Monseñor Romero, profeta y mártir

Fabián Báez

Monseñor Romero, que hoy es beatificado en El Salvador, no fue un activista social revolucionario. Fue un sacerdote católico que vivió hasta las últimas consecuencias su compromiso con las enseñanzas de Jesús de Nazaret. Por eso la Iglesia lo beatifica.

La fe es una hermenéutica, una interpretación trascendente (escatológica) de la historia. Es decir, el creyente entiende la historia con un sentido de global de “estar yendo hacia un fin” que constituye su culmen y su plenitud. La fe cristiana específicamente, se funda en la revelación tal como está contenida en la Biblia que es para nosotros, los creyentes, la “palabra de Dios”.

La profecía es el acto de confrontar el propio presente histórico con esa fe creída y leída en la Sagrada Escritura. El presente histórico se confronta con la fe para que la historia se encamine más claramente hacia el fin escatológico al que Dios la llama. Ese confrontar es la profecía.

Sin esta comprensión sería imposible entender cualquier martirio (del griego: testimonio) en la Iglesia, pero más aún el de Monseñor Oscar Romero, Arzobispo de San Salvador, asesinado el 24 de marzo de 1980, mientras celebraba la misa en la capilla del hospital donde vivía.

Romero fue un arzobispo católico, es decir fue parte de la jerarquía de la Iglesia. Su tarea como obispo se desempeñó en medio de la pobreza, la exclusión y la violencia fratricida que denunció abiertamente y que finalmente acabó con su vida.

El poder que asesinó a Romero simplemente cayó presa de pánico al escuchar esa voz potente que desnudaba el absurdo de construir una nación desde la injusticia, la exclusión y la violencia.

El miedo puede generar dos reacciones: inmoviliza o destruye. Cuando el que sufre el miedo es el débil, entonces suele ganar el silencio; pero cuando el que tiene miedo es el poderoso entonces suele acudir al recurso absurdo de la violencia.

Monseñor Romero vivió los últimos tiempos de su vida entre esos dos miedos: el silencio de los pobres que eran reprimidos por el poder gubernamental de entonces (y de hecho a él lo llamaban “la voz de los sin voz”) y la violencia de la represión gubernamental. Él nunca aprobó ni fomentó la violencia, pero tampoco nunca calló su voz a la hora de denunciar lo que destruía el presente y amenazaba el futuro de su patria y de toda América Latina: la violencia en todas sus formas y especialmente el terrorismo de Estado. Es que la violencia institucionalizada abre a la tentación de responder también con violencia por parte de los pobres y excluidos. La fe debe denunciar cada vez que aparece la primera para que evitar que surja luego la segunda. Es la profecía de la paz.

Diferente hubiera sido todo si ante las denuncias de Romero el poder hubiera aceptado la verdad, si se hubiera logrado llegar a un sincero compromiso con la justicia de parte de toda la sociedad salvadoreña de entonces, y si se hubieran buscado las causas profundas de la violencia y de la división social para combatirlas definitivamente. Éste, y no otro, era el fin de las acciones y de las homilías de Monseñor Romero porque éste es en definitiva el fin de la profecía cristiana.

A treinta y cinco años del asesinato de Romero muchas cosas han cambiado. Hoy la Iglesia oficial (que en ocasiones no supo comprenderlo) finalmente lo reconoce como mártir y como profeta y lo beatifica. Su compromiso social respondió exclusivamente a su opción radical por el Evangelio de Jesucristo. Romero no fue un activista social, se equivoca quien así lo entienda. Romero fue un obispo que no se olvidó de su pueblo, fue un pastor con olor a oveja, que se involucró en el dolor y en la vida de su gente y sufrió las mismas consecuencias a las que todos estaban expuestos. La Iglesia beatifica a Romero porque cree que el Espíritu Santo pide más sacerdotes y obispos así, como él, y no más aquellos con “psicología de príncipe” como le gusta decir al Papa.

La beatificación de Romero es una profecía en sí misma. Su figura es para el mundo y para América Latina pero especialmente para los sacerdotes y obispos de la Iglesia, un modelo de compromiso con Cristo, con los pobres y con la libertad.