Cuando las formas degeneran en trampas o la dictadura del “homo dogmático”

Federico Delgado

El caso: El 29 de octubre de 2013 la Sala I de la Cámara Nacional de Apelaciones en lo Criminal y Correccional Federal, en la causa n° 48.859, resolvió declarar la nulidad de los requerimientos de instrucción elaborados por el representante del Ministerio Público Fiscal y, en consecuencia, de los actos que realizó el juez de instrucción. Por lo tanto, sobreseyó a los acusados.

En la causa, se investigaban comportamientos vinculados al manejo irregular de dinero derivado de la compraventa de los derechos federativos de jugadores de fútbol. Tras unos meses de trabajo, el magistrado instructor procesó a los imputados calificando los sucesos en la figura contenida en el artículo 303, inciso 2°, apartado “a”, del Código Penal. Los pertinentes recursos de apelación habilitaron el conocimiento del tribunal de segunda instancia.

Esta breve reseña satisface los fines del trabajo, cuyo objetivo no es hacer una crítica de la instrucción y tampoco sobre el significado jurídico de los hechos. La meta es mucho más modesta. Simplemente, se trata de problematizar la jaula de hierro en que se convierten las formas procesales cuando se desnaturalizan; en particular, frente a una extensión de su significado de una magnitud tal que culmina obturando cualquier chance del Ministerio Público Fiscal de iniciar una investigación frente a una sospecha de un delito, porque se exige una grado de certeza propio de una sentencia condenatoria. Pero no nos adelantemos, ya que primero vamos tratar de clasificar los modelos de juez, luego trataremos de trazar brevemente el sentido de las formas procesales, más tarde revelaremos como extender un significado o colocar una palabra en un lugar impropio se convierte en un obstáculo para cumplir con el deber de investigar los delitos. Finalmente, intentaremos reflexionar sobre las condiciones que subyacen al fenómeno de extender las garantías constitucionales más allá del texto de la constitución, de la mano del concepto de “lo uno” de Martín Heidegger.

Las formas de ser juez: Seguiremos aquí a Francois Ost. Específicamente, en su artículo “Júpiter, Hércules, Hermes: Tres modelos de juez”, ilumina con precisión tres posibilidades, Júpiter expresa el derecho codificado y piramidal; se exterioriza por lo sagrado y la trascendencia. Hércules es la puesta de un juez realista con características de un semidiós terrenal que no para de juzgar y resolver aún de manera heterodoxa, los variables asuntos humanos. La imagen que lo refleja es un embudo. Hermes rememora al dios griego de la comunicación. En palabras de Ost, “habría que añadir aún el entrelazamiento incesante de la fuerza y la justicia. En una palabra, es en la teoría del Derecho como circulación en la que hay que centrarse. Un sentido sobre el cual nadie, ni el juez ni el legislador, tiene privilegio. ‘Privilegio’, no se sabría decir mejor, en efecto ‘ley privada’. La circulación del sentido jurídico opera en el espacio público y nadie podría, sin violencia o ilusión, pretender acapararlo. (…) Es a Hermes, dios de la comunicación y de la circulación, dios de la intermediación, personaje modesto en el oficio (…) que es olvidado en beneficio de la prosecución del juego mismo, a quien confiamos la tarea de simbolizar esta teoría lúdica del derecho (…) Tal es también la virtud de la intervención del juez en el conflicto. Más que el mérito intrínseco de la decisión que sería llevado a tomar, es la interposición que opera en el corazón de una relación de fuerza lo que constituye su legitimidad. Es la triangulación misma la que es legítima: esta discreción, por mínima que sea, esta ligera separación que se impone entre una voluntad y su realización. Esta mediación tan débil y formal como aparece, constriñe a las partes en el proceso a ‘decir’ su situación, a verbalizar su pretensión, a justificar en el lenguaje común y también en forma jurídica su ‘buen derecho’”. Es obvio que es nuestro favorito. Es el juez de la democracia en términos sustanciales. Pero sigamos. Es tiempo de presentar a un juez del que no habló Ost. Un juez más bien rioplatense: el “homo dogmático”.

El “homo dogmático” es una alternativa no contemplada por Ost. Al “homo dogmático” no lo vamos a definir. Tan sólo vamos a señalar algunos de sus rasgos; sobre todo, porque se hace mientras aplica la ley. Digamos que permanece en “estado de abierto”. Es obvio que el “homo dogmático” trabaja con la “dogmática”. Esta palabra en sí misma nos suministra algunas pistas sobre este modelo de juez. Dogma, desde una perspectiva laica y de acuerdo a la Real Academia Española, significa: proposición que se asienta por firme y cierta como principio innegable de ciencia. La dogmática en el campo del proceso penal remite a postulados formales que no se discuten, reniega del giro hermenéutico, reniega de los matices, se inscribe dentro de una lógica sistémica del derecho. Precisamente por ello, el “homo dogmático” no se interesa por algún tipo de solución justa. Simplemente apunta a aplicar el postulado. El “homo dogmático” está lejos de Hans Kelsen el gran filósofo sistémico del derecho. El “homo dogmático” en cierto modo es un fanático de las formas, pero de las formas en sí mismas. Comparte algunas características del modelo kelseniano como la abstracción, el nulo interés por algún tipo de justicia sustantiva, la pasión por la formalidad, pero se aleja de él porque no razona en términos sistémicos. Y aquí yace la paradoja del “homo dogmático”: no aplica la ley en base a un sistema, tampoco en base al caso, sino anclado en la estética de las formas a través de un lenguaje abstracto y vago que le permite ubicar las palabras claves en cualquier lugar y en cualquier momento. Esa vaguedad es la fuente de la oscuridad que permite las soluciones arbitrarias, esas que clausuran las capacidades jurídicas de, en este caso, el Ministerio Público Fiscal. En otras palabras: el “homo dogmático” es un positivista sin rumbo, un velero sin vela en medio del río. Por esa razón también carece de la otra característica típica del modelo kelseniano, la previsibilidad. Es, en cambio, esencialmente pragmático. Con estos rasgos nos bastan y podemos avanzar.

Las formas procesales, efectivamente, son una garantía. Ellas trazan un camino que todos deben transitar para llegar a un resultado. Alcanza a un locador para expulsar al locatario, a una persona para obligar a otra a que cumpla un contrato. Todos deben recorrer un sendero llamado “procedimiento” para hacer valer su derecho. En este caso funcionan como un límite que el Estado le coloca al propio Estado o, en términos liberales, como una frontera que la sociedad civil marcó al poderoso Leviatán. En general, las garantías aseguran a priori que el Estado, a la hora de aplicar el poder punitivo para resolver los conflictos llamados delitos, va a respetar ciertas reglas. Específicamente, para que un juez ejerza jurisdicción es preciso un acto anterior del Ministerio Público Fiscal que lo estimule: el requerimiento de instrucción. Esa causa pone en acto la potencia del Leviatán para decirlo aristotélicamente. Para que un juez procese al imputado antes debe recibirle una declaración no jurada. Los jueces de un tribunal oral necesitan la acusación del fiscal o de la querella para poder aplicar una condena, etcétera. En éste caso puntual, los jueces invalidaron el “requerimiento de instrucción”, pero ¿por qué? Veamos.

Los defensores cuando apelaron el procesamiento se quejaron por la “…falta de determinación del objeto procesal de la causa…” Tachaban tanto a la denuncia original de un fiscal como al requerimiento de instrucción de otro fiscal con el enigmático adjetivo de “indeterminado”. Esa “indeterminación” inicial, decían, afectaban a todo el proceso. Como consecuencia de ese vicio, los acusados nunca conocieron fehacientemente de qué se los inculpaba y no pudieron defenderse. Se había violado, concluyeron, el derecho de defensa en juicio. La respuesta a ese interrogante estructuró toda la decisión. Vamos a seleccionar los principales dogmas que utilizaron los jueces para anular los dictámenes de la fiscalía, porque condensan la presencia del homo dogmático. Y lo vamos a hacer editando la decisión por una cuestión de espacio, aunque sin afectar el núcleo duro de cada dogma. Van: “la obligación que pesa sobre los suscriptos de escrutar la validez de todos los actos de la instrucción (…) deriva (…) de la exigencia de que la investigación se lleve a cabo con riguroso apego las normas procedimentales correspondientes”. “(L)a resolución en crisis está conformada por un compendio de datos totalmente desconectados (…) que (…) son incapaces de ser considerados “”probanzas”" por una única y sencilla razón: la inexistencia de un hecho histórico que las aglutine”. Luego afirmaron que ese vicio se remontaba al requerimiento de instrucción, ya que “no se reflexiona acerca de cuál sería la plataforma fáctica”. Enfatizaron, con respecto a aquella “indeterminación” que había que buscar el “germen del estado de indefensión” y lo hallaron en el requerimiento de instrucción.

Luego y antes de contrastar esos vicios con los postulados dogmáticos, rodearon la decisión de citas que en la jerga se las conoce como “citas de autoridad”, porque derivan de fuentes con gran capital simbólico en el campo jurídico. Concretamente, citaron el artículo 18 de la Constitución Nacional que protege la defensa en juicio. Transcribieron textos del experto en derecho procesal Julio Maier, en los que define que es un “hecho” y en los que destaca la importancia de que un imputado conozca un hecho a la hora de defenderse de una imputación. Sobre los mismos planos citaron al italiano Luigi Ferrajoli, al cordobés Alfredo Velez Mariconde y jurisprudencia de la propia sala. Con esa fuerza simbólica se lanzaron de lleno a fundar la nulidad del procedimiento por los defectos del requerimiento de instrucción.

Fueron particularmente feroces con la denuncia original, que también fue hecha por un fiscal. Criticaron esa decisión que el funcionario tomó en base a dos elementos: sospechas derivadas de una causa en la que se investigan maniobras relacionadas con la falsificación de documentos de identidad de futbolistas y trascendidos periodísticos. Ambos le permitieron concluir que alrededor de algunas compra ventas de derechos federativos de jugadores de fútbol había manejos irregulares de dinero. Para los jueces esa mera sospecha no era suficiente para iniciar una causa penal. Por ello, también fueron particularmente críticos con el fiscal que recibió esa denuncia y que se limitó a compartir la sospecha inicial y a recomendar que se inicie una pesquisa. A partir de ese momento, la resolución repasa el trámite de la instrucción. Es severa con la forma en que el juez administró el proceso, pero ese segmento escapa a los modestos fines de nuestro trabajo. Nos vamos a detener en la “acusación” que se hizo al requerimiento fiscal de instrucción.

Se interrogaron los jueces “¿Había algún elemento incorporado a la causa que permitiera avizorar seriamente la existencia de hechos o conductas presuntamente constitutivas del delito de lavado de activo y fuga de capitales?”. Y responden “Evidentemente no, pues las copias certificadas sobre la cuales se basó el impulso de la acción aluden a constancias relativas a falsificaciones de documentos, pero nada dicen sobre transferencias “”fraudulentas”" de jugadores, ni de dinero, ni de cuentas en el exterior, o sea, nada distinguido para la premisa de investigación en esta causa” y remataron: “Así se terminaron ordenaron (sic) medidas no sólo en la más absoluta ceguera sino en la esperanza de que al final del camino “algo apareciera”. Allí estaba la indeterminación inicial que contaminó todo el proceso. Por eso lo calificaron de inmotivado y nuevamente con citas de autoridad, esta vez de la Corte Suprema de Justicia de la Nación, la calificaron como una sucesión de actos de arbitrarios y, en consecuencia, nulos. No obstante, al final volvieron al momento inicial para recalcar que más allá de los errores del juez, el error inicial estaba anclado en la denuncia del fiscal y en el requerimiento de instrucción de otro fiscal porque trabajaron en base a una sospecha derivada de otro expediente judicial. Las citas de autoridad regresaron. Nuevamente se echó mano a jurisprudencia de la corte y también de conocidos procesalistas como Jorge Clariá Olmedo, Raúl Washington Abalos y de artículos de doctrina de magistrados del Poder Judicial. Varias cosas podemos decir. Inicialmente el mensaje de la decisión hacia el Ministerio Público Fiscal es estremecedor. Imaginemos un diálogo en la antigua Grecia.

Supongamos que había un Dios del Ministerio Público Fiscal y otro del Poder Judicial. En medio del Olimpo, el Dios de los jueces le diría al de los fiscales: “¡ojo! ¡Sólo podes investigar sobre hechos concretos que vos conozcas. Si sospechas que algo fulero pasó y que puede ser un delito abstente! Tenés que esperar a tener todas las pruebas. No hagas nada antes porque para mí no vale. Si lo haces igual, ¡tiro tu trabajo por la ventana!, bramaba el Dios de los jueces.

Es probable que el de los fiscales, que antes de ser una divinidad había sido meritorio en los tribunales de la calle Talcahuano de Atenas, le respondiera: -¡No puede ser! Cuando yo ingresé por sorteo a trabajar como meritorio en los tribunales, en una época en que los méritos valían más que ahora, los más veteranos me decían: ¿Sabe una cosa pibe? El juez juzga en base a lo que hay concretamente en el expediente, pero el fiscal desconfía de todo, por eso tan molesto. ¡Hay que aguantarlo! Su labor es molestar, preguntar, sospechar, jorobar. Es parecido al tábano con que nos torturaba el finado Sócrates

Y es probable que ambas deidades permanecieran enfrascadas en esa discusión hasta que Zeus terciara, como era su costumbre.

Más allá de la metáfora, lo relevante es que intuitivamente el sentido común indica que ese es rol del fiscal. Sospechar y luego probar. Pero la ley vigente también coindice con el sentido común. Precisamente para eso está el juicio y para eso las formas que lo moldean. Estas son el camino para probar las sospechas de un modo determinado y para que los jueces evalúen si efectivamente esa sospecha fue probada. Las formas son un paso adelante desde la Edad Media, en que las confesiones se arrancaban bajo tortura. Sin embargo, aquí ocurrió al revés.

El fiscal, si seguimos el razonamiento de la cámara, debería denunciar hechos probados y el juicio sería algo así como una teatralización de esos hechos probados que el fiscal denunció. Esta vez, intuitivamente, nos parece que el sentido común sale herido y el sentido de la ley también.

Si este tipo de decisiones se instituyen, el Ministerio Público instituido por esa resolución; es decir, lo que un fiscal puede hacer es muy poco de ahora en más. Tan solo esperar que alguien denuncie, por ejemplo, un homicidio, que cuente quien lo hizo, porque lo hizo, como lo hizo y que de paso suministre el cuerpo de la víctima. Cualquier otra cosa sería una sospecha vaga que contaminaría de “indeterminación” al proceso. Si con René Descartes el sujeto moderno se paró en el centro de la historia para definir qué es el mundo, si la razón iluminista se edificó en el poder instituyente de la subjetividad con una fuerza capaz de rebelarse a la potente filosofía de Santo Tomás, decisiones de este tipo constituyen un grave retroceso porque consagran los dogmas abstractos sobre la razón. Si para Descartes tener buen sentido era una prueba de nuestro carácter de hombres, ya que nos permitía pensar e instituir significados, en el campo del derecho ello no alcanza, porque hay que tener dogmas que sólo tiene el pragmático homodogmático. Por lo tanto, el sistema de administración de justicia dependerá, en definitiva, del pragmatismo del homodogmático que ponderará cuando aplicar un dogma y cuando no.

Hans Wezlel defendía a la dogmática penal (desde Descartes, decimos aquí), precisamente porque era una forma de transformar racionalmente la administración del castigo (1), el movimiento de la dogmática desde el campo del derecho penal hacia el del procedimiento, transformó las formas en una fe ritualista rodeada de pomposas declaraciones de garantías constitucionales. En este giro dogmático del procedimiento, ya no importa la verdad, importan los dogmas. Cuantos más dogmas y declamaciones de garantías haya mejor. ¿La verdad? No interesa, ¿El sistema?, ¿la coherencia lógica? Importa el dogma. Irónicamente se olvidó que es el juicio “la” garantía contra la inculpación. El juicio es “el” lugar de las garantías, el juicio las condensa, las explica y les da un horizonte de sentido. Pero al homo dogmático no le importa.

Sin embargo, esa nueva religión que aplica algunos ritos procesales como dogmas a través de la vaguedad del lenguaje, es la que permite algunas trampas. En el caso detectamos dos y que son la fuente de la que abrevó el cercenamiento de las facultades del Ministerio Público Fiscal. La primera es equiparar un requerimiento de instrucción con una acusación. Terrible trampa, un requerimiento es un acto inicial, provisorio, mutable, que puede tener todo -como en el caso del homicidio que citamos precedentemente- o muy poco, como en el supuesto de un secuestro extorsivo o de un violador que se ultrajó a su víctima y huyó. Un requerimiento de instrucción es la puerta que abre el poder del Estado de investigar algunos delitos, porque el Estado desdobló su monopolio legítimo de la fuerza y estableció que los fiscales ejercen un poder requirente y que los jueces juzgan. Por tanto, equiparar un requerimiento de instrucción a una acusación es un error en el mejor de los casos o una trampa en el peor.

La otra trampa se vincula con el rol de la denuncia. La denuncia era el modo clásico de poner en movimiento el aparato penal. Se trataba de un resabio del liberalismo clásico que imagina a un sujeto de derechos concurriendo a los tribunales a hacer valer una pretensión o a denunciar un comportamiento que lo ofende en tanto ciudadano. Pero la temporalidad desgastó ese mecanismo. Por razones que aquí no interesan, las personas cada vez realizan menos denuncias cimentadas en su propio ánimo. Es poco lo que concurren por si a los tribunales. Frente a ese fenómeno, y más allá de gustos personales, el Estado reaccionó fomentando las denuncias anónimas. Las personas a través de cualquier medio comunican un hecho y el Estado se hace cargo de la noticia y reclama o inicia investigaciones.

Es evidente que nuestro sistema jurídico se desplaza de manera firme y sostenida desde la denuncia “clásica”. Esa que regula el artículo 176 del Código Procesal Penal de la Nación; o sea, la denuncia a la que hay que ponerle el cuerpo con la firma, el nombre, el domicilio, etc., hacia la anónima. La ley de drogas admite la denuncia anónima, la de trata de personas también, las fuerzas de seguridad las fomentan a través de las líneas de teléfono gratis, algunas áreas del Poder Ejecutivo como el Ministerio de Seguridad y la Oficina Anticorrupción las admiten, la propia Fiscal de Investigaciones Administrativas del Ministerio Público Fiscal la prevé. Irónicamente, ¡la jurisprudencia de la propia Cámara Federal es pacífica a la hora de admitir las denuncias anónimas! Vemos con claridad, entonces, como dos formas procesales se ritualizaron y se transformaron en dogmas que recortaron las chances de trabajo del Ministerio Público o, más sencillo, como dos dogmas que aplicó el homo dogmático derogaron en los hechos el diseño constitucional. Pero estas prácticas no son neutrales, consagran ganadores y perdedores. Avancemos entonces.

Que subyace: El caso comentado es anecdótico. No nos interesa el fondo. Si nos sirve, en cambio, como disparador de una pregunta ¿Por qué? Porque pasan estas cosas. Porque, en palabras de Ost, triunfó la fuerza de Júpiter; es decir, la aplicación de la ley de manera pragmática, sustraída al debate, piramidal, casi autista, descolgada de la praxis, del contexto. En definitiva, porque en la sentencia -y esto es lo más grave desde esta modesta mirada- hay una renuncia a la poiesis. La poiesis en el sentidlo griego; o sea, de proceso creativo. O, como la definió Platón en “El Banquete” : la causa que convierte cualquier cosa que consideremos de no-ser a ser. Una renuncia a Hermes, a la lógica circular del sentido social que a medida que se hace se deshace porque se está rehaciendo. Una renuncia a la composición, a la diversidad, a la multiplicidad y a la potencia del sujeto como momento instituyente del mundo social.

Como contrapartida, se verifica una presencia omnipresente del homodogmático que clausura cualquier tipo de discusión y que petrifica algo tan mutable como el derecho, ¿Cómo es posible?, ¿cómo pasó que el derecho, que deriva de los asuntos humanos, se transformó en una piedra?, ¿cómo ocurrió que el derecho como instancia emancipadora se convirtió en una pesada carga para la mayoría de los ciudadanos?, ¿cómo fue que el derecho se limita a oprimir a la mayoría y a servir a una minoría?, ¿cuándo y cómo se privatizó el derecho?, ¿desde cuándo el derecho no admite la discusión sobre los significados?, ¿a partir de qué momento un proceso tiene que ser algo “determinado” y no el reino de la “indeterminación”, que adquiere certeza al final, con la sentencia? La pregunta es compleja de responder. Sólo podemos señalar una pista, habría que pensar con más seriedad la dinámica de una fantástica operación ideológica. Una operación ideológica que logró presentar algo tan arduo de asir como las prácticas sociales, en un elemento duro, homogéneo, automático, abstracto. Por ejemplo, un asunto humano -la sospecha de un fiscal-, en una garantía a la “determinación”, para tildar de ilegal a un requerimiento de instrucción. La mediación entre esos momentos se produjo por el señorío de las formas ¿Cómo? Mediante las garantías constitucionales entendidas como un mero rito. Dichas garantías se desplazaron de su función histórica hacia otro lugar. Hacia una suerte de esclavas que, irónicamente, garantizan la reproducción de una determinada organización social que privilegia privatizar el derecho para quienes detentan el poder y, en consecuencia, para sustraer algunos conflictos de la esfera pública.

Es que los tribunales son parte de la esfera pública, son un momento de la solución de los conflictos. No obstante, el pragmático homo dogmático en determinadas circunstancias se oculta bajo las ropas de las garantías, las transforma en dogmas y aplica acríticamente ritualismos diversos que, al modo de los comodines en los juegos de naipes, le sirven para administrar justicia según razones de oportunidad, mérito o conveniencia que podo tienen que ver la universalidad y generalidad que, en principio, justifican la existencia del poder político en el marco de una democracia.

Gran parte de la obra de Martín Heidegger está atravesada por su crítica al tecno capitalismo, por la aspiración del hombre a dominar la naturaleza. Criticó al capitalismo por fuera de Marx y con grandes puntos de contactos con Friedrich Nietzsche. No es la idea ocuparnos de Heidegger. Sin embargo, su concepto de lo “uno” nos ayuda expresar mejor nuestras intuiciones. Heidegger se sirve de un concepto del Daisen. El ser ahí. Realizando un salto casi herético, podemos decir que el Daisen representa al hombre. El hombre tal como existe, el hombre que nació y se halla en un mundo instituido por otros, en un mundo en el que él existe pero no creó. Tras un nuevo salto otra vez herético, estamos en condiciones de avanzar y detenernos en los modos de existencia que distingue Heidegger. La existencia auténtica, que no nos interesa. Y la existencia inauténtica, que si nos interesa.

Ello es así, porque la existencia inauténtica se vincula con el sujeto arrojado a un mundo hecho, en el que todo gira de un modo constituido por “otro” y en el que el sujeto que arriba a ese mundo se limita a reproducir lo que “otros dicen”, a mirar lo que “todos miran”, a leer “lo que se lee” Es un sujeto que no habla, es “hablado” por “otro” Es el sujeto que vive “interpretado”. Es fácil trasladar esta existencia al campo del derecho penal. Los operadores del sistema se limitan a reflejar los rasgos del homo dogmático ¿Por qué? Porque es lo que se “dice”. Porque ese producto llamado “garantías” que se transformó en el comodín de un juego de naipes para administrar arbitrariedades “es lo que es”. Tal es el mundo de lo “uno”, es un sujeto que vive, repetimos, “interpretado” ¿por quién? Por “otro” ¿y quién es ese otro? Esa es una respuesta muy personal.

Para responderla podríamos, por ejemplo, volver a Marx y preguntarle: -Oiga Marx ¿Quién es el “Otro”? -Respondería ¡Es el “uno”!, ¡Es el poder! Es el poder que se sedimentó en una determinada forma de ver el mundo y que se objetivó en formas institucionales, formas que se les presentan como una instancia de emancipación pero que, en verdad, los aplastan. A eso lo llamé, hace muchos años, alienación…

- ¿Y entonces don Marx, donde reside el poder?, ¿Está fuera de nosotros?, ¿Es inalcanzable? – Naturalmente, también lo dije hace mucho, el poder reside en las relaciones sociales. El hogar de la historia es la sociedad civil. Esta forma de ver el derecho que ustedes critican pueden modificarla. Recuerdo que un filósofo que leí hace mucho tiempo, llamado Jean Jaques Rousseau, decía que los asuntos humanos son un querer…

-¿y qué hacemos? -Eso, eso escapa a mi trabajo. Pero les puedo sugerir un primer paso reflexionar sobre este modo de concebir el derecho, porque reflexionar es un gran paso. Decía Hegel, mi gran maestro, que el ave de Minerva levanta su vuelo al anochecer…

 

(1) Una interesante crítica a la dogmática penal se puede ver en el artículo de Leonardo Pitlevnik, “Algunas reflexiones acerca de la enseñanza del derecho penal en la universidad pública”, En Universidad y conflictividad social, Ediciones Didot, Buenos Aires, 2012.
N. del E.: El presente artículo fue publicado originalmente en Infojus.gov.ar.