El peligro del terrorismo islámico en Europa

A partir de una nota del Sunday Express, la semana pasada los medios conjeturaron que alrededor de cuatro mil yihadistas habrían entrado a Europa, camuflados entre los refugiados sirios. Sacando ventaja del enorme flujo migratorio hacia el continente, a suerte de caballo de Troya, el Estado Islámico (ISIS) habría infiltrado a combatientes experimentados con el objeto de reclutar nuevos miembros, formar células locales, y perpetrar ataques terroristas. Lastimosamente, lejos de ser esto solamente una especulación mediática, es una realidad severa que podría llegar a materializarse en un atentado. Cualquier estimación contraria es lisa y llanamente negligencia. Se trata de un escenario adverso que ya ha sido vociferado por varios funcionarios, entre ellos el ministro de Interior español, el ministro de Educación libaneses, el director de Inteligencia estadounidense, e incluso el Papa.

Ahora bien, ya desde un principio no haría falta poner la lupa en los refugiados para sonar la alarma. Europa viene atestiguando en la última década un auge en actividades terroristas llevadas a cabo por musulmanes radicales. En contexto, y para ilustrar, alcanza con pasar revista a sucesos como los atentados del 11 de marzo de 2004 en Madrid, del 7 de julio de 2005 en Londres, del 29 de marzo de 2010 y del 21 de enero de 2011 en Moscú, entre tantos otros. Más recientemente, entre el 7 y el 9 de enero de este año, los atentados en París (Charlie Hebdo, Hyper Cacher) volvieron a manifestar la vulnerabilidad de las capitales europeas frente al terrorismo. Lo peor del caso es que los responsables, asesinos, cómplices y perpetradores, no siempre provienen de un país musulmán extranjero, pero suelen ser nacionales del Estado atacado -españoles, británicos, rusos o franceses. Continuar leyendo

La verdad incómoda acerca del Estado Islámico

Sea por miedo o por recaudo a no estigmatizar a las comunidades musulmanas, es común que en los debates acerca del fenómeno del yihadismo suelan evadirse términos que son indispensables para comprender mejor la realidad, y que a lo sumo se los reemplace con eufemismos más en sintonía con el discurso políticamente correcto que con la búsqueda de la verdad. El signo más recurrente es la tendencia a evitar hablar de “terrorismo islámico” y, en cambio, aducir que grupos como el Estado Islámico (ISIS), Boko Haram, o Al Qaeda representan a una minoría que secuestra la religión que profesa una mayoría tolerante y pacífica. Esto es, por ejemplo, lo que hizo el presidente estadounidense Barack Obama durante un discurso algunos meses atrás. Ahora bien, ¿es esta una posición responsable ante la amenaza del extremismo religioso homicida?

De un modo u otro, ya sea para calmar ansiedades o para desalentar perjuicios, cuando se insiste directa o indirectamente en que los terroristas en cuestión no son musulmanes, al final de cuentas los yihadistas salen ganando y los valores democráticos salen perdiendo. Si bien desde ya es evidente que la mayoría de los musulmanes no son asesinos en potencia, existen muchísimos fieles que profesan versiones de la fe que no se correlacionan con la contemporaneidad y con la reflexión multiculturalista. Políticos, periodistas e intelectuales ponen axiomáticamente al islam en igualdad de condiciones con otras religiones, como si todos los individuos fuéramos criados con los mismos valores. El problema es que no se toman mucho tiempo para estudiar acerca de religión y política antes de emitir opinión. Continuar leyendo

El precio de la retirada estadounidense de Yemen

La situación en Yemen puede derivar en un escenario como el de “Irak, Siria y Libia”, indicó Jamal Bonomar, el enviado especial de las Naciones Unidas para este país, en una videoconferencia con el Consejo de Seguridad. Formalidades aparte, este escenario ya es una realidad que no sorprende en lo absoluto, pues Yemen, uno de los países más corruptos y pobres de Medio Oriente sino el mundo, tiene una larga trayectoria de penosas divisiones marchando desde hace siglos.

La comunidad internacional ha tomado nota de la gravedad de los sucesos recientes en el país arábigo, librado a una guerra civil entre militantes chiitas zaidíes de Ansar Allah, “partidarios de Dios”, mejor conocidos como los hutíes, y las fuerzas leales al presidente sunita Abdu Rabu Mansour Hadi, derrocado a finales de febrero. Sin embargo, tomar nota no necesariamente implica tomar cartas en el asunto, o por lo menos no en función de la resolución del problema. En este sentido, lo que los círculos diplomáticos naturalmente se preguntan es cuál será la acción de Estados Unidos. De momento la respuesta parece apuntar a un “nada”. Después del golpe que depuso al presidente Hadi, Washington decidió cerrar su embajada en Saná, la capital, tras lo que Londres y París hicieron lo mismo. Finalmente, este sábado se anunció que el Pentágono retiraba a un centenar de tropas del país, debido al deterioro de la seguridad y la inestabilidad creciente.

Como lo sugiere el comentario de Bonomar, la pregunta que vale es qué pasará con Yemen. Estados Unidos y sus aliados europeos indirectamente han dejado en claro que por ahora no intervendrán. Además, por más voluntad política que pudieran tener por hacer algo y preservar los intereses occidentales, lo cierto es que no están en condiciones de plantear una estrategia. Ya bastante problema es la situación en Siria y en Irak con el clan al-Assad y el Estado Islámico (ISIS), y aún no hay indicios de que Estados Unidos haya adoptado una estrategia contundente para poner coto a las ambiciones de dichos actores. ¿Qué esperar entonces del futuro de Yemen?

La respuesta viene dada por las fuentes de conflicto. La cita atribuida a Mark Twain, “la historia no se repite, pero rima” cobrará aquí mucho sentido.

Las raíces del conflicto

El conflicto se sustrae a las históricas diferencias sectarias entre sunitas y chiitas. Mientras que el primer grupo representa el 65 por ciento de la población, el segundo compone el 35 por ciento restante. Desde la generalidad, la minoría chiita resiente el trato de la mayoría sunita, culpa a sus dirigentes por la pobreza y el estancamiento del país, y maldice los intentos que estos han llevado a cabo por crear una identidad común yemení basada en las preferencias confesionales de la mayoría. Visto en perspectiva, la inestabilidad resultante de este clima no es nueva. De acuerdo con la historiadora Jane Hathaway, “los zaidíes han sido un elemento volátil desde la adquisición formal de Yemen por el Imperio otomano en 1538”.

Los zaidiés, resumiendo su beligerancia en pocas líneas, lanzaron en 1566 una importante revuelta – una jihad, “guerra santa” – contra la potencia sunita de la época, casi expulsando a los otomanos del territorio yemení, y eventualmente lográndolo en 1635. En 1872 los otomanos volvieron a intervenir, en parte como respuesta a la ocupación británica de Adén de 1839, y retuvieron su presencia, aunque con severas dificultades, hasta la desintegración del Imperio luego de la Primera Guerra Mundial.

Con el colapso del Imperio otomano, los chiitas, mayoría en el norte, declararon un imanato alrededor de Saná, a la par que los sunitas, mayoría en el sur, constituyeron sus vidas bajo dominio inglés alrededor de Adén. El imanato duró hasta 1962, cuando nacionalistas partidarios del líder egipcio Gamal Abdel Nasser tomaron las riendas del poder, dando no obstante lugar a una sangrienta guerra entre revolucionarios y reaccionarios que se prolongó durante ocho años. Por otro lado, en el sur, con el proceso descolonización y la subsecuente retirada de los efectivos británicos en 1967, pronto apareció en escena un Estado comunista afín a la Unión Soviética.

En el contexto de la Guerra Fría, Yemen quedó dividido en dos Estados de orientación secular, y dejando de lado algunos traspiés, la línea de fractura religiosa no fue tan importante como lo fue la fractura política entre socialistas y conservadores. Sin embargo, la guerra en Yemen del Norte deterioró la situación de los chiitas considerablemente. Vale recalcar que en términos de jurisprudencia religiosa, el zaidismo fue el principal lazo de solidaridad entre los yemeníes del norte desde finales del siglo IX, cuando se formó está rama dentro del chiismo.

Siguiendo la unificación de Yemen en 1990 bajo la dirección del dictador Alí Abdalá Saleh (depuesto en 2012) aparecieron los primeros indicios de que las fisuras de índole religiosa comenzaban a reabrirse. Fue precisamente a comienzos de los años noventa cuando los hutíes dieron sus primeros pasos para “promover un renacimiento zaidí”. A raíz de la creciente violencia que sacude Yemen, varios medios internacionales han reportado que la invasión estadounidense de Irak en 2003 fue el catalizador de la insurgencia de esta milicia chiita. Si bien esto es cierto, lo que no ha sido tan difundido es que los hutíes aparecieron antes que nada como una reacción ante la también grave influencia de los wahabitas; intencionalmente alimentada por una Arabia Saudita preocupada ante la marca que sus vecinos chiitas meridionales, acaso en liga con Irán, podrían dejar sobre sus asuntos domésticos.

Sunitas contra Chiitas

El wahabismo es considerado como la rama más ortodoxa y militante dentro del sunismo. Para los wahabitas, los chiitas no solamente son herejes por identificar y deificar a una línea de descendientes de Mahoma, pero lo que es más, en este caso antagonizan particularmente con los zaidiés por su proclividad hacia lo que en la terminología legal islámica se conoce como ijtihad o “pensamiento independiente”. Esto se ve reflejado en que los zaidiés son más laxos que otros chiitas en cuanto a la sucesión del imanato, y sus líderes religiosos permiten la innovación religiosa – la formulación de nuevas leyes basadas en la interpretación de las fuentes islámicas. Un rasgo clave de los partidarios de ijtihad es el reconocimiento que el Corán y los hadices (los dichos orales de Mahoma) deben ser juzgados a la luz del contexto en el que son estudiados. Esta es una actitud que los wahabitas aborrecen, porque se atienen a que la religión es lineal e inflexible, y no consideran que los recados divinos estén sujetos a ningún tipo de innovación, de modo que despotrican contra la interpretación humana de las fuentes.

Paradójicamente, pese a que los zaidiés son los chiitas que más se parecen a los sunitas en ritos y costumbres, esta diferencia teológica prueba encrudecer el conflicto intestino yemení, y empaparlo con toda la tenacidad de la conflagración que se está dando entre sunitas y chiitas en todo Medio Oriente. Yemen es uno de los principales bastiones de Al Qaeda, la renombrada organización wahabita y terrorista; y no obstante, si uno tuviera que guiarse por los eslóganes de las facciones, a simple vista esta organización estaría perfectamente de acuerdo con el lema de los hutíes: “muerte a Estados Unidos, muerte a Israel, muerte a los judíos, victoria al islam”.

Dadas las vicisitudes propias de cualquier país configurado sobre una polarización sectaria latente, en la última década el Gobierno yemení pasó a cortejar abiertamente a los elementos wahabitas para diluir la influencia zaidí. Como suele ser el caso en los anales de Medio Oriente, la autoridad central temía que la primera minoría sea una quinta columna en potencia, con intereses y sentimientos ajenos a aquellos de la mayoría, y que ergo conspirara contra ella. En la medida que los hutíes tomaron predominancia en el norte del país, el Gobierno acusó al grupo zaidí de querer revivir el tradicional imanato a costas de la unidad nacional. La guerra entre las fuerzas gubernamentales y las milicias houtíes comenzó en 2004, y condujo a una crisis humanitaria extensiva que no tiene final en vista, y que ha dejado ya un saldo de decenas de miles de muertos y desplazados.

Al inicio de la contienda, los houtíes enmarcaban la sublevación contra el Gobierno en agravios de índole socioeconómica, la corrupción, y la política exterior del país cercana a Washington. Por estas razones, “los partidarios de Dios” ciertamente cumplieron un rol directo en la caída de Abdalá Saleh en 2012. Mas la “primavera árabe” terminó temprano para los houtíes, en la medida que pronto se sintieron excluidos del nuevo Gobierno, por cuestiones que ya no solamente hacían a una mera disputa de poder. Si hace unos años se hablaba de que el conflicto “se había transformado de uno ideológico y religioso a uno más relacionado con una insurgencia clásica”, con el trasfondo contemporáneo, todo apunta a que esto podría estar corriendo a la inversa.

Crónica de un fracaso anunciado

Además de las complicaciones derivadas de las divisiones sectarias, desde el punto de vista de la gobernabilidad, al analizar Yemen hay que sumar sus características topográficas. Las zonas montañosas en el interior del país han entorpecido los esfuerzos por sentar una administración central en el pasado bajo distintos gobernantes, y las montañas seguirán causando el mismo efecto en el futuro. Fue debido a ellas que los zaidiés pudieron obstaculizar los anhelos otomanos por dominar el extremo sur de la península arábiga, y es gracias (o pese) a ellas que todos los intentos por asegurar un dominio férreo del país sostenidamente en el tiempo se verán severamente perjudicados.

El fracaso de Estados Unidos en retener Afganistán e Irak en el tiempo pone de manifiesto que las fuerzas sociales del sectarismo y las condiciones naturales de la geografía son barreras implacables al fatídico proyecto de democratización y estabilización. Desde una lógica pragmática, la “Primavera Árabe” ha dejado en claro que este primer interés puede resultar contraproducente a los efectos de resguardar este último. Pero aun así, dejando de lado la agenda de “libertad y progreso”, la estabilidad regional prueba ser elusiva, y la administración de Barack Obama da la sensación de haberse rendido frente a la adversa realidad desplegada sobre su mesa.

El dilema de los estrategas castrenses y civiles estadounidenses en relación a Medio Oriente es ahora cómo promover una agenda de estabilidad sin invertir demasiado dinero, ni sacrificar vidas norteamericanas en el proceso. La débil respuesta de Obama al Gobierno sirio y al ISIS, y su determinación por apaciguar a Irán para que este abandone su programa de desarrollo nuclear son ángulos de este dilema.

La retirada estadounidense de Yemen es por supuesto simbólica, siendo que el número de tropas es muy reducido. Ahora bien, al corto plazo tendrá un precio elevado, que se verá reflejado en la falta de información de primera mano sobre lo que ocurre en el país. Más importante, el hecho motivará a los militantes y terroristas de todo espectro del islamismo a plantear batalla a Occidente, añadiendo sustancia a la ya difundida creencia entre los yihadistas de que “Estados Unidos es un tigre de papel”. En este aspecto, la comprensible baja tolerancia de la sociedad norteamericana a las bajas civiles y militares en países lejanos, por causas que no se comprenden del todo, es uno de los principales capitales que los yihadistas han aprendido a aprovechar para el reclutamiento y motivación de sus miembros. Por otra parte, la de la retirada estadounidense también asienta la creencia de que Estados Unidos eventualmente abandonará a sus aliados cuando el panorama se oscurezca – “tirándolos debajo del bus”, para utilizar la expresión norteamericana.

Al largo plazo, lo más triste, trascendental e importante es que la retirada estadounidense no influye en el pronóstico: Yemen estará condenado al fracaso por el futuro previsible. La guerra civil no tiene instituciones públicas que atrofiar porque en principio no hay instituciones por las cuales velar. Dado su historial, falta de estabilidad y pobreza sistémica, Yemen viene en camino a convertirse en Irak, Siria y Libia, pero también en Afganistán y en Somalia. Yemen es el ejemplo rotundo de que no todo Estado puede ser salvado por una intervención militar internacional.

Las variantes politizadas del Islam

Cada vez que en los medios de comunicación se toca el tema de la situación de Medio Oriente, incluyendo las eventualidades de grupos como el Estado Islámico (EI o ISIS), Al-Qaeda o el Hamás palestino, generalmente se intercambian terminologías para etiquetarlos o describirlos. Está claro que todos ellos tienen como denominador común un fuerte discurso reivindicativo de la religión, el cual pretende, de un modo u otro, hacer política. Uno de estos modos está emparentado con la violencia. Ahora está de moda utilizar la palabra “yihadismo” para darle especial connotación al carácter combativo que estos grupos suelen demostrar. En añadidura, si usted mira o escucha los noticieros, se percatará que los periodistas frecuentemente llaman a los islamistas “salafistas”. En cambio, a veces hablan de “wahabitas” o (el menos correcto) “wahabistas”. Pero, ¿cuáles son las diferencias entre estos términos? Mediante un pequeño aporte académico, vale la pena esclarecer el significado de cada palabra, para de este modo poder ser más precisos como coherentes a la hora de hablar de los grupos islamistas y de los sucesos contemporáneos que llegan a la primera plana.

Para empezar, la misma definición de islamismo debe ser revisada. Hace pocos días estuve en Madrid, y vi que en una importante librería se utilizaba este rótulo – islamismo – para delimitar la sección de libros dedicada a la religión islámica. La anécdota viene al caso porque muchas veces, desafortunadamente, en la cotidianidad se utiliza islamismo casi como sinónimo de islam. En concreto, islamismo se refiere a las formas politizadas del islam; a los movimientos sociales que partiendo de la religión, buscan activar a la comunidad para profundizar una agenda que es política, y no obstante religiosa al mismo tiempo. La confusión naturalmente viene dada por los usos del lenguaje. Hablamos de cristianismo, judaísmo o budismo para nombrar religiones, todas ellas terminadas con la letra o. Por eso, a pesar de las apariencias engañosas, debe tenerse siempre presente que para hablar de la religión islámica utilizamos islam, y que islamismo solo sirve para hablar de sus expresiones politizadas.

Bien, hay distintos tipos de islamismo. Están aquellos que persiguen la islamización – o para ponerlo con una expresión acaso más familiar – la evangelización de la sociedad, desde “abajo hacia arriba”, y quienes por mano contraria buscan imponerla desde “arriba hacia abajo”. Los islamistas que suscriben a la primera vertiente priorizan la construcción de un movimiento y de una plataforma con amplias bases de apoyo, como paso previo a lanzarse en la competencia política. Podría decirse que quieren generar cierta cohesión, y darse a sí mismos la relevancia que ostenta todo movimiento de masas. En contraste, lo que caracteriza a quienes acompañan a la segunda tendencia, es que han decidido prescindir de la paciencia y del enfoque largo placista de los primeros. Más allá de que algunos de los grupos islamistas han llegado al poder por vía del sufragio, dado que a la larga ninguno ha probado aún ser democrático en un sentido republicano, en mi opinión, lo esencial de este segundo tipo de islamismo es que no se viene con obras de teatro, sino que muestra sus ulteriores objetivos tal como son, ninguneando la fachada más conciliadora y hasta a veces democrática que adoptan los islamistas de la primera tendencia.

Véase por ejemplo que Hamás se asemeja bastante al modelo de “abajo hacia arriba”. Llegaron al poder por vía democrática, pero solo luego de construir un movimiento con amplias bases de fondo a lo largo de veinte años de trabajo social. Sin embargo, ya en el poder, es difícil sostener que Hamás se comporte de forma democrática, puesto que no respeta a la oposición, y tampoco cuida garantías básicas del sistema republicano. Por otro lado, Hamás tiene una faceta que se asemeja más al segundo tipo. Justamente, siendo que ya se ha consolidado en el poder, sus activistas pueden darse el lujo de exponer su crudeza y vocación fanática sin reparo por la etiqueta o las formas.

El término yihadismo es empleado para describir a los grupos islamistas que utilizan la violencia en pos de una causa religiosa, porque dicen apelar a una yihad, a una “guerra santa” contra los enemigos, sean estos internos (apóstatas) o externos (infieles). Siguiendo con el ejemplo anterior, Hamás podría ser clasificado como yihadista en la medida que emplea la violencia enmarcándola en una contienda religiosa. Aunque, por otro lado, en comparación con Al-Qaeda, el yihadismo de Hamás ciertamente es mucho más restringido. Se limita pues a la Franja de Gaza y a la lucha contra Israel. Al-Qaeda, en cambio, ha probado operar en una escala global, la cual no necesariamente queda restringida a una región en particular. Por esta razón, yihadistas los hay de distinto calibre y grosor.

Para ser islamista no es menester ser yihadista. Para dar otro ejemplo, el capítulo egipcio de la Hermandad Musulmana responde al esquema que va desde “abajo hacia arriba”, y distinto a Hamás, en términos generales, no ha adoptado una actitud abiertamente belicista ni siendo oposición, o ni siendo autoridad – durante la acotada experiencia de Mohamed Morsi en el poder.

Por descontado, los islamistas esbozan una agenda política instruida en la religión, pero al fin y al cabo, valga la redundancia, operan dentro de un marco que reconoce a priori el contexto político. Lo que esto implica, en otras palabras, es que por más soñadores que sean, los islamistas reconocen que la sociedad es un campo de batalla que debe ser ganado, a veces de forma progresiva, y a veces de forma sucinta y violenta. Significa que aceptan a la modernidad como tal, y emplean sus herramientas, como lo es el sistema político o las instituciones, para ganar influencia.

Este reconocimiento de la realidad moderna es desde ya mucho más perceptible con los grupos que responden al modelo “abajo hacia arriba”. En contrapartida, muy a menudo quienes intentan imponer su voluntad por la fuerza desde “arriba hacia abajo” parecen estar más interesados en la realización instantánea de una utopía religiosa que en la construcción de una “Modernidad islamizada”. Hamás y la Hermandad Musulmana serán en muchos aspectos grupos fanatizados, pero el hecho de que no se comporten democráticamente no trae aparejado un rechazo por las instituciones del Estado moderno, como un sistema taxativo, un aparato represivo, o como una red de organismos burocráticos para gestionar la vida pública y dirimir los conflictos entre particulares. En contraste, grupos como Al-Qaeda o el ISIS que operan en una escala mayor, y que demandan a la población la impartición instantánea de sus recados de pureza, solo se interesan por los réditos propagandísticos o militares de la tecnología contemporánea, mas no así por las instituciones que se desprenden del Estado moderno. Los activistas y yihadistas del ISIS utilizan las redes sociales y las armas que los norteamericanos dejaron en Irak, pero reniegan de la idea de penetrar instituciones y organismos públicos para acaparar más espacios.

Esta razón hace que para algunos autores los islamistas que imparten de “arriba hacia abajo” no sean islamistas, pero más bien neofundamentalistas, fundamentalistas, o yihadistas a secas. En rigor, se trata de una zona gris dentro del campo académico que estudia el fenómeno islamista. Pero sean Al-Qaeda o el ISIS islamistas o no, el argumento consiste en señalar que sus militantes están más interesados en hacer triunfar lo netamente religioso por sobre lo cultural, y lo sagrado por sobre lo profano. Para ellos el Estado no es un fin en sí mismo, sino un instrumento por el cual dar renacimiento a prácticas religiosas ultraortodoxas. De este modo, para ellos la política queda completamente subyugada a un ideario imaginario. Siendo así, la ecuación entre lo político y lo religioso queda mucho más balanceada en los grupos del primer tipo, los cuales discutiblemente – observan y especulan los analistas – son más pragmáticos que los “fundamentalistas” salidos de Al-Qaeda, el ISIS, u otras agrupaciones.

A veces se utiliza “salafismo” como sinónimo de fundamentalismo. Este es un uso equivocado que confunde más de lo que aclara. La palabra salaf, “ancestro”, se refiere a las primeras tres generaciones de regentes y pensadores islámicos. Sin entrar en detalles, quienes se autoconsideran salafistas insisten en que buscan reinstaurar cierta originalidad o tradición religiosa perdida por el desarraigo de la identidad musulmana. Ahora bien, esta consiga de regresar a las bases puede ser empleada en un doble sentido. Por supuesto, están aquellos que defienden la tesis de que para volver a su esencia original, el islam debe modernizarse, compatibilizarse con el pensamiento racional, con las innovaciones y con el pensamiento humanista en boga hoy en día. Pero también existen quienes arguyen exactamente lo contrario. Los ejemplos mencionados recién responden a este último caso.

Con esta apreciación en mente, los diversos grupos islamistas debaten otro eje identitario que repercute en lo organizacional, entre una concepción progresiva del islam, y entre una regresiva. Quienes persiguen una islamización desde “abajo hacia arriba” por lo general se entienden a sí mismos del modo progresivo, y conceden cierta flexibilidad para condonar las innovaciones teológicas. Dado que estos intentan añadir sustento mayoritario a su plataforma, insisten en la unidad entre todos los musulmanes antes que distraerse en cuestiones sectarias. En contrapartida, quienes llevan el islam desde “arriba hacia abajo” casi siempre lo piensan como un modelo perfecto que fue descarriado a lo largo de las generaciones, de forma tal que sueñan con retrotraerse en el tiempo a la época inmediata a Mahoma para cumplir al pie de la letra sus recados.

Finalmente, “salafismo” es también utilizado como sinónimo de “wahabismo”. Este último sí adscribe mejor al significado que en lo cotidiano le otorgamos al término fundamentalismo. Los wahabitas históricamente eran los seguidores de Muhammad ibn Abd-al-Wahhab, un reformista del siglo XVIII, que inspiró a sus seguidores a purificar sangrientamente la península arábiga de todo quien fuese considerado un transgresor del mandato divino. En la actualidad, el wahabismo es considerado el ala más ortodoxa, fundamentalista si se quiere, dentro del islam sunita. En Arabia Saudita se le imparte un carácter de credo oficialista, cosa que se ve reflejada en el elevadísimo nivel de conservadurismo que rige la escena pública en dicho país. No obstante, en su versión militante, las campañas militares wahabitas del pasado se asemejan en demasía a los actos perpetrados por los hombres del ISIS.

En resumen, los islamistas no necesariamente son yihadistas, y todos dicen ser salafistas, aunque “progresivos”, “regresivos” o algún punto medio según lo reclame cada grupo. Solo aquellos salafistas marcadamente regresivos, con una actitud inflexible frente a las innovaciones, al estilo de vida moderno, y beligerantes en el estilo yihadista podrían llegar a ser wahabitas. Emplear estos términos conscientemente puede ayudarnos a lograr una mejor comprensión de este complejo fenómeno social, y al mismo tiempo incentivar un debate productivo como centrado sobre el desempeño, logros y fracasos de todas las formas politizadas del islam.