Animarnos a cuestionar nuestras certidumbres

Esteban Wood

Hoy viernes 26 de junio, por resolución de 1987 de la Asamblea General de las Naciones Unidas, se conmemora en todo el mundo el día internacional de la lucha contra el uso indebido y el tráfico ilícito de drogas. A casi tres décadas de aquella declaración, y a poco menos de un año de la próxima sesión especial de la Asamblea General de las Naciones Unidas (UNGASS) sobre drogas, el camino recorrido es extenso, tanto como lo es el aprendizaje acumulado en este campo.

A partir de las dinámicas propias de las políticas públicas y de los contextos en los que se fueron desarrollando, durante todos estos años de trabajo hemos podido advertir que las estrategias sobre drogas, especialmente en su aspecto sociosanitario, han puesto desde siempre un excesivo énfasis sobre la sustancia como agente corruptor. La droga, su tragedia, y la paz del entramado social puestos en peligro permanente por los adictos y los narcotraficantes.

Por estos días, reorientar esta mirada sustanciocéntrica nos lleva a discutir con claridad qué y cuál es verdaderamente el problema de fondo. A indagar en nuestras representaciones sociales acerca de lo que creemos que incluye ese difuso conjunto de componentes. Desde esta perspectiva, es necesario comprender que el problema de las drogas no es un dato natural, que no se deduce del orden de las cosas. Por el contrario, es el resultado de un proceso de producción simbólica, donde se contraponen y balancean los saberes expertos de la evidencia contra los mecanismos disciplinarios de las ideologías. Y este contrapeso permanente se va tanto hacia un lado de la balanza como hacia el otro.

Tácitamente, existe consenso entre los diversos actores que moldean las políticas públicas sobre drogas en que es necesario desplazar el énfasis excesivo puesto sobre la palabra droga hacia el concepto de individuo, y hacia la relación que cada cual establece con la sustancia.

Sin embargo, y a pesar del renovado consenso de adoptar el enfoque de derechos humanos con el sujeto como elemento central constitutivo de toda política de drogas, en la pugna por delimitar el sentido que se le da a la nueva conceptualización algunas definiciones predominan y comienzan a excluir a otras.

La primera de ellas fue la categorización del problema de las adicciones bajo el paraguas de la salud mental. La principal virtud de la Ley Nacional 26.657 es haber ampliado la base de derechos de los pacientes. Su principal falencia es confundir el derecho a la libertad con el derecho a la salud y menospreciar el acto de amor que implica una oportuna intervención terapéutica en todo caso en el que, por efecto de las drogas, el individuo paradójicamente ha perdido su autonomía y su libertad. Una ley que falló por falta de militancia previa se apropió prematuramente del diagnóstico, se enraizó institucionalmente y hoy se erige como una fuerte traba para la comprensión integral del fenómeno.

En esta renovada cruzada por re-apropiarse de la producción simbólica del concepto “problema de las drogas” y sus diversas categorizaciones, el hedonismo parece nacer como otro de estos nuevos enfoques. Exaltar el “derecho al placer y al goce individual como eje de la política”, indica Milton Romani, secretario de la Junta Nacional de Drogas del Uruguay.

El mercado encuentra también voceros políticos para sembrar en terreno fértil la expansión de sus intereses. La legalización de las drogas es el punto de encuentro entre los más recalcitrante del libertarismo y los más bobos del progresismo. Unos defienden la libertad absoluta del individuo y, por carácter transitivo, la libertad del mercado y el libre juego de la oferta y la demanda. Los otros reivindican el derecho al autodaño, sin evaluar los contextos sociales ni las situaciones en los que se dan los consumos. El común denominador entre ambas corrientes es la exclusión del Estado de la tutela de la salud, especialmente de la de los más vulnerables.

Bajo el filtro de todo este incipiente discurso, la mirada centrada en la persona abriría la ventana a la interpretación de la (imposible) existencia de un yo individual alejado de un nosotros colectivo. Hace 300 años, el escritor liberal Daniel Defoe publicó una suerte de renuncia, una oda al triunfo del hombre contra sí mismo. El náufrago Crusoe ejemplifica el tan mentado derecho de acción individual y privado, en un territorio solitario sin afectación a terceros, en pleno uso de las libertades, sin intervencionismo estatal de ningún tipo. Con la irrupción en escena de Viernes, la utopía se vuelve tan irrealizable como la ficcionada isla de Libertaria.

A un año de la Cumbre Mundial de Drogas, que para muchos representará una oportunidad sin precedentes para reorientar el marco internacional de control de estupefacientes, el mayor riesgo de no poner en evidencia los entramados ideológicos que confluyen bajo esta nueva discusión es que, una vez institucionalizado, el discurso hegemónico cristalizará culturas políticas, privilegiará ciertos intereses y definirá criterios institucionales que luego serán sumamente difíciles de torcer.

El problema de las drogas no puede ser reducido a la perspectiva de lo personal e individual, pues se trata de un fenómeno que, más a menudo de lo que se piensa, tiene proyección colectiva y adquiere connotaciones sociales de impacto mayúsculo. Frente a la dialéctica que nos impone catalogar el uso de drogas (legales e ilegales) como un derecho privado e individual a proteger, debemos defender la representación del bienestar colectivo y la tutela del bien común como límite a esta extrapolación en permanente avance.

Un exceso de mirada sobre el individuo nos lleva a perder de vista el conjunto, a ese yo que solo puede existir en el nosotros. Debemos llevar el plano de la discusión hacia el concepto de redes.

Por eso, el abordaje de los diversos problemas de consumos y otras situaciones de sufrimiento social implica que la atención debería ubicarse ya no en la sustancia, ni tampoco tanto en el sujeto, sino en las conexiones que se producen dentro del tejido social de cada comunidad. En esta premisa tampoco pueden estar ausentes estrategias públicas de contextualización que contemplen los diferentes niveles de vulnerabilidad, factores endógenos y exógenos, y toda la multiplicidad de condiciones sociales en las que se dan los consumos de drogas.

Debemos dejar de ver al adicto como un sujeto pasivo, mero beneficiario de las políticas parche de asistencia, un frío número dentro de las estadísticas, un paria caído del sistema, e incorporarlo como protagonista de los procesos de cambio social que se implementen a nivel comunitario.

Creo que como nunca esta nueva conmemoración internacional del 26 de junio nos invita a interpelar nuestras más profundas certezas. Hemos aprendido que no todo consumo es adicción, pero que todo consumo representa un riesgo. Hemos aprendido que el individuo está por encima de la sustancia, pero que el yo no debe estar por sobre el nosotros. Hemos aprendido la necesidad de ampliar las miradas, apartarnos de la criminalización de los usuarios, pero alertar también sobre el peligro de caer en ciertas miradas superfluas que solamente contribuyen a reducir la percepción de riesgo y aumentar así la tolerancia social. Hemos aprendido.

Abrirnos al debate y a la respetuosa interpelación permitiría discutir las convicciones y las dudas, a la luz de lo que ya desandamos y, por ende, conocemos. Es hora de atrevernos a la duda como método, a razonar desde otros ángulos, a intentar comprender las motivaciones que otros sectores de pensamiento encuentran para fundamentar sus posicionamientos favorables a la regulación o la legalización de ciertas drogas, posturas que van más allá de la dicotomía prohibir o permitir.

De ninguna manera esto implicará claudicar en nuestras convicciones. Lo peor que nos puede pasar es seguir cayendo en el riesgo de suponer que todo lo demás que no concuerda con nuestra perspectiva es ideología, y que solo en nuestro estandarte flamea, altiva e inmaculada, la única verdad absoluta.