Qatar, la Copa del Mundo y la yihad

Cuando en diciembre de 2010 Qatar fue escogido para ser el anfitrión, en 2022, de la vigésima segunda Copa del Mundo de la FIFA, comenzó a desentrañarse la trama de corrupción que gravita actualmente sobre dicha organización. De antemano, en aquel entonces se criticó la decisión de montar el torneo en un lugar caracterizado por un clima desértico, adverso al desempeño físico de los deportistas. Solucionado en teoría este problema, moviendo el evento de junio a diciembre, con la promesa de imponentes estadios provistos con las últimas tecnologías de refrigeración, las críticas a la FIFA, además de tornarse en dirección de la flagrante corrupción – algo especialmente cierto en estos días – se volcaron hacia la grave situación sociopolítica del pequeño emirato arábigo.

Pero, ¿por qué Qatar, que nunca calificó para participar de un Mundial, está interesado en invertir millones para organizar la fiesta del fútbol universal? La respuesta se hace evidente con otra pregunta, simplemente, ¿por qué no? Después de todo, el fútbol se ha convertido en una verdadera pasión mundial, y los Estados suelen conceder que mediante el deporte, y más precisamente mediante la copa de la FIFA, pueden ganar dividendos en materia de lustre y poder blando (soft power). En otras palabras, se trata de una oportunidad para ganar prestigio.

Así y todo, en el caso de Qatar hay un diferencial importante que lo separa de los otros países que han servido de sede para el megaevento. El emirato, una monarquía absoluta, no solamente sería el primer país árabe en preparar el torneo, sino que más importante, gracias a los petrodólares, cuenta con una billetera sin fondo para financiar todo tipo de emprendimientos faraónicos. Pese a su insignificancia territorial y poblacional, Qatar viene adquiriendo predominancia como actor internacional, influyendo en la región por intermedio de sus inagotables arcas y de la bajada de línea mediática que es su cadena televisiva Al Jazeera, lanzada en 1996 por la casa real Al Thani; y por cierto la mejor financiada del mundo. En este sentido el mundial 2022 es una arista de una estrategia más abarcadora por adquirir protagonismo en Medio Oriente.

Para situarlo en contexto, Qatar, un Estado peninsular que linda con Arabia Saudita al este, se rige por un código penal ortodoxo basado en la interpretación dogmática de la sharia, la ley islámica. De los 2 millones y 155 mil de habitantes que componen su población, solo el 12 por ciento nacieron en el país. Menos de 300 mil personas constituyen el segmento más rico y desarrollado de la sociedad. Del resto, cerca del 80 por ciento de la población, son trabajadores “invitados” que se ocupan de los empleos menos pagos en el rubro de la construcción y en el sector de los servicios domésticos. A raíz de su exponencial crecimiento económico durante la década pasada, y con un presupuesto de infraestructura que asciende a los 100 billones de dólares, Qatar está construyendo obras a una velocidad y escala sorprendente, y lo viene haciendo desde antes de anunciarse como anfitrión de la Copa del Mundo. Pero para la consternación de los activistas de derechos humanos, las obras se hacen con la sangre, sudor y lágrimas de los miles de trabajadores mal remunerados, que no obstante, frente a la falta de empleo en sus países nativos, viajaron a la península arábiga para mantener a sus familias.

Llama la atención que los trabajadores estén sometidos a un sistema, conocido como kafala, (esponsoreo), por el cual el Gobierno se reserva la potestad de monitorear (ergo, controlar) la estadía del trabajador. Además de ser sometido a condiciones que algunos calificarían cercanas a la esclavitud, el trabajador debe renunciar a su pasaporte. En tanto, el mismo es retenido por su empleador, el inmigrante no puede regresar a su país sin el permiso de las autoridades correspondientes. De acuerdo con la Confederación Sindical Internacional, el año pasado habrían muerto 1.200 trabajadores y según se estima, cuando suene el primer silbato del Mundial dentro de siete años, más de 5.000 personas habrán fallecido construyendo las instalaciones que serán aprovechadas por miles de turistas de todo el mundo.

El caso de Qatar refleja muchas de las contradicciones internas que socaban el desarrollo humano de las monarquías árabes del Golfo. Por un lado se habla de un Estado que invierte cifras astronómicas en relación a su relativamente minúscula población para modernizarse, para ostentar infraestructura de primer mundo, tocar los cielos con edificaciones imponentes, comprar galerías y centros comerciales en las capitales europeas, y – habrá comprobado al mirar la final de la Champions League – comprar espacio publicitario en la camiseta de uno de los clubes más exitosos del mundo.

Ahora bien, por otro lado, Qatar sigue siendo, religiosa y socialmente hablando, uno de los países más estrictos y aletargados del mundo. La fuente virtualmente inagotable de dinero está remodelando la imagen de este emirato, y es en este sentido que la Copa Mundial tiene el potencial de suavizar las apariencias, ofreciendo importantes réditos en negocios y prestigio. Sin embargo, tal como lo remarcaba Julián Schvindlerman en su columna del 30 de mayo, dada la prevalencia de una doctrina religiosa esencialmente antitética con los valores occidentales, el posicionamiento ideológico de Qatar en el tablero regional deja mucho que desear.

¿Qué haría usted si fuera el regente de un país con un tamaño poco mayor al de Puerto Rico y tuviera acceso a un torrente de dinero ilimitada? Según una estimación, las inversiones qataríes alrededor del mudo rondan los 60 billones de dólares. En virtud de los motivos expuestos recién, la política exterior qatarí se basa enteramente en la compra de influencia; la cual, al fin y al cabo, vale tanto como sus reservas. Como si fuera del estipe del rey Midas, la familia real puede cubrir de oro todo lo que toca. El problema es que no ha tenido buen tacto.

Como punto ordenador de su política exterior, Doha ha buscado en la última década convertirse en un jugador que “juega con todos”, el cual, gracias a sus potenciales y generosas donaciones, intercede entre las partes como mediador. Por ejemplo, Qatar ofició en 2006 para mediar entre las facciones palestinas, en 2007 para interceder entre el Gobierno de Yemen y los houtíes, en 2008 para mediar entre las facciones libanesas, en 2009 para sentar a negociar a las partes de la guerra civil sudanesa, y en 2010 para inmiscuirse en la disputa territorial entre Yibuti y Eritrea. Se sabe incluso que pese a no reconocerlo formalmente, Qatar tiene un vínculo comercial con Israel, dado el interés particular del primero por adquirir productos de alta tecnología procedentes del segundo, y de entablar un canal secreto para eventuales negociaciones. Qatar ha oficiado también de mensajero entre Estados Unidos, los talibanes y Al Qaeda. Doha incluso agasajaba a los Assad y hacía tratos con Teherán hasta que las revueltas de 2011 forzaron sobre la capital un cambio de rumbo.

Sin embargo, cuando se habla de Qatar como mediador, debe decirse que no se trata de un socio exactamente honesto, pues al instante que por alguna razón se le cierran las puertas a los rincones secretos de los foros diplomáticos (o sea cuando sus recomendaciones se juzgan en base a su tamaño físico y no al de sus arcas), Doha desdobla su política exterior en una agenda que podría decirse populista, dirigida a ganar la admiración de grandes masas junto con el consentimiento del establecimiento religioso en el mundo árabe.

Los expertos discuten que el emirato reparte millones tanto a las agrupaciones islamistas como a los grupos yihadistas de la región. La red qatarí jugó un papel en aprovisionar y dar refugio a los rebeldes y militantes de Egipto, Libia, Siria y la franja de Gaza –medidas que gozan de cierto grado de popularidad entre las masas del mundo árabe que suscriben a los ideales islamistas. En lo que a poder blando concierne, Al Jazeera se ha encargado de vanagloriar aspectos de la tendencia islamista, indirectamente apelando a las audiencias a creer que la monarquía qatarí es una que está con el pueblo, lo que desde luego es un absurdo.

Empero esta maniobra le ha valido a Doha el fuerte reproche del resto de los países del Golfo, los cuales, a la luz de los eventos de los años recientes, ven con suma preocupación el auge de militantes antisistémicos que podrían volcarse en contra de sus casas reales, pudiendo mermar su legitimidad apelando a eslóganes religiosos populares.

En suma, al menos en las esferas de alta política, Qatar ha ganado reputación como la incubadora de emprendimientos yihadistas. Si usted tiene simpatías hacia un grupo islamista y quiere colaborar en la lucha, y si la causa es medidamente bien recibida entre contingentes considerables de la sociedad árabe, usted puede reunirse con un representante gubernamental encubierto en alguna oficina lujosa -por qué no en el lobby de un hotel ostentoso- y hacer su pitch – su discurso de ventas – y obtener una bondadosa contribución del fisco qatarí. El hecho de que las donaciones se suministren prácticamente en la informalidad, es decir sin el endorso oficial de un sello estatal, le permite a las autoridades qataríes minimizar el desenvolvimiento de su país en la colecta de fondos para la yihad. Esto implica que en este campo oscuro Doha no opera por intermedio de agentes oficiales, ciertamente más identificables y posibles blancos de sanciones por parte de la comunidad internacional. Doha opera sagazmente gracias a particulares y organismos no gubernamentales, lo que le permite el amparo de la negación plausible frente a las críticas externas.

Aun vistas las cosas desde la perspectiva qatarí con pragmatismo, el gran inconveniente de este modus operandi estriba en que simplemente no es posible monitorear a dónde van a parar los fondos, para quien realmente, y eventualmente para financiar qué. Qatar no tiene interés alguno en ver al Estado Islámico (ISIS) consagrarse, pero los analistas sospechan que es muy probable que parte del dinero, destinado por ejemplo al Frente Al Nursa, haya ido a parar al autoproclamado califato mesopotámico cuando el capítulo iraquí de Al Qaeda se ramificó en los tonos ultraviolentos que se atestiguan hoy en día.

En balance, la controvertida política exterior de Qatar dice mucho de las contradicciones domésticas de este pequeño y no obstante pudiente país. Por diestra se rige por cálculos geopolíticos, y busca adquirir prestigio como mediador indiscutido de Medio Oriente. Por siniestra, financia a los rebeldes y revolucionarios que en mejor sintonía están con las grandes audiencias, y que se ajustan medidamente a los postulados religiosos oficiales que dice preservar la monarquía. Lo cierto es que en todo caso Qatar es la gallina de los huevos de oro, y esa dicha le ha permitido al emirato cotizar hoy por hoy como uno de los actores más relevantes de la región. Por otra parte quedará por verse qué tan sustentable resulta esta política de “jugar con todos”. Mientras juega esta carta, Doha merma su propia mano financiando a los bandos que resultan más atractivos en términos de popularidad y que más utilidades dan entre las masas.

Por último me permito agregar que con tantas contradicciones en su accionar, es posible asentar que de no ser por sus activos líquidos, Qatar sería uno de los países más irrelevantes en la escena global. Mas siendo una mira de oro, imagínese usted la desazón y la indignación de Doha si de repente la FIFA es forzada a decidir cancelar el torneo deportivo más popular del mundo. Imagínese si luego de invertir en sobornos millonarios para orquestar la votación del anfitrión del mundial 2022 todo se viene al desplome. Llegado el caso – si es que llega – a Qatar le quedará manifiesto que hay cosas que el dinero no puede comprar.

Morsi, ¿un nuevo mártir del islamismo?

Mohamed Morsi, el ex presidente egipcio, depuesto por la junta militar liderada por Abdel Fattah al-Sisi en julio de 2013, ha sido sentenciado a muerte por un tribunal. Según las últimas noticias reportadas por los medios internacionales, más de cien islamistas compartirían su misma suerte bajo el crimen de haber confabulado con militantes del Hamás palestino y el Hezbollah libanes para escapar de la prisión de Wadi el-Natrun en 2011, durante el tumulto social de la naciente Primavera Árabe. El interrogante en boga esta jornada, entre analistas, funcionarios y periodistas, se traduce naturalmente en la expectativa de qué ocurrirá en las próximas semanas. ¿Se llevará a cabo la sentencia? Cabe preguntarse, tal vez más importante, ¿cuál será la reacción a nivel regional entre los islamistas si el cabecilla de los hermanos musulmanes es ejecutado?

Desde su llegada al poder, al-Sisi impuso una política de mano dura para tratar con la Hermandad Musulmana. Su Gobierno acusa a la misma de buscar socavar el espíritu de las protestas de la plaza Tahrir, de mermar la estabilidad del país, y de poner a Egipto en liga con organizaciones terroristas. En efecto, la junta militar le ha declarado la guerra a los islamistas, y al-Sisi, quien está al tanto del nivel de polarización en la sociedad, ha buscado legitimar su posición llamando a una reforma del islam, abogando por su despolitización; atacando precisamente al islam político o islamismo. En este sentido, Morsi está acusado por el Gobierno de facilitar información clasificada a organizaciones islamistas ideológicamente afines a su propia plataforma.

La condena a Morsi y a otros islamistas, muchos de ellos juzgados in absentia, incluyendo al notorio clérigo egipcio (residente en Qatar), Yusuf al-Qaradawi, considerado el líder espiritual de los hermanos musulmanes, responde desde luego a una decisión política. En el mundo árabe la pena capital es un castigo recurrente institucionalizado desde hace tiempo. Situado el caso en contexto, en Egipto no se registra semejante ofensiva contra la cúpula islamista desde la era de Gamal Abdel Nasser durante las décadas de 1950 y 1960. Hace un mes la fiscalía intentó condenar a Morsi a muerte, mas terminó condenándolo a veinte años de cárcel.

La revisión del fallo posiblemente se debe a la ansiedad del Gobierno, ratificado electoralmente en mayo de 2014, por cerrar un capítulo y poner coto definitivo a las aspiraciones del islamismo. Después de todo, la Hermandad Musulmana es la fuerza de oposición más antigua y mejor organizada, con la capacidad de movilizar a miles de manifestantes de un día para el otro. Ante futuras eventualidades, los islamistas, desde el punto de vista oficialista, no solo que resaltan como subversivos, sino que tienen el verídico potencial de desestabilizar el país.

Para sus detractores, la Hermandad Musulmana probó, como hicieran el Frente Islámico de Salvación (FIS) argelino, el Hamás palestino y el Hezbollah libanes, que el islamismo es un movimiento autocrático disfrazado de democrático. Morsi en algún punto selló su propio destino cuando a finales de 2012 impulsó una constitución y firmó decretos que le permitían al presidente posicionarse por encima de la ley, sometiendo el Poder Judicial a su discrecionalidad. Morsi se reservaba el derecho de administrar el presupuesto, promulgar leyes, y de formar la Asamblea constituyente, mostrando signos de querer supeditar el proceso político a la ley islámica. Al anunciar la medida, el islamista espetó a su pueblo declarando que sus decisiones no pretendían recortar libertades. Alrededor de la mitad de la población interpretó lo contrario, y a continuación siguieron las protestas masivas que culminaron en junio de 2013 y decantarían en su deposición.

Desde entonces los partidarios de Morsi vienen denunciando al Gobierno de al-Sisi por la presunta purga que viene llevado a cabo para erradicar la plataforma islamista. En este aspecto, vale recalcar que ven al rais (presidente) como una autoridad ilegitima por hacerse del mando mediante un golpe de Estado. Ilustrando la postura de la Hermandad Musulmana, Mohammad Soudan, prominente miembro y portavoz de la agrupación (exiliado en Reino Unido), en su momento sugirió que Morsi fue víctima de una conspiración que involucró a factores domésticos y externos, y que en esencia su mandato fue mucho más inclusivo y democrático que el del actual régimen castrense, siendo que el líder habría consultado a liberales, izquierdistas y cristianos para esbozar la polémica reforma constitucional que eventualmente precipito su caída. La violencia religiosa contra cristianos, dijo Soudan, fue una operación encubierta de los servicios de inteligencia para desprestigiar a la Hermandad Musulmana. Haciendo eco de los pretextos clásicos del populismo, Soudan opina, al igual que el grueso de sus copartidarios, que las protestas masivas en contra de Morsi fueron un “circo mediático” orquestado por las fuerzas reaccionarias del viejo régimen.

En concreto, la reacción a la condena de Morsi y sus allegados no se hizo esperar. Estados Unidos y la Unión Europea expresaron grave preocupación por este juicio, asumiéndolo como arbitrario y claramente sesgado. Amnistía Internacional y Ban Ki-moon, el secretario general de las Naciones Unidas, adoptaron la misma posición e insistieron en la nulidad e ilegitimidad de la sentencia. Por su parte, ideológicamente cercano a Morsi, el presidente turco Recep Tayyip Erdogan condicionó los vínculos bilaterales con Egipto a la liberación del islamista. “Si Morsi es sentenciado a muerte hoy, en verdad es un castigo contra la urna electoral”, dijo el mandatario, recalcando que se trata de un hombre que fue elegido (en 2012) con el 52% de los votos.

Además de fuertes presiones externas, el régimen de al-Sisi se enfrenta a importantes desafíos domésticos. Sobre Egipto, el país más populoso del mundo árabe, se estima que la pobreza alcanza a un cuarto de la población. Según los pronósticos más crudos, esta cifra englobaría a la mitad de los casi 89 millones de sus habitantes. En añadidura, la situación de los jóvenes, la fuerza motriz de las protestas sociales, es precaria, siendo que existe un altísimo nivel de desempleo (cerca de un 30 por ciento) que afecta principalmente a graduados que no pueden encontrar inserción laboral. Más de la mitad de la población egipcia tiene menos de 25 años, y sin embargo el Gobierno castrense últimamente ha mostrado signos de estar enajenándose de esta audiencia masiva.

En tanto se hace aparente que al-Sisi ha llegado para quedarse, el movimiento juvenil Tamarod (“rebelión”), instrumental en volcar la opinión publica en contra de Morsi, ha quedado disminuido frente a divisiones internas, y en definitiva se ha hecho irrelevante al lado de la sombra que proyecta el rais. Desde su posesión del poder en 2013, al-Sisi ha buscado estabilizar el país mediante la “regularización de la protesta” – eufemismo que para muchos implica directamente su prohibición. Como último eslabón en una serie de incidentes, el poder judicial falló hace un mes para despedir a los empleados públicos que se pusieran en paro, una medida sin duda destinada a desalentar la movilización del cuerpo asalariado.

De llevarse a cabo la sentencia de muerte que pesa sobre Morsi y la dirigencia islamista, Egipto podría despertar nuevamente ante un profundo tumulto social. Lo cierto es que si bien al-Sisi se revalidó ganando las elecciones del año pasado con un arrasador 96 por ciento de los votos, solo la mitad de la población acudió a votar. Por todo esto, la volatilidad del contexto egipcio indica que de morir Morsi, un elevado porcentaje de la población lo vería convertirse en un mártir que dio su vida por una causa noble. En la liturgia callejera del mundo árabe, el martirio, una dignidad imbuida de significación religiosa, suele concederse a todo quien da su vida en la lucha contra las fuerzas de las percibidas tiranías.

Por esta razón desde lo personal estoy convencido que de ser ejecutado, la breve gestión de un año de Morsi a la larga dejará de ser una nota a pie de página en la historia egipcia, y en cambio pasará a ser enaltecida y mistificada incluso por personas ajenas al movimiento islamista.

Por otra parte, así como la represión de la era nasserista repercutió en la radicalización del sector islamista, cabría la posibilidad de que la historia se repitiese. El capítulo egipcio de la Hermandad Musulmana, que en décadas pasadas se comprometió a no intentar llegar al poder por medio de la violencia, podría fragmentarse en posiciones más próximas a las que tienen los yihadistas más extremistas. Debe tenerse presente que a pocas horas de anunciarse el veredicto contra Morsi y compañía, tres jueces fueron asesinados, y uno resultó gravemente herido en el Sinaí del Norte. En esta región desértica y escasamente poblada, radicales islámicos de la familia del Estado Islámico (ISIS) vienen desarrollando desde 2011 una insurgencia contra la autoridad, la cual se ha intensificado luego de que Morsi fuera removido del palacio de Abdín.

De un modo u otro, el solo anuncio de la sentencia no hace más que perpetuar la marcada polarización de la sociedad egipcia, como así también perjudicar la imagen del régimen castrense a nivel internacional. El veredicto final llegaría el 2 de junio, fecha límite en la cual el gran muftí, la más alta autoridad religiosa egipcia, debe emitir su opinión jurídica sobre el castigo. Si bien su juicio valorativo es influyente, a fin de cuentas el clérigo no tiene discreción sobre la decisión final de la corte. En esta medida todo apunta a que la decisión final gravita en torno al poder político.

En vista del incremento en las actividades de grupos islámicos dentro y fuera de las fronteras de Egipto, cabe la posibilidad de que el juicio contra los hermanos musulmanes sea una maniobra para asentar miedo. El aparato castrense necesita “impartir justicia” para sentar el ejemplo y acertar un golpe de gracia contra la oposición islamista. La disyuntiva del régimen, autocrático mas secular, deviene de las lecciones de la historia reciente. Uno de sus desafíos consiste precisamente en cómo contrarrestar la influencia islamista sin crear mártires en el proceso, y – como quien dice – sin que el tiro le salga por la culata. Desde este punto de vista es realista argumentar que los militares les tienen tanto miedo a los islamistas como los islamistas a los militares.

Es de esperar que varios activistas islamistas sean procesados y ejecutados, pero dada la coyuntura doméstica y externa, es menos probable que la vida de Morsi este en riesgo. El hombre es un símbolo, y su ejecución podría desatar justamente aquello que se busca evitar, y Egipto, ante tales circunstancias, no puede permitirse la condena de las principales potencias. Ahora bien, sea cual fuera el resultado, al-Sisi ha comunicado a los cuatro vientos hasta dónde está dispuesto a llegar en su batalla contra el islamismo. De momento solo cabe esperar a ver cuál será el veredicto definitivo.

La guerra que se avecina

Hace pocas semanas el grupo islámico palestino Hamás instó a Hezbollah, su contraparte chiita y libanesa a aunar fuerzas para combatir al enemigo común de siempre: Israel. De concretarse, semejanza alianza no resultaría en un desenlace inesperado. Ambos grupos comparten un odio ideológico visceral frente a lo que consideran un Estado ilegitimo y colonialista. No obstante, por encima de sus inclinaciones similares, ambos grupos responden a intereses que no siempre coinciden. Siendo actores no estatales, dependen de los víveres provistos por benefactores con agendas disimiles.

Fundados durante la década de 1980, hasta el levantamiento contra Bashar al-Assad en 2011 ambos grupos servían como intermediarios de Siria e Irán. Hamás no expresaba, pese a ser un movimiento sunita, ninguna convulsión en recibir fondos y armamentos mediante la gracia de Teherán. El liderazgo del grupo palestino tampoco podía quejarse frente a la hospitalidad del Gobierno de al-Assad, que le brindaba amparo y protección. Pero una vez que las fallas sísmicas del mundo árabe comenzaron a desplazarse, dando lugar a la guerra civil siria, Hamás se distancio de sus patrones tradicionales. Tomando partido en lo que constituye un conflicto sectario entre sunitas y chiitas, Hamás cambió a un patrocinador por otro. Su líder, Khaled Mashaal, movió sus oficinas desde Damasco a Doha, convirtiendo a su organización en pleno cliente de Qatar.

A diferencia de lo ocurrido con Hezbollah, atada geográfica e ideológicamente a la supervivencia del régimen sirio, el conflicto sectario en el Levante no afectó las prioridades de Hamás, que no desistió de atacar a Israel. Por el contrario, en 2014 el grupo aprovechó la situación regional para guerrear a los israelíes, y sumar puntos a su reputación como movimiento yihadista, verídicamente comprometido con “la destrucción de los sionistas”. Hezbollah en cambio sí vio su agenda alterada, porque tuvo que priorizar la supervivencia de Assad. Pero la situación podría estar cambiando.

Según algunas consideraciones, cuatro años más tarde de haberse iniciado, la guerra intestina entre los árabes lentamente se estabiliza en beneficio de Assad. Las fuerzas gubernamentales controlan la mayor parte de la zona costera del país, incluyendo las principales ciudades de Damasco, Homs y Alepo. Hoy Assad puede dormir tranquilo, a sabiendas de que su seguridad por lo pronto está garantizada.

La irrupción en escena del Estado Islámico (ISIS) en 2013, y acaso más concretamente, la campaña internacional iniciada en su contra el año pasado, ha sin lugar a dudas fortalecido la posición de Assad vis-à-vis Occidente. Apelando a que “más vale diablo conocido que diablo por conocer”, el regente damasceno apuesta a que si no tranzan con él, los estadounidenses por lo menos lo dejen ser. En este contexto los israelíes están más intranquilos. Por un lado, Assad – el diablo conocido – mantuvo una frontera tranquila con el Estado judío, realidad que para muchos lo convierte en la mejor opción frente al prospecto de la alternativa: un Gobierno islámico – el diablo por conocer. Por otro lado, algunos sostienen que la supervivencia del régimen sirio es un cálculo estratégico obsoleto, que debería ser revisado a la luz de su apoyo continuo a Hezbollah. En rigor, desde que fuera derrotada militarmente en la guerra de octubre de 1973, Siria ha buscado guerrear contra Israel por otros medios indirectos, esencialmente patrocinando a grupos terroristas de todo el espectro político y religioso.

En términos de la seguridad de Israel, la relativa mejoría en la situación del régimen sirio presenta una grave amenaza. Suponiendo que las prioridades de Hezbollah se reorientaran a su propósito fundacional, una operación contra el norte israelí sería plausible. El grupo ha adquirido mayor experiencia bélica, y de acuerdo con estimaciones de inteligencia, habría incrementado considerablemente su arsenal balístico. Si en la última conflagración durante el verano (boreal) de 2006 Hezbollah poseía 13 000 cohetes de corto y mediano alcance, ahora podría tener más de 100 000, incluyendo un inventario de misiles capaces de impactar Tel Aviv, que habrían sido provistos por Teherán.

Por supuesto, si el grupo libanés decidiera escalar en un conflicto abierto con Israel, esto pondría en riesgo dejar el flanco de Assad en descubierto, en tanto mayores recursos serían destinados a la frontera sur. Lo que es más, y aquí el dilema en la estrategia de Jerusalén, a esta altura una guerra con Hezbollah implicaría casi seguramente una guerra con Damasco. Con el ataque de helicóptero realizado hace un mes en Quneitra, en el límite entre Israel y Siria, las fuerzas hebreas parecen haber señalado que no tolerarán la apertura de un nuevo frente, o mismo aún, que no tienen intención de verse arrastradas en el conflicto sirio. Israel históricamente ha dependido de la fuerza como política de disuasión. Pero aunque esta disciplina ha funcionado de maravilla con los actores estatales del vecindario, el registro reciente muestra de sobremanera que esta no funciona tan eficazmente con los grupos terroristas transnacionales.

Los conocedores de la materia dejan por sentado que Israel actuará con severidad si los cohetes vuelven a llover sobre sus ciudades y poblados. Si bien una nueva guerra en el sur de Líbano y Siria podría resultar crucialmente perjudicial para Assad (y este podría estar opuesto de antemano a la misma), paradójicamente, un conflicto con los enemigos “imperialistas” de siempre, podría desviar la atención de los yihadistas de toda ramificación hacia la guerra contra los judíos. Si así fuese el caso, la comunidad internacional por descontado clamaría por la autocontención de Israel frente a sus objetivos vitales de seguridad.

Desde lo discursivo, Hasan Nasrallah, el líder de Hezbollah, ha prometido recientemente retaliación contra Israel. Lo cierto, no obstante, es que nunca faltan declaraciones beligerantes entre yihadistas e islamistas contra “el Satán sionista”. En este sentido tampoco sería la primera vez en que grupos islamistas hacen diplomacia entre sí para acordar que Israel debe ser destruido. Lo grave del llamado de Hamás a cooperar con Hezbollah no es la cooperación per se, pero más bien el momento crítico en el que podría llegar a darse esta. Es posible que el guiño de Hamás a Hezbollah represente la frustración del primero frente a un suministro disminuido de arsenal, queriendo ahora este reconciliarse con Irán. En todo caso, debe tomarse en consideración que el Gobierno egipcio de Abdel Fattah el-Sisi, contrario a la gestión anterior liderada por Mohamed Morsi, se ha propuesto ser mucho más estricto con el bloqueo a Gaza desde el Sinaí.

En suma, desde el sur, eventualmente otra guerra contra Israel le permitiría a Hamás agraciarse frente a Teherán. Desde el norte, otra guerra con Israel le permitiría a Hezbollah reafirmar su presencia, y ganar credenciales como elemento activo en la lucha contra los israelíes. Cabe de esperar que Irán se encuentre preparando a sus activos en el Levante como plan de refuerzo, para demorar y enredar el proceso de acercamiento que Barack Obama comenzara hace poco. Una guerra no solamente pondría a Israel en una situación precaria desde el punto de vista estratégico, sino que probablemente desenfocaría la atención de Washington frente a los designios persas. Con una guerra entre Israel y Hezbollah, Irán podría ganar tiempo en su búsqueda por la bomba nuclear, incrementar su influencia, y desviar el foco de atención desde Asad al premier israelí. En contrapartida, como ha sido discutido, la estrategia no está exenta de importantes riesgos.

De llegar a cumplirse este pronóstico, y de volver a caer cohetes sobre suelo hebreo, lo más probable es que los islamistas decidan abstenerse de comenzar una guerra en tanto no haya sido formado un nuevo Gobierno en Israel. Con las elecciones fijadas para el 17 de marzo, es posible que ya adentrado abril, las fuerzas políticas de este país no hayan pactado todavía para formar una coalición. En este momento, una ofensiva por parte de los grupos islámicos inclinaría a los votantes israelíes a votar por la plataforma más seguridad-intensiva, lo que se traduce en el voto a los partidos de derecha – menos moldeables a ceder frente a la violencia. Por todo esto, quedará por verse que sucederá este año, y si en efecto Hamas y Hezbollah encuentran el fatídico momento para atacar.

Las variantes politizadas del Islam

Cada vez que en los medios de comunicación se toca el tema de la situación de Medio Oriente, incluyendo las eventualidades de grupos como el Estado Islámico (EI o ISIS), Al-Qaeda o el Hamás palestino, generalmente se intercambian terminologías para etiquetarlos o describirlos. Está claro que todos ellos tienen como denominador común un fuerte discurso reivindicativo de la religión, el cual pretende, de un modo u otro, hacer política. Uno de estos modos está emparentado con la violencia. Ahora está de moda utilizar la palabra “yihadismo” para darle especial connotación al carácter combativo que estos grupos suelen demostrar. En añadidura, si usted mira o escucha los noticieros, se percatará que los periodistas frecuentemente llaman a los islamistas “salafistas”. En cambio, a veces hablan de “wahabitas” o (el menos correcto) “wahabistas”. Pero, ¿cuáles son las diferencias entre estos términos? Mediante un pequeño aporte académico, vale la pena esclarecer el significado de cada palabra, para de este modo poder ser más precisos como coherentes a la hora de hablar de los grupos islamistas y de los sucesos contemporáneos que llegan a la primera plana.

Para empezar, la misma definición de islamismo debe ser revisada. Hace pocos días estuve en Madrid, y vi que en una importante librería se utilizaba este rótulo – islamismo – para delimitar la sección de libros dedicada a la religión islámica. La anécdota viene al caso porque muchas veces, desafortunadamente, en la cotidianidad se utiliza islamismo casi como sinónimo de islam. En concreto, islamismo se refiere a las formas politizadas del islam; a los movimientos sociales que partiendo de la religión, buscan activar a la comunidad para profundizar una agenda que es política, y no obstante religiosa al mismo tiempo. La confusión naturalmente viene dada por los usos del lenguaje. Hablamos de cristianismo, judaísmo o budismo para nombrar religiones, todas ellas terminadas con la letra o. Por eso, a pesar de las apariencias engañosas, debe tenerse siempre presente que para hablar de la religión islámica utilizamos islam, y que islamismo solo sirve para hablar de sus expresiones politizadas.

Bien, hay distintos tipos de islamismo. Están aquellos que persiguen la islamización – o para ponerlo con una expresión acaso más familiar – la evangelización de la sociedad, desde “abajo hacia arriba”, y quienes por mano contraria buscan imponerla desde “arriba hacia abajo”. Los islamistas que suscriben a la primera vertiente priorizan la construcción de un movimiento y de una plataforma con amplias bases de apoyo, como paso previo a lanzarse en la competencia política. Podría decirse que quieren generar cierta cohesión, y darse a sí mismos la relevancia que ostenta todo movimiento de masas. En contraste, lo que caracteriza a quienes acompañan a la segunda tendencia, es que han decidido prescindir de la paciencia y del enfoque largo placista de los primeros. Más allá de que algunos de los grupos islamistas han llegado al poder por vía del sufragio, dado que a la larga ninguno ha probado aún ser democrático en un sentido republicano, en mi opinión, lo esencial de este segundo tipo de islamismo es que no se viene con obras de teatro, sino que muestra sus ulteriores objetivos tal como son, ninguneando la fachada más conciliadora y hasta a veces democrática que adoptan los islamistas de la primera tendencia.

Véase por ejemplo que Hamás se asemeja bastante al modelo de “abajo hacia arriba”. Llegaron al poder por vía democrática, pero solo luego de construir un movimiento con amplias bases de fondo a lo largo de veinte años de trabajo social. Sin embargo, ya en el poder, es difícil sostener que Hamás se comporte de forma democrática, puesto que no respeta a la oposición, y tampoco cuida garantías básicas del sistema republicano. Por otro lado, Hamás tiene una faceta que se asemeja más al segundo tipo. Justamente, siendo que ya se ha consolidado en el poder, sus activistas pueden darse el lujo de exponer su crudeza y vocación fanática sin reparo por la etiqueta o las formas.

El término yihadismo es empleado para describir a los grupos islamistas que utilizan la violencia en pos de una causa religiosa, porque dicen apelar a una yihad, a una “guerra santa” contra los enemigos, sean estos internos (apóstatas) o externos (infieles). Siguiendo con el ejemplo anterior, Hamás podría ser clasificado como yihadista en la medida que emplea la violencia enmarcándola en una contienda religiosa. Aunque, por otro lado, en comparación con Al-Qaeda, el yihadismo de Hamás ciertamente es mucho más restringido. Se limita pues a la Franja de Gaza y a la lucha contra Israel. Al-Qaeda, en cambio, ha probado operar en una escala global, la cual no necesariamente queda restringida a una región en particular. Por esta razón, yihadistas los hay de distinto calibre y grosor.

Para ser islamista no es menester ser yihadista. Para dar otro ejemplo, el capítulo egipcio de la Hermandad Musulmana responde al esquema que va desde “abajo hacia arriba”, y distinto a Hamás, en términos generales, no ha adoptado una actitud abiertamente belicista ni siendo oposición, o ni siendo autoridad – durante la acotada experiencia de Mohamed Morsi en el poder.

Por descontado, los islamistas esbozan una agenda política instruida en la religión, pero al fin y al cabo, valga la redundancia, operan dentro de un marco que reconoce a priori el contexto político. Lo que esto implica, en otras palabras, es que por más soñadores que sean, los islamistas reconocen que la sociedad es un campo de batalla que debe ser ganado, a veces de forma progresiva, y a veces de forma sucinta y violenta. Significa que aceptan a la modernidad como tal, y emplean sus herramientas, como lo es el sistema político o las instituciones, para ganar influencia.

Este reconocimiento de la realidad moderna es desde ya mucho más perceptible con los grupos que responden al modelo “abajo hacia arriba”. En contrapartida, muy a menudo quienes intentan imponer su voluntad por la fuerza desde “arriba hacia abajo” parecen estar más interesados en la realización instantánea de una utopía religiosa que en la construcción de una “Modernidad islamizada”. Hamás y la Hermandad Musulmana serán en muchos aspectos grupos fanatizados, pero el hecho de que no se comporten democráticamente no trae aparejado un rechazo por las instituciones del Estado moderno, como un sistema taxativo, un aparato represivo, o como una red de organismos burocráticos para gestionar la vida pública y dirimir los conflictos entre particulares. En contraste, grupos como Al-Qaeda o el ISIS que operan en una escala mayor, y que demandan a la población la impartición instantánea de sus recados de pureza, solo se interesan por los réditos propagandísticos o militares de la tecnología contemporánea, mas no así por las instituciones que se desprenden del Estado moderno. Los activistas y yihadistas del ISIS utilizan las redes sociales y las armas que los norteamericanos dejaron en Irak, pero reniegan de la idea de penetrar instituciones y organismos públicos para acaparar más espacios.

Esta razón hace que para algunos autores los islamistas que imparten de “arriba hacia abajo” no sean islamistas, pero más bien neofundamentalistas, fundamentalistas, o yihadistas a secas. En rigor, se trata de una zona gris dentro del campo académico que estudia el fenómeno islamista. Pero sean Al-Qaeda o el ISIS islamistas o no, el argumento consiste en señalar que sus militantes están más interesados en hacer triunfar lo netamente religioso por sobre lo cultural, y lo sagrado por sobre lo profano. Para ellos el Estado no es un fin en sí mismo, sino un instrumento por el cual dar renacimiento a prácticas religiosas ultraortodoxas. De este modo, para ellos la política queda completamente subyugada a un ideario imaginario. Siendo así, la ecuación entre lo político y lo religioso queda mucho más balanceada en los grupos del primer tipo, los cuales discutiblemente – observan y especulan los analistas – son más pragmáticos que los “fundamentalistas” salidos de Al-Qaeda, el ISIS, u otras agrupaciones.

A veces se utiliza “salafismo” como sinónimo de fundamentalismo. Este es un uso equivocado que confunde más de lo que aclara. La palabra salaf, “ancestro”, se refiere a las primeras tres generaciones de regentes y pensadores islámicos. Sin entrar en detalles, quienes se autoconsideran salafistas insisten en que buscan reinstaurar cierta originalidad o tradición religiosa perdida por el desarraigo de la identidad musulmana. Ahora bien, esta consiga de regresar a las bases puede ser empleada en un doble sentido. Por supuesto, están aquellos que defienden la tesis de que para volver a su esencia original, el islam debe modernizarse, compatibilizarse con el pensamiento racional, con las innovaciones y con el pensamiento humanista en boga hoy en día. Pero también existen quienes arguyen exactamente lo contrario. Los ejemplos mencionados recién responden a este último caso.

Con esta apreciación en mente, los diversos grupos islamistas debaten otro eje identitario que repercute en lo organizacional, entre una concepción progresiva del islam, y entre una regresiva. Quienes persiguen una islamización desde “abajo hacia arriba” por lo general se entienden a sí mismos del modo progresivo, y conceden cierta flexibilidad para condonar las innovaciones teológicas. Dado que estos intentan añadir sustento mayoritario a su plataforma, insisten en la unidad entre todos los musulmanes antes que distraerse en cuestiones sectarias. En contrapartida, quienes llevan el islam desde “arriba hacia abajo” casi siempre lo piensan como un modelo perfecto que fue descarriado a lo largo de las generaciones, de forma tal que sueñan con retrotraerse en el tiempo a la época inmediata a Mahoma para cumplir al pie de la letra sus recados.

Finalmente, “salafismo” es también utilizado como sinónimo de “wahabismo”. Este último sí adscribe mejor al significado que en lo cotidiano le otorgamos al término fundamentalismo. Los wahabitas históricamente eran los seguidores de Muhammad ibn Abd-al-Wahhab, un reformista del siglo XVIII, que inspiró a sus seguidores a purificar sangrientamente la península arábiga de todo quien fuese considerado un transgresor del mandato divino. En la actualidad, el wahabismo es considerado el ala más ortodoxa, fundamentalista si se quiere, dentro del islam sunita. En Arabia Saudita se le imparte un carácter de credo oficialista, cosa que se ve reflejada en el elevadísimo nivel de conservadurismo que rige la escena pública en dicho país. No obstante, en su versión militante, las campañas militares wahabitas del pasado se asemejan en demasía a los actos perpetrados por los hombres del ISIS.

En resumen, los islamistas no necesariamente son yihadistas, y todos dicen ser salafistas, aunque “progresivos”, “regresivos” o algún punto medio según lo reclame cada grupo. Solo aquellos salafistas marcadamente regresivos, con una actitud inflexible frente a las innovaciones, al estilo de vida moderno, y beligerantes en el estilo yihadista podrían llegar a ser wahabitas. Emplear estos términos conscientemente puede ayudarnos a lograr una mejor comprensión de este complejo fenómeno social, y al mismo tiempo incentivar un debate productivo como centrado sobre el desempeño, logros y fracasos de todas las formas politizadas del islam.