Una inmolación colectiva

El concepto “regulación” de las drogas ilegales, camuflaje semántico de la legalización, tiene mucho de utopía (tanta como la que se le critica a la visión del mundo “libre de drogas”). En países con escaso apego a las reglas, la batalla entre lo normativo y lo positivo suele darse en condiciones muy desiguales. Lo que debería suceder no es lo que en realidad sucede. El que debería hacer cumplir la norma en realidad no lo hace. Y aquellos que debieran asumir responsabilidades, a menudo se comportan irresponsablemente. En este escenario de descontrol y ligera anomia, en el que el objeto regulado no se regula, flexibilizar lo ilegal resulta casi una inmolación colectiva.

Ante un contexto que promueve la liberalización de la marihuana (y otras drogas), es necesario comprender que las sustancias legales dañan más por su estatus jurídico que por su denominación intrínseca. El alcance de la oferta, la disponibilidad, la estructura logística, el precio, los mercados cautivos y el volumen del consumo las tornan temibles. Los beneficios de la publicidad, la promoción y el marketing las convierten en pandemia.

La publicidad es una de las principales características distintivas de la sociedad industrial avanzada. Al fomentar el culto al éxito, a la juventud, a la riqueza y a la belleza mediante promesas de satisfacción, el consumismo se ha convertido en un estilo de vida que genera frustración y trastornos en aquellos que no pueden satisfacer esas necesidades creadas (o bien en aquellas que sienten que sus expectativas no son debidamente colmadas). El consumo de sustancias psicoactivas tiene mucho que ver con estas situaciones de vacío y de insatisfacción. En ambos extremos, la publicidad es un factor de poderoso condicionamiento espiritual para los millones de individuos alcanzados.

Con respecto a las drogas, pero específicamente de las bebidas alcohólicas, la industria ha sido lo suficientemente hábil para construir desde el marketing un imaginario de permisividad y de tolerancia social en torno a su uso. Un ligero halo de travesura adolescente. El risco de una cultura autodestructiva por la cual nuestros adolescentes caminan sin medir riesgos ni consecuencias. Todo este imaginario banal condiciona fuertemente la forma en la cual comprendemos y nos posicionamos frente al problema de las drogas legales.

Desde la sociedad, porque toleramos y permitimos pasivamente conductas socialmente disvaliosas que no debiéramos aceptar. El consumo de alcohol entre adolescentes simboliza a la figura paterna y/o materna en franca retirada, que decide auto-excluirse, que escoge no ejercer su rol tutor para no cuestionar aquello supuestamente incuestionable.
Desde los medios de comunicación, porque la publicidad brinda sustento y razón de ser a lo que Héctor D’Amico, ex secretario general de redacción del diario La Nación, definió como “la ética de la empresa periodística”: hacer dinero. Libertad de prensa o libertad de empresa, planteaba Jauretche.

Finalmente, desde la hechura de las políticas públicas, porque el fuerte lobby del empresariado torna sumamente difícil intervenir en aquello que, para funcionarios y legisladores, no es considerado un verdadero problema (a pesar de que las estadísticas y la evidencia científica demuestran fácticamente lo contrario).

Alcohol, verdadera puerta de entrada a otras drogas porque incrementa la situación de vulnerabilidad en población adolescente. Durante la adolescencia, el cerebro se encuentra en un alto proceso de desarrollo que establecerá las bases para la planificación, la integración de información, el pensamiento abstracto, la resolución de problemas, el discernimiento y el razonamiento, entre otras fundamentales habilidades de la persona en su vida adulta. Existen estudios que analizan los riesgos de deterioros cognitivos y otros trastornos médicos, que indudablemente pesarán sobre el futuro funcional del cerebro de tantos jóvenes sometidos a exagerados consumos de alcohol.

¿Cuántos? Según los últimos datos oficiales, alrededor del 50% de los estudiantes de 13 a 17 años de todo el país aseguran haber consumido alguna bebida alcohólica en el último mes. Si bien la foto estadística de la década no demuestra un incremento significativo en la cantidad de jóvenes que consumen alcohol, el problema es que cambió radicalmente el patrón y la modalidad de consumo: más de una cuarta parte de ese grupo reconoce haberse emborrachado en una misma salida u ocasión. Y estamos hablando de población escolarizada.

Más datos. Según un relevamiento en guardias de todo el país realizado a fines del 2012, uno de cada cuatro accidentes viales guarda relación con su consumo. Lo preocupante: el 33% de los pacientes que ingresan en las salas de emergencia por accidentes en los que el alcohol estuvo presente tienen entre 16 y 25 años. Durante el 2013, la guardia del área de Toxicología del Hospital Fernández atendió 350 casos de jóvenes menores de 20 años con intoxicación aguda por alcohol. Un 20% de ellos tenía menos de 15 años. En muchos casos, con presencia de otras sustancias.
¿Cuándo y cómo se habría producido este quiebre en las representaciones sociales?

A comienzos de la década de los ochenta, el consumo anual de cerveza en nuestro país rondaba los 7 litros por persona (décadas anteriores promediaba los 12 litros). Treinta años después, nos encontramos con un consumo de más de 50 litros per cápita. Y observando la serie INDEC 1990-2013 de ventas de cerveza en Argentina, es posible verificar un crecimiento de casi el 250% durante este período de análisis.

Indudablemente, para la industria cervecera el éxito en términos comerciales y empresariales fue haber incrementado las ganancias. Pero el “éxito” en términos publicitarios se percibe en la construcción y el modelaje de un nuevo mercado….La edad de inicio en el consumo de alcohol se ubica actualmente en torno a los 13 años de edad.

Esta misma tendencia puede empezar a vislumbrarse en el mercado de los amargos (Fernet) y los espumantes. Del 2003 al 2013, y apalancados en un efectivo trabajo promocional, el consumo de los primeros creció un 405%, y un 242% los segundos. En poco tiempo, ambas sustancias se estabilizarán en 1 litro per cápita. Las piezas publicitarias de estas bebidas tienden a replicar los recursos creativos que demostraron ser eficaces para catapultar el consumo de cerveza en la Argentina: juventud, diversión, belleza, descontrol, nocturnidad, excesos… El que avisa no traiciona.

Frente a las ideologías, las subjetividades y los intereses económicos subyacentes, los datos duros y la evidencia científica son incontrastables. En lugar de banalizar el uso de ciertas sustancias ilegales, pongamos mayor acento en cuestionar la masividad de las drogas legales, o la tenebrosa naturalización del consumo de alcohol entre nuestros jóvenes. Pongamos empeño en que por una sola vez, lo normativo sea regla y no anomalía. Seamos verdaderamente responsables.

La verdadera revolución no es legalizar lo ilegal, ni flexibilizar las prohibiciones. Lo verdaderamente innovador sería atreverse a limitar, mediante reproches sancionatorios, tolerancia cero, férreos controles, políticas preventivas inteligentes y reformas tributarias, el ventajoso estatus de legalidad que ostenta hoy el alcohol. Y mientras un litro de cerveza cueste casi lo mismo que uno de leche, no habrá revolución ni cambio de paradigma posible.

Salta, ejemplo en la lucha contra las drogas

De un tiempo a esta parte, el mundo ha comenzado a debatir un nuevo enfoque para abordar el problema de las drogas. Frente a una tendencia global que declara la muerte del viejo paradigma, descree de las prohibiciones, y auspicia el laissez faire y la paulatina liberalización del mercado, cabe preguntarse si aún estamos a tiempo de readaptar localmente la consigna de “guerra a las drogas” desde lo conceptual y actitudinal, sin necesidad de seguir proclamando la adopción de modelísticas extranjeras de supuesta probada eficacia.

No todo está perdido. Siempre es posible una mirada más cercana, más humana, más social, que ponga al sujeto por encima del objeto, que logre disminuir la tolerancia social al uso indebido de drogas, pero que a la vez no resigne la hostilidad represiva contra los delitos de narcotráfico (macro y micro).

¿Y si en lugar de Holanda, Portugal o Uruguay, las respuestas a cómo establecer un ajustado balance en las políticas públicas sobre drogas estuvieran en nuestro país? Lejos de cualquier extrapolación forzada en materia de estrategias de reducción de la oferta y de la demanda de drogas, existen algunos indicios de que el modelo a seguir podría estar dentro de nuestras fronteras, en las tierras de Martín Miguel de Güemes.

Recapitulemos.

A fines del 2009, el gobernador Juan Manuel Urtubey dispuso por decreto la creación de la Agencia Antidrogas provincial, con la misión de asistir al Poder Ejecutivo en la planificación y programación de las acciones contra el tráfico ilícito de estupefacientes en todo el territorio salteño. La puesta en funcionamiento de este organismo provincial articulador, dedicado específicamente a reducir la oferta, significó un primer paso fundacional: fijar la lucha antidrogas como prioridad en la agenda política.

De esta Agencia depende también el Consejo Consultivo Provincial sobre Drogas, órgano integrado por todas las dependencias oficiales con incumbencia en la materia, tanto en el ámbito provincial como municipal, junto con la Iglesia y diversos representantes de la sociedad civil. Un logro importante fue ampliar la base de participación en el diseño de políticas públicas en este campo.

Otro avance en la participación ciudadana y el empoderamiento de la comunidad lo constituyó el lanzamiento de los Consejos Barriales, que se comenzaron a implementar a principios del 2012 como un canal para incentivar la resolución vecinal de conflictos. Similares en su espíritu y en su mecanismo al sistema norteamericano de coalitions (coaliciones), la herramienta permite involucrar a los vecinos en pequeñas acciones preventivas que ayudan a mejorar cada barrio. Actualmente hay más de 800 Consejos funcionando en toda la provincia de Salta. Y en este escenario de participación vecinal, los programas de prevención comunitaria de drogas como el Multiplicar (2013, Consejo Consultivo Provincial sobre Drogas), encuentran terreno fértil.

En el plano normativo-legal, la reciente sanción por parte del Congreso provincial de la ley de “Tolerancia Cero” (instrumentada originariamente en la Ciudad de Salta como ordenanza) prohíbe conducir habiendo consumido estupefacientes, bebidas alcohólicas o cualquier otra sustancia que disminuya las aptitudes. La nueva ley apela al reproche administrativo o pecuniario como forma de reducir los accidentes, las muertes al volante, y los daños a terceros fruto de la irresponsabilidad de quienes conducen bajo los efectos de cualquier droga. 

En lo que respecta al ámbito de la seguridad, tradicionalmente se ha establecido una relación directa entre droga, adicción y delincuencia. Por un lado, el consumidor problemático o adicto que infringe la ley para poder conseguir sustancias, o que incurre en conductas delictivas bajo los efectos de una droga, y que luego de cumplir su condena se reinserta en la sociedad sin haber sido asistido en su dependencia. Por el otro, los dealers, transas y microtraficantes que, al amparo de una maleable jurisprudencia, se aprovechan de los resquicios legales de la tenencia para consumo, sin llegar nunca a juicio por cuestiones fácticas. Y entre medio, una confusa frontera imaginaria que ubica al eslabón más débil (los supuestos “perejiles”) como eje de las políticas represivas, en desmedro del gran narcotraficante.

La mejor forma que encontró el gobierno provincial salteño para quebrar este círculo vicioso fue mediante la implementación, como prueba piloto, de los Tribunales de Tratamiento de Drogas (TTD), y la adhesión a la desfederalización de los delitos de narcomenudeo. Cabe destacar que Salta es la tercera provincia en asumir esta competencia, además de Buenos Aires y de Córdoba.

Con relación a este último punto, los datos reflejan que a nueve meses de la entrada en rigor a nivel provincial de la ley 26.052, se produjeron 401 detenciones, 281 con requisitoria de elevación a juicio, y 76 personas con condena efectiva por vender drogas al menudeo. A la luz de los resultados, el nuevo proceso alentó a los vecinos a incrementar las denuncias por la confianza que depositan en el sistema. A la par, al Código Procesal Penal de Salta se le realizaron algunas modificaciones para mejorar la efectividad del trabajo policial en la materia. En el juicio, la figura de flagrancia permite utilizar plazos sumamente breves, y alcanzar una sentencia en 90 días para “perejiles”, dealers y micro-narcos.

Lo de los Tribunales de Tratamiento de Drogas (TTD) merece un desarrollo aparte. No sólo por constituir una alternativa al encarcelamiento para personas con una dependencia, sino también por la mirada socio-sanitaria que aporta al ámbito de la seguridad. El proceso se inició en 2011 en cooperación directa con la Comisión Interamericana contra el Abuso de Drogas (CICAD).

Luego de una acordada reglamentaria de la Suprema Corte provincial, la prueba piloto se inició en octubre de 2013 para infractores bajo supervisión judicial mediante la figura de la probation. Dos equipos, 15 casos voluntarios cada uno, seleccionados previo examen médico para determinar que los participantes (tal es el término oficial y no estigmatizante utilizado para las personas que acceden al TTD) sufrían de dependencia a las drogas, más no otros trastornos mentales. Disminuir la reincidencia delictiva, aumentar la rehabilitación en situaciones de consumo problemático de drogas, y optimizar los costos y mecanismos judiciales, son algunos de los principales desafíos en proceso de evaluación.

Indudablemente, el último hito en materia de políticas públicas provinciales sobre drogas lo constituye el desdoblamiento de funciones de la secretaría de Salud Mental y Abordaje Integral de las Adicciones, que funcionaba hasta este año en el ámbito del ministerio de Salud. Entendiendo que el problema de las drogas requiere una mirada multidimensional que va más allá del erróneo encorsetamiento del fenómeno, la creación de la secretaría para el Abordaje Integral de las Adicciones bajo la órbita del ministerio de Derechos Humanos redefine una nueva mirada social, integral e inclusiva, con eje en el individuo.

De esta manera, Salta estableció tres claros pilares de abordaje: el control de la oferta a cargo de la Agencia Antidrogas, el tratamiento a cargo de la secretaría de Salud Mental (Salud), y la prevención multidisciplinaria como competencia de la nueva secretaría para el Abordaje Integral de las Adicciones (DD.HH).

A esto se le agrega la primera Unidad Coordinadora de Lucha contra la Droga y el Narcotráfico, creada a comienzos del 2014. La misma está integrada por los ministerios de Justicia, Seguridad y Gobierno; la secretaría general de la Gobernación; la Agencia Antidrogas; la Procuración General; la Corte de Justicia y la Cámara Federal de Apelaciones, y articula el trabajo que llevan adelante los diferentes poderes del Estado.

Con una modelística propia, la provincia de Salta ha recorrido un interesante camino digno de ser explorado y replicado.
Voluntad y decisión política. Mirada transversal del fenómeno. Comprensión multidimensional. Articulación y sinergia entre los tres poderes. Cooperación y asistencia internacional. Políticas de seguridad con mirada socio-sanitaria. Alternativas al encarcelamiento. Empoderamiento comunitario. Normativas que reprochan el uso indebido de drogas y jerarquizan el concepto de daño a terceros. Abordaje desde la premisa de los derechos humanos. Participación de la sociedad civil en el diseño de políticas públicas.

Quizás el norte este en nuestro norte.

No criminalizar, pero no legalizar

La recurrente propuesta de despenalizar la tenencia de drogas para consumo personal ha vuelto a instalarse, una vez más, en la opinión pública argentina. Luego del precedente sentado en el 2009 por la Corte Suprema de Justicia (fallo “Arriola”), y aún con el viento de cola de las medidas rupturistas adoptadas por Uruguay con relación a la marihuana, todo vuelve a girar en torno a la no criminalización de los usuarios de sustancias, la presunta afectación de la privacidad que provoca la prohibición, y la necesidad de no dilapidar esfuerzos y reorientar la represión hacia los principales eslabones del crimen organizado.

Si seguimos sosteniendo que el adicto es un enfermo y que no debe ser tratado como un delincuente, no parece del todo razonable que el delito de tener drogas para consumo personal sea castigado con pena de prisión. Mismo, si el uso se realiza en el ámbito íntimo de la persona, y sin ocasionar peligro o daño para terceros, de acuerdo con el artículo 19 de la Constitución Nacional y toda la extensa (y zigzagueante) jurisprudencia al respecto.

Pero si es el derecho penal el que asegura al ciudadano que sólo la conducta descripta como delito será reprochable y pasible de pena, -entendiendo como delito aquel comportamiento que una sociedad considera altamente disvalioso para la convivencia-, y que si todo lo que no se encuentra prohibido está permitido, el problema de las drogas y del narcotráfico se nos presenta siempre como una verdadera disyuntiva.

¿El consumo de sustancias psicoactivas, legales o ilegales, no representa una conducta socialmente disvaliosa que debe ser reprochada, en cuanto conlleva implícita una peligrosidad sobre la salud y la seguridad pública?

Este inagotable dilema jurídico entre lo concreto y lo abstracto, cuya validez es motivo de extensa discusión por parte de los doctos constitucionalistas, nos aparta de algunas cuestiones de fondo que hacen a la multidimensionalidad que requiere el abordaje del fenómeno. Frente a los supuestos ideológicos progresistas que colocan al derecho individual por sobre el bienestar colectivo, resulta necesario simplificar la discusión desde el más llano sentido común. Cualquier política pública que no contribuya a reducir el consumo de drogas y la disponibilidad de las mismas, o bien aumente la tolerancia social y autoexcluya al Estado de tutelar la salud de sus ciudadanos, es ciertamente inaceptable. El alto rechazo a este tipo de iniciativas así lo demuestra desde siempre.

También desde el sentido común, la noción de daño social suele brillar por su ausencia en la argumentación abolicionista. La influencia de las drogas (prohibidas y permitidas) en los hechos delictivos, el agravamiento de los casos de violencia familiar y de género, los repetidos accidentes fatales producto de la conducción de vehículos bajo efectos de sustancias psicoactivas, constituyen irrefutables ejemplos de afectación a terceros. Vicios privados, daños públicos (en algunos casos, irreparables).

Existe cierto consenso entre quienes estudiamos el fenómeno de las drogas de que la ley actual parece haber depositado un énfasis excesivo en el reproche penal como único vehículo para lidiar con el fenómeno. No obstante, muchos desconocen que la imposición de una pena en suspenso como forma de forzar una medida curativa a un individuo que, producto del abuso de drogas, ha perdido su autodeterminación, es la principal herramienta socio-sanitaria presente en la actual ley 23.737 (al mismo tiempo que constituye uno de sus principales e históricos cuestionamientos).

Si bien es cierto que la mejor forma de asegurar el éxito de un tratamiento es que el mismo comience por la propia voluntad del enfermo, no menos cierto es que en determinadas situaciones no es factible lograr tal voluntariedad. En cualquier adicción ya no existe la plena libertad de la persona. El fin querido por el legislador al momento de reprochar la tenencia de drogas en la 23.737 fue justamente poder acceder al ámbito privado del adicto, para brindarle asistencia y contención, sin violentar el artículo 19 de la Constitución Nacional. Por ello, no resultaría adecuado derogar las medidas de seguridad previstas en los artículos 14 al 22 de la ley vigente (a pesar de su escasa aplicación, especialmente la educativa).

Desde una tercera posición, una propuesta superadora del actual marco jurídico debe encontrar un justo balance entre el respeto por los derechos individuales y el resguardo de lo colectivo. En este sentido, entiendo que la tenencia de drogas debe seguir siendo reprochada como conducta socialmente disvaliosa, más no criminalizada. El reproche penal puede ser reemplazado por una sanción administrativa, con diversas etapas, instancias y grados de cumplimiento, según la gravedad de la infracción cometida, según posibles reincidencias, partiendo del modelo de cantidades umbral (en oposición al sistema flexible/discrecional propiciado en el borrador de reforma del nuevo Código Penal Argentino).

También resulta de particular interés estudiar la factibilidad de los Tribunales de Tratamiento de Drogas como alternativa al encarcelamiento de infractores a las leyes penales con problemas de adicción. Este modelo fue implementado como prueba piloto en 2013 en la provincia de Salta, con apoyo de la Comisión Interamericana para el Control del Abuso de Drogas (CICAD-OEA).

Pensemos en nuevos procesos administrativos por fuera del sistema de derecho penal. Advertencias, multas, suspensiones, imposición de servicios comunitarios, probations, medidas educativas, e incluso el tratamiento compulsivo bajo la figura prevista en el artículo 482 del Código Civil Argentino, pueden ser algunas de las medidas supletorias a la pena de prisión. Incluso, de una forma más concreta y más realista, no resulta descabellado pensar que se lograría fortalecer la actual figura disuasiva presente en la 23.737.

En lo que respecta a la lucha contra el narcotráfico y la reducción de la oferta de sustancias, la reconfiguración de la proporcionalidad de las penas obliga a castigar con mayor severidad y dureza el delito de comercialización de estupefacientes, el blanqueo de divisas y el desvío de precursores químicos. Así, para el adicto, contención y tratamiento. Para el dealer y el narco, toda la dureza de la ley, con prisión de cumplimento efectivo y sin posibilidad de reducción de condena.

En estos debates tan polarizados, a menudo extraviamos el norte en medio de la discusión de qué hacer con el consumidor o el drogadependiente y su “legítimo” derecho al autodaño. Cuáles son los derechos que lo asisten como consecuencia de ese acto tan “libre” y tan “individual” que originó la adicción, pero que a la vez conlleva implícito un impacto sobre el entorno, la sociedad y lo colectivo.

En el medio de esta tensión entre el “yo” y el “nosotros”, la respuesta pública frente al problema de las drogas debe partir de una articulación inteligente entre política pública, marco legislativo, compromiso judicial, comunicación eficaz y responsabilidad social compartida.

Toda ley es perfectible. Estamos en presencia de un debate que como sociedad hace tiempo nos merecemos dar, pero que de ninguna manera puede restringirse a una mera exposición de supuestos ideológicos. Mucho menos, sucumbir a la monopolización de la verdad por parte de un reducido grupo de bien intencionados pensadores, con mucha teoría de escritorio y poco territorio a cuestas.

Sobre las bases de la evidencia científica y el saber empírico acumulado, una nueva legislación de drogas debería sustentarse en la solidaridad, la inclusión social, la conexión con el prójimo, la imposición de límites como acto de amor (no de autoritarismo), y la explícita afirmación de un militar inclaudicable por la salud y por la vida.

La prevención como primera herramienta, un refuerzo de la perspectiva socio-sanitaria, la incorporación de la seguridad pública como bien a tutelar y el compromiso político de librar una cruzada implacable contra el narcotráfico y sus delitos conexos, son un par de ideas fuerza que, frente a los mismos anacronismos de siempre, alentarían a refrescar nuestra mirada.

No criminalizar. No banalizar. No legalizar. Punto (de partida).