La droga acentúa la inequidad y la pobreza

Esteban Wood

Así como allá por fines de los noventa, Noam Chomsky sostenía que al igual que la amenaza soviética (en retirada), la denominada “guerra contra las drogas” proveía una cobertura para la intervención internacional y para construir una base para poder atacar las libertades civiles, dos décadas después el intelectual estadounidense reorientó sus críticas hacia la política prohibicionista al calificarla como “un dispositivo para criminalizar a los pobres”.

La posición de Chomsky no difiere demasiado del imaginario colectivo que han pretendido instalar ciertos think tanks pro-legalización locales, que afirman que la ley de estupefacientes Nº23.737 y su andamiaje punitivo opera únicamente sobre las personas más pobres, a quienes criminaliza y estigmatiza.

Hay una instancia previa de debate al criticado concepto de “guerra a las drogas” como dispositivo de segregación. No existe mayor criminalización de la pobreza que la reiterada, permanente y crónica vulneración de sus derechos más básicos y elementales como el acceso a la salud, a la educación, a una vivienda digna o a una buena alimentación. La desigual distribución de los ingresos y la falta de oportunidades son un mal endémico y casi crónico de nuestros tiempos. El uso de sustancias psicoactivas (legales e ilegales) lo acentúa, lo acrecienta, lo intensifica.

La pobreza no es consecuencia de una conflagración mundial contra las drogas. No deriva del uso ancestral chamánico ni de la guerra del opio. Tampoco vio la luz a partir de de la Convención de Estupefacientes de Viena (1988). La única toxicidad existente en el concepto pobreza son ciertas políticas públicas y estrategias económicas que, a lo largo de tantos años, han ido deteriorando los cuerpos sociales e individuales, erosionando siempre al eslabón más débil de la cadena.

En esta población frágil, los usuarios de drogas quedan depositados en un limbo caracterizado por la pérdida de sus derechos sociales, económicos y civiles. Seres sin identidad ni dignidad, transitando una vida casi inviable, invisible a los ojos de las mayorías. ¿A qué derechos refieren los pensadores progresistas cuando promueven la liberalización de las drogas bajo el argumento de las libertades individuales y en contra del supuesto control social de los pobres? ¿Qué precio están dispuestos a pagar los que enarbolan las banderas del nuevo cambio de paradigma libertario?

A menudo, pero especialmente en este debate, la retórica progresista sufre de severas incongruencias y falencias éticas. No es el peso de la justicia el que convierte al pobre en el eslabón más débil de la cadena. El problema sigue siendo las condiciones sociales de replicabilidad, en donde el narcotráfico encuentra terreno fértil para reclutar súbditos y en donde el individuo en sufrimiento busca vías de escape por medios químicos. ¿Se puede quebrar este círculo perverso de reproducción de desigualdades, en el que la droga es una parte de la radiografía, pero no siempre es la forma dominante del sufrimiento social que padecen millones de personas?

Sin entrar en el extenso e inconducente debate sobre qué entendemos por penalización y qué entendemos por criminalización (extensamente desarrollado en columnas anteriores), a lo largo de la última década la estrategia retórica de los grupos pro-droga ha sido casi de manual. Victimizando desde los discursivo e invocando la estigmatización de los pobres como únicos sujetos sometidos al poder punitivo de las normas, se ha logrado generar un estado de debate social en el que se piensa que la única salida al “fraude de la guerra a las drogas” (palabras de Chomsky) es excluir al Estado de tutelar la salud pública y la seguridad ciudadana, privarlo de herramientas de intervención, y normalizar el estatus jurídico de cualquier sustancia psicoactiva.

De esa manera, paradójicamente, los pensadores progresistas logran la re-vulneración de los ya vulnerados, la re-marginación de los excluidos y el despojo de los ya abusados. Porque si bien esta “guerra”, comprendida desde su originario espíritu bélico, ha arrojado más fracasos que logros, lo que verdaderamente importa es la actitud social de rechazo al uso de drogas, la defensa del rol socio-sanitario de ley Nº23.737, y el acento en los más desprotegidos y en las poblaciones vulnerables (como los niños y los jóvenes).

Dejemos de hablar de “guerra a las drogas”. A esta altura resulta un anacronismo que sólo sirve para justificar a los adalides del laissez faire, laissez passer. Es tiempo de empezar a despabilar la modorra social ante un problema que crece. Evaluemos los contextos en donde se da el consumo, y las oportunidades con las que cuenta cada individuo al momento de tomar decisiones. No nos refugiemos en subterfugios políticamente correctos para decir las cosas con claridad.

Nadie quiere droga libre. Mucho menos los pobres.