podemos negar, eso vivimos ahora”, señala Rubén Tinajero, investigador de la Universidad Autónoma de Chihuahua. De lo posible a lo fáctico.

Como en la tragedia griega, el narco construye una cultura en la que los mitos nunca se extinguen. Tampoco ha muerto entonces Pablo Escobar Gaviria, líder del Cartel de Medellín, vanagloriado protagonista de su vida ficcionada en la teleserie “El patrón del mal” (ahora en Argentina).

Imposible para los guionistas no incurrir en la apología del crimen organizado desde el momento en el que resulta inverosímil presentar a un narcotraficante pobre. Imposible tampoco no denunciar la incipiente y peligrosa construcción de un imaginario social distorsionado en torno al tema. Imaginarios que refieren a la fijación de prácticas sociales antes imposibles, impensadas.

Niños cautivos por la droga que extraviaron una etapa de la infancia, cambiaron pelota por pistola, y viven intensamente la fugacidad de una vida cuya expectativa se extingue pasadas apenas las dos décadas. Así de efímera puede resultar la vida de un soldadito de 17 años que dice “estoy jugado y no me importa nada”.

La dinámica social resultante del tráfico ilícito de drogas es instrumento de los nuevos cuerpos sociales que entran a definir no sólo la vida cotidiana, sino también el manejo del sentido subjetivo en algunos territorios urbanos. Identidades que se reflejan en los imaginarios establecidos de los distintos espacios creados para ocupar, desarrollar y mostrar el fruto de estas actividades económicas ilegales.

Los íconos culturales de la posmodernidad van mutando permanentemente. De las remeras con la estampa del Che Guevara al rostro de Claudio Cantero, líder de la banda “Los Monos”, inmortalizado en una pared del barrio Granada (Rosario). El mural, vehículo de construcción identitaria urbana, actualiza el estereotipo de las tragedia griegas con personajes sumamente contradictorios, modelos a seguir en tanto el prestigio social que la actividad del narcotráfico genera en las clases más vulnerables.

Mediante la manipulación a cada instante de los recursos culturales con los que cuenta, el narcotráfico ha sabido trascender sus propios límites para identificarse con valores universales como el progreso, la riqueza y el éxito. En muchos casos, ha sido tremendamente eficiente en convencer a la sociedad de que no hay alternativa a su modelo. Ocupando lugares vacantes, logró normalizar lo anormal. Nuevamente lo bello y lo siniestro.

Cuenta una docente de Rosario: “Hacen con la tiza una línea y la aspiran. O arman un paquetito con la tiza, como diciendo ésta es merca de la buena. Hay niñas que plantean que quieren ser novias de los merqueros. Lo toman como un juego natural, algo ya incorporado que se vive en el barrio”. Que los chicos en algunas escuelas jueguen a ser tranzas debería generar un alerta generalizado en la opinión pública. Pero el silencio social no debe ser asociado a ningún tipo de abulia, apatía o despreocupación pasajera. Tampoco es temor. Ocurre que la victoria de una cultura y de una ideología se torna más poderosa si el proceso de imposición logró pasar desapercibido. Y bien sabemos que no existe nada más difícil de ver que aquello que se encuentra en casi todas partes.

El narcotráfico corrompe, deteriora el tejido social y gesta grupos que se enfrentan por el control del territorio. En esas disputas, en los mismos baldíos y potreros donde el bien y el mal definen por penal, también genera cultura.

Es tiempo de disputar un nuevo frente de batalla desde el campo de lo simbólico y lo cultural. Los dispositivos con los que hoy cuentan los Estados para hacerle frente al enemigo ya resultan armas caducas. Claveles en los fusiles, balas de fogueo. Es hora de enarbolar otras armas para arrebatarle las subjetividades e imaginarios con los que el narcotráfico han lograr vulnerar a los más vulnerables: nuestros pibes.

Mientras tanto, la guerra contra las drogas, entendida no desde el espíritu belicista sino desde la conceptual actitud frente al problema, sabe que está perdiendo otra de las tantas batallas que nunca verdaderamente libró.