Las lecciones no aprendidas del genocidio armenio

Este mes se conmemora el centenario del genocidio perpetrado contra el pueblo armenio, cometido por el Gobierno otomano durante la Primera Guerra Mundial. Se estima que entre un millón y un millón y medio de armenios murieron; centenares de miles como resultado directo de terribles masacres, y otros millares como resultado indirecto de su desplazamiento forzado, para languidecer en el exilio y perecer frente a la falta de refugio y alimentos.

Visto en perspectiva histórica, del genocidio armenio trascendieron importantes y terribles secuelas que se ven reflejadas en la ejecución de otros crímenes sistemáticos contra grupos humanos por parte de diferentes actores. Como precedente, la suerte de los armenios, y no menos importante, la relativa impunidad con la que se salieron sus verdugos, influenciaron el trágico devenir de otros pueblos que luego serían perseguidos también. Pero en esta oportunidad, en vista de los dantescos eventos de la guerra religiosa que viene llevándose a cabo en Medio Oriente, es conveniente repasar cómo el genocidio armenio cambió para siempre el paradigma de la política en la región. A todo quien esté dispuesto a verlos, los sucesos de la actualidad muestran por sí solos los méritos del ejercicio de conmemoración y memoria.

Lo primero a destacar es naturalmente el contexto de esta fatídica experiencia. Entre mediados del siglo XIX y comienzos del siglo XX, los armenios, al igual que otros pueblos y etnias gobernadas por el gran imperio multicultural que era el otomano, descubrieron la idea del nacionalismo. Provistos con un renacimiento político y cultural en línea con los movimientos ideológicos de Europa, los súbditos cristianos del califa otomano comenzaron a revelarse y a obtener progresivamente su independencia hasta el desmembramiento final del imperio islámico. En el caso de los armenios, a finales del siglo XIX, influenciados por la tendencia marxista que se estaba desarrollando en Rusia, concibieron entre otros a dos partidos políticos radicales (Hunchakian y Dashnaks), caracterizados por una aspiración independentista común, pero así también por instar al uso de violencia en contra de los otomanos, y hasta cierto punto contra la mayoría musulmana, para alcanzar dicha finalidad.

Comenzando en la década de 1890, los militantes armenios comenzaron a contrabandear armas rusas y a emprender con ellas actos que hoy serían catalogados como terroristas contra funcionarios públicos e incluso contra personalidades armenias opuestas a la campaña de violencia. Como resultado, la insurgencia de los radicales “corroboró”, en vista del califa y posteriormente de los nacionalistas turcos, que los armenios querían sublevarse como lo hicieran, efectivamente, y gracias al apoyo de las potencias europeas, los búlgaros, griegos, rumanos y serbios antes que ellos.

Lo cierto, no obstante, es que Estambul ya venía articulando una otredad negativa para los armenios desde mediados del siglo XIX, comenzando estos a ser vistos como detractores – una quinta columna si se quiere – dentro del Imperio, que favorecía la influencia rusa a costas de la soberanía turca. Históricamente las ambiciones rusas sobre los Balcanes y el Cáucaso constituyeron la principal fuente de amenaza a la integridad territorial otomana, y con el devenir de las guerras ruso-turcas, Estambul fue perdiendo control sobre sus provincias europeas. En este contexto, ya antes de la Primera Guerra Mundial, el hecho de que hubiera armenios rusos combatiendo en favor del zar sentó la creencia entre los turcos (posteriormente explotada con fines macabros) que todos los cristianos siríacos, armenios, o griegos ortodoxos representaban una presencia que amenazaba la seguridad otomana. En este sentido, el sequito del califa creía que los cristianos serían proclives a confabular con los rusos para arrebatarle Anatolia Oriental al orden musulmán.

Por otro lado, pese a las vicisitudes, en términos generales, los súbditos armenios del soberano otomano eran mucho más laboriosos y prósperos económicamente que la mayoría musulmana a su alrededor. Esta realización, al igual que sucedería con otras minorías en distintos lugares y coyunturas, contribuyó a su estigmatización entre el grupo humano predominante. Conjugadas las circunstancias, la subversión de los radicales armenios, la precaria situación geopolítica otomana, y los prejuicios de las elites y las masas, prepararon el terreno para “Medz Yeghern” – el “Gran Crimen” – cometido contra los armenios.

Entre 1894 y 1896 se registró una masacre de armenios sin parangón hasta ese entonces en la historia moderna del Imperio otomano. Se concede que aunque las mismas no fueron orquestadas personalmente por el califa, funcionarios otomanos hicieron la vista gorda al comportamiento de los musulmanes de Anatolia Oriental y sus notables, y ergo de un modo u otro permitieron que estos arremetan contra las comunidades armenias por miedo a las aspiraciones nacionalistas difundidas entre estas.

En 1908 un grupo de nacionalistas castrenses referido como los Jóvenes Turcos tomaron el poder en Estambul, y emprendieron una fuerte campaña de “otomanización” (léase unificación) de las distintas etnias y minorías del Imperio, valga la redundancia, para fomentar una identidad y lealtad otomana común entre los habitantes. Este proceso, si bien anterior a 1908, ahora era impetuosamente acelerado, y para los no turcos se convirtió en motivo de preocupación, en tanto se entendía que deberían relegar sus costumbres y solidaridades sectarias en función de abrazar una identidad esencialmente turca.

Si anteriormente los armenios eran vistos como una amenaza a la integridad otomana, luego de 1908 pasaron de lleno a ser considerados, no solamente peligrosos, sino extranjeros e indeseables. Esta inclinación llegó a su cúspide con la guerra balcánica de 1912 y 1913, una contienda en donde voluntarios armenios lucharon contra los otomanos, y que resultó en la pérdida definitiva de la soberanía turca sobre territorios europeos. Este desastre, al menos en términos de la proyección de poder otomano, como secuela crispó el nacionalismo turco, y este pasó a favorecer, para distanciarse y a la vez antagonizar con los rebeldes cristianos, un sentir identitario fuertemente apegado a la religión islámica. Esta ideología denunciaba a los cristianos, fueran de la etnia que fueran, como sediciosos, infieles, e ingratos, y con la erupción de la Primera Guerra Mundial, dadas las tensiones recientes, un importante número de armenios se abstuvo de integrar las filas otomanas, y lo que es más, muchos decidieron integrar las formaciones rusas. Lo que siguió a partir de ese momento fue una campaña deliberada por parte del Estado otomano por exterminar sistemáticamente a los armenios y a otros cristianos como los asirios y griegos pónticos dentro de su territorio. El resto, como dicen, es historia. Para usar una expresión más coloquial, en suma las autoridades turcas “metieron a todos en la misma bolsa”, indiscriminadamente de su activismo político, lealtad, condición o sexo.

La lección más importante que debería haber sido aprendida al término de la guerra, cuando el Imperio otomano fue desmembrado por las potencias europeas victoriosas, es que los nexos de solidaridad construidos sobre una base sectaria o religiosa suelen ser más poderosos que aquellos impartidos “desde arriba hacia abajo” por una autoridad central. Esto viene al caso sobre todo cuando dicha autoridad se ampara en una ideología que minimiza las costumbres o sensibilidades de las colectividades, si es que directamente no es el resultado de una nueva entidad política construida por agentes extranjeros.

Comenzando con las guerras balcánicas, a principios del siglo XX comenzaban a manifestarse indicios que los nuevos Estados multiculturales, donde la competencia política, si la había, se traducía en competencia sectaria, eran un experimento destinado al fracaso. Francia y Gran Bretaña se dividieron Medio Oriente tras la derrota otomana, mas fraguaron una división política imperfecta con trágicas consecuencias. Notoriamente, para acomodar a los cristianos maronitas en el Levante con un Estado viable, los franceses crearon en 1920 el Líbano, en un esquema que los situaba compartiendo poder con los árabes sunitas y chiitas.

En paralelo, los británicos dieron formación a Irak unificando tres provincias otomanas, suponiendo que una mayoría chiita viviría en paz con una minoría sunita en el poder, y que los kurdos, étnicamente diferentes a los árabes, balancearían la ecuación.

La historia muestra que la convivencia entre distintos colectivos dentro de un solo país pudo conseguirse solamente con el amparo y presencia de las potencias europeas, pero cuando Londres y París abandonaron sus colonias a su suerte, en la segunda mitad del siglo XX, la convivencia rápidamente comenzó a deteriorarse. Esta semana, por ejemplo, se cumplen cuarenta años de la guerra civil que destrozó al Líbano y que forzó a los grupos religiosos a tomar partido de acuerdo a su identidad confesional. Este problema, que hoy en día se ve especialmente en Siria y en Irak en la guerra religiosa entre sunitas y chiitas, fue evadido durante seiscientos años por las autoridades otomanas mediante el sistema de Millet. Este consistía en la asignación de espacios especiales dónde cada comunidad religiosa podía, en donde esta fuera significativa, autogobernarse de acuerdo a sus propias costumbres y leyes religiosas, siempre y cuando se atuvieran a pagar los impuestos debidos según lo establecido por el califato. Entrada la Era Moderna el sistema se desmoronó con el avenimiento de los distintos nacionalismos.

La segunda lección no aprendida de la catástrofe armenia apunta a que en situaciones de rivalidad y resentimiento sectario, la etnia o grupo encabezando el poder, represente o no a la mayoría total del país, puede iniciar un proceso de deshumanización y polarización, que de escalar, podría culminar en un genocidio. Esto está bastante documentado y es una realidad que trasciende las fronteras de Medio Oriente. Como la experiencia armenia muestra, el colectivo es señalado como una amenaza interna y acusado de ser desleal con el Estado, y luego se lo degrada a un carácter de inferioridad, deshumanizándolo para facilitar su aniquilación física o la desaparición de su cultura. La campaña de Saddam Hussein contra los kurdos, o la reciente insurgencia del Estado Islámico (ISIS) contra las minorías religiosas de Irak sirven para ilustrar la relevancia de esta cuestión.

El genocidio armenio es una herida abierta, no exclusivamente porque el Estado turco ha fallado en enfrentar su pasado y en reconocer responsabilidad por las masacres, pero también porque las minorías religiosas de la región continúan en peligro de extermino. Los cristianos del mundo árabe son perseguidos y asesinados a diario y a esta altura existe suficiente evidencia de que el fanatismo islámico, y la ideología totalitaria que es el islamismo, acaparan intenciones perfectamente catalogables como genocidas. Lamentablemente en Medio Oriente el “nunca más” está muy lejos de ser una realidad dada por sentada.

La efectiva intransigencia de Netanyahu

En diciembre de 1969,Isaac Rabin, en ese entonces embajador de Israel en Estados Unidos, le confió a Menachem Begin que “no es suficiente que un embajador israelí aquí [en Washington] diga simplemente estoy actuando en pos de los mejores intereses de mi país de acuerdo a las reglas. Para promover nuestros intereses, un embajador israelí tiene que sacar provecho de las rivalidades entre los demócratas y los republicanos. Un embajador israelí que no quiere o no es capaz de hacerse su camino a través del complejo panorama político norteamericano para promover los intereses estratégicos de Israel, haría bien en empacar e irse a casa”. Cuarenta años más tarde, si hay algo que la última querella protagonizada por el presidente Barack Obama y el primer ministro Benjamín Netanyahu demuestra, es que claramente la premisa pragmática de Rabin no ha perdido validez.

Es indudable que Netanyahu es capaz de entrometerse por la trastienda política estadounidense y, al menos de momento, salirse con la suya.Efraim Halevy, prominente figura ya retirada de la inteligencia israelí, ha descrito al premier como “una persona inusualmente inteligente, que ha dominado el arte de gobierno con relativa facilidad y que es excepcionalmente dotado en utilizar a los medios, especialmente los electrónicos, a su favor”. Esta es una descripción con la que los detractores del reelecto líder israelí estarían de acuerdo. Desde esta posición, aunque Netanyahu está lejos de convertirse en un estadista, su genio político es evidente. Primero sabe apalancarse de las emociones de su electorado, luego tiene maña para los arreglos a corto plazo para sostener su Gobierno, y por último tiene una fluidez nata para aprovechar la enorme influencia conservadora en Estados Unidos, y mermar con ella la política exterior adversa de la Casa Blanca.

Si bien la mala relación entre Netanyahu y Obama empeoró en este último tiempo por la citada cuestión iraní, la rispa y la desconfianza mutua viene en aumento desde hace tiempo. La mala sintonía entre estos dos líderes se debe en gran parte a las nociones diferentes que tienen sobre la proyección de sus países en el mundo. Netanyahu cree que un Estado palestino pronto se convertiría en un semillero de yihadistas, y cree que Obama no comprende las eventualidades contemporáneas. El presidente norteamericano por su parte cree que el acuerdo entre israelíes y palestinos es indispensable para cementar confianza, pulir la imagen de Estados Unidos, y eventualmente contribuir a la estabilidad de Medio Oriente. El problema entre ellos aparece cuando Obama se encasilló en echarle toda la culpa por el fracaso a los asentamientos judíos en Cisjordania.

La pugna entre un presidente estadounidense y un primer ministro israelí no es una crónica novedosa, y ciertamente no es la primera vez que las incompatibilidades de carácter y personalidad entre los respectivos dignatarios se vuelven manifiestas. En 1977 Menachem Begin quiso aleccionar al presidente Jimmy Carter sobre la situación israelí utilizando mapas, para mostrarle el “big picture” de la situación en la región. Netanyahu hizo lo mismo con Obama en 2011, y como Begin, se discute que su posición dura – algunos dirían “dogmática” – peligra la relación de Israel con Estados Unidos.

Por otro lado debe ser dicho que la desazón no se sustrae solamente a un clivaje entre izquierda y derecha, o a una factura entre una cosmovisión demócrata y otra republicana (en el sentido estadounidense de los términos). Isaac Shamir, tal vez el más maximalista entre los líderes del Likud, mantuvo una tensa relación con George H.W. Bush (republicano) debido a la rotunda oposición del primero a ceder en la cuestión de los asentamientos. En 1991 Jerusalén necesitaba de la ayuda económica de Washington para absorber a centenares de miles de inmigrantes provenientes de la difunta Unión Soviética. Frente a la negativa de Shamir a comprometerse a frenar la construcción de asentamientos en los territorios palestinos, Bush congeló garantías de préstamos por 10 billones de dólares durante más de un año, hasta que el liderazgo israelí cambió y pudo concretar un acuerdo con Isaac Rabin en agosto de 1992.

Akiva Eldar, renombrado columnista de Haaretz, el matutino de izquierda más importante de Israel, dijo que “Netanyahu es Shamir sin bigote”, y que ambos se caracterizan por dominar “el arte de la intransigencia”. Sin embargo, mientras la intransigencia a Shamir le costó el cargo, pues perdió frente a Rabin en los comicios de 1992, la intransigencia a Netanyahu le ha dado resultado. Por lo menos eso es lo que ha quedado confirmado con el devenir electoral de hace un par de semanas. Shamir se vio perjudicado por la falta de interés de los votantes en su visión redentora de los asentamientos. En aquella oportunidad, las preocupaciones del israelí promedio se vinculaban con asuntos de la cotidianidad urbana, que la oposición laborista supo identificar y resumir con el eslogan: “dinero para los barrios pobres, no para los asentamientos”.

El ciudadano israelí de hoy también vota en función de su bolsillo pensando en la situación socioeconómica. No obstante, el éxito en la intransigencia de Netanyahu frente a Obama descansa, en que a diferencia de Shamir, el actual primer ministro ha sabido llevar a tierra las abstracciones de los revisionistas. Aunque todos los dirigentes del Likud han siempre remarcado su oposición a comprometer la seguridad del Estado, Netanyahu ha sabido, en sintonía con la coyuntura, darle un sentido práctico a las aspiraciones mesiánicas de los sectores más duros. Como resultado, preparó una retórica con la cual gran parte de los israelíes puede consentir. De un modo u otro, si la inestabilidad regional y el auge de los movimientos islamistas y yihadistas no le dio a Netanyahu la razón, todos están de acuerdo que estas condiciones le ayudaron a posicionar su agenda.

El precio de la retirada estadounidense de Yemen

La situación en Yemen puede derivar en un escenario como el de “Irak, Siria y Libia”, indicó Jamal Bonomar, el enviado especial de las Naciones Unidas para este país, en una videoconferencia con el Consejo de Seguridad. Formalidades aparte, este escenario ya es una realidad que no sorprende en lo absoluto, pues Yemen, uno de los países más corruptos y pobres de Medio Oriente sino el mundo, tiene una larga trayectoria de penosas divisiones marchando desde hace siglos.

La comunidad internacional ha tomado nota de la gravedad de los sucesos recientes en el país arábigo, librado a una guerra civil entre militantes chiitas zaidíes de Ansar Allah, “partidarios de Dios”, mejor conocidos como los hutíes, y las fuerzas leales al presidente sunita Abdu Rabu Mansour Hadi, derrocado a finales de febrero. Sin embargo, tomar nota no necesariamente implica tomar cartas en el asunto, o por lo menos no en función de la resolución del problema. En este sentido, lo que los círculos diplomáticos naturalmente se preguntan es cuál será la acción de Estados Unidos. De momento la respuesta parece apuntar a un “nada”. Después del golpe que depuso al presidente Hadi, Washington decidió cerrar su embajada en Saná, la capital, tras lo que Londres y París hicieron lo mismo. Finalmente, este sábado se anunció que el Pentágono retiraba a un centenar de tropas del país, debido al deterioro de la seguridad y la inestabilidad creciente.

Como lo sugiere el comentario de Bonomar, la pregunta que vale es qué pasará con Yemen. Estados Unidos y sus aliados europeos indirectamente han dejado en claro que por ahora no intervendrán. Además, por más voluntad política que pudieran tener por hacer algo y preservar los intereses occidentales, lo cierto es que no están en condiciones de plantear una estrategia. Ya bastante problema es la situación en Siria y en Irak con el clan al-Assad y el Estado Islámico (ISIS), y aún no hay indicios de que Estados Unidos haya adoptado una estrategia contundente para poner coto a las ambiciones de dichos actores. ¿Qué esperar entonces del futuro de Yemen?

La respuesta viene dada por las fuentes de conflicto. La cita atribuida a Mark Twain, “la historia no se repite, pero rima” cobrará aquí mucho sentido.

Las raíces del conflicto

El conflicto se sustrae a las históricas diferencias sectarias entre sunitas y chiitas. Mientras que el primer grupo representa el 65 por ciento de la población, el segundo compone el 35 por ciento restante. Desde la generalidad, la minoría chiita resiente el trato de la mayoría sunita, culpa a sus dirigentes por la pobreza y el estancamiento del país, y maldice los intentos que estos han llevado a cabo por crear una identidad común yemení basada en las preferencias confesionales de la mayoría. Visto en perspectiva, la inestabilidad resultante de este clima no es nueva. De acuerdo con la historiadora Jane Hathaway, “los zaidíes han sido un elemento volátil desde la adquisición formal de Yemen por el Imperio otomano en 1538”.

Los zaidiés, resumiendo su beligerancia en pocas líneas, lanzaron en 1566 una importante revuelta – una jihad, “guerra santa” – contra la potencia sunita de la época, casi expulsando a los otomanos del territorio yemení, y eventualmente lográndolo en 1635. En 1872 los otomanos volvieron a intervenir, en parte como respuesta a la ocupación británica de Adén de 1839, y retuvieron su presencia, aunque con severas dificultades, hasta la desintegración del Imperio luego de la Primera Guerra Mundial.

Con el colapso del Imperio otomano, los chiitas, mayoría en el norte, declararon un imanato alrededor de Saná, a la par que los sunitas, mayoría en el sur, constituyeron sus vidas bajo dominio inglés alrededor de Adén. El imanato duró hasta 1962, cuando nacionalistas partidarios del líder egipcio Gamal Abdel Nasser tomaron las riendas del poder, dando no obstante lugar a una sangrienta guerra entre revolucionarios y reaccionarios que se prolongó durante ocho años. Por otro lado, en el sur, con el proceso descolonización y la subsecuente retirada de los efectivos británicos en 1967, pronto apareció en escena un Estado comunista afín a la Unión Soviética.

En el contexto de la Guerra Fría, Yemen quedó dividido en dos Estados de orientación secular, y dejando de lado algunos traspiés, la línea de fractura religiosa no fue tan importante como lo fue la fractura política entre socialistas y conservadores. Sin embargo, la guerra en Yemen del Norte deterioró la situación de los chiitas considerablemente. Vale recalcar que en términos de jurisprudencia religiosa, el zaidismo fue el principal lazo de solidaridad entre los yemeníes del norte desde finales del siglo IX, cuando se formó está rama dentro del chiismo.

Siguiendo la unificación de Yemen en 1990 bajo la dirección del dictador Alí Abdalá Saleh (depuesto en 2012) aparecieron los primeros indicios de que las fisuras de índole religiosa comenzaban a reabrirse. Fue precisamente a comienzos de los años noventa cuando los hutíes dieron sus primeros pasos para “promover un renacimiento zaidí”. A raíz de la creciente violencia que sacude Yemen, varios medios internacionales han reportado que la invasión estadounidense de Irak en 2003 fue el catalizador de la insurgencia de esta milicia chiita. Si bien esto es cierto, lo que no ha sido tan difundido es que los hutíes aparecieron antes que nada como una reacción ante la también grave influencia de los wahabitas; intencionalmente alimentada por una Arabia Saudita preocupada ante la marca que sus vecinos chiitas meridionales, acaso en liga con Irán, podrían dejar sobre sus asuntos domésticos.

Sunitas contra Chiitas

El wahabismo es considerado como la rama más ortodoxa y militante dentro del sunismo. Para los wahabitas, los chiitas no solamente son herejes por identificar y deificar a una línea de descendientes de Mahoma, pero lo que es más, en este caso antagonizan particularmente con los zaidiés por su proclividad hacia lo que en la terminología legal islámica se conoce como ijtihad o “pensamiento independiente”. Esto se ve reflejado en que los zaidiés son más laxos que otros chiitas en cuanto a la sucesión del imanato, y sus líderes religiosos permiten la innovación religiosa – la formulación de nuevas leyes basadas en la interpretación de las fuentes islámicas. Un rasgo clave de los partidarios de ijtihad es el reconocimiento que el Corán y los hadices (los dichos orales de Mahoma) deben ser juzgados a la luz del contexto en el que son estudiados. Esta es una actitud que los wahabitas aborrecen, porque se atienen a que la religión es lineal e inflexible, y no consideran que los recados divinos estén sujetos a ningún tipo de innovación, de modo que despotrican contra la interpretación humana de las fuentes.

Paradójicamente, pese a que los zaidiés son los chiitas que más se parecen a los sunitas en ritos y costumbres, esta diferencia teológica prueba encrudecer el conflicto intestino yemení, y empaparlo con toda la tenacidad de la conflagración que se está dando entre sunitas y chiitas en todo Medio Oriente. Yemen es uno de los principales bastiones de Al Qaeda, la renombrada organización wahabita y terrorista; y no obstante, si uno tuviera que guiarse por los eslóganes de las facciones, a simple vista esta organización estaría perfectamente de acuerdo con el lema de los hutíes: “muerte a Estados Unidos, muerte a Israel, muerte a los judíos, victoria al islam”.

Dadas las vicisitudes propias de cualquier país configurado sobre una polarización sectaria latente, en la última década el Gobierno yemení pasó a cortejar abiertamente a los elementos wahabitas para diluir la influencia zaidí. Como suele ser el caso en los anales de Medio Oriente, la autoridad central temía que la primera minoría sea una quinta columna en potencia, con intereses y sentimientos ajenos a aquellos de la mayoría, y que ergo conspirara contra ella. En la medida que los hutíes tomaron predominancia en el norte del país, el Gobierno acusó al grupo zaidí de querer revivir el tradicional imanato a costas de la unidad nacional. La guerra entre las fuerzas gubernamentales y las milicias houtíes comenzó en 2004, y condujo a una crisis humanitaria extensiva que no tiene final en vista, y que ha dejado ya un saldo de decenas de miles de muertos y desplazados.

Al inicio de la contienda, los houtíes enmarcaban la sublevación contra el Gobierno en agravios de índole socioeconómica, la corrupción, y la política exterior del país cercana a Washington. Por estas razones, “los partidarios de Dios” ciertamente cumplieron un rol directo en la caída de Abdalá Saleh en 2012. Mas la “primavera árabe” terminó temprano para los houtíes, en la medida que pronto se sintieron excluidos del nuevo Gobierno, por cuestiones que ya no solamente hacían a una mera disputa de poder. Si hace unos años se hablaba de que el conflicto “se había transformado de uno ideológico y religioso a uno más relacionado con una insurgencia clásica”, con el trasfondo contemporáneo, todo apunta a que esto podría estar corriendo a la inversa.

Crónica de un fracaso anunciado

Además de las complicaciones derivadas de las divisiones sectarias, desde el punto de vista de la gobernabilidad, al analizar Yemen hay que sumar sus características topográficas. Las zonas montañosas en el interior del país han entorpecido los esfuerzos por sentar una administración central en el pasado bajo distintos gobernantes, y las montañas seguirán causando el mismo efecto en el futuro. Fue debido a ellas que los zaidiés pudieron obstaculizar los anhelos otomanos por dominar el extremo sur de la península arábiga, y es gracias (o pese) a ellas que todos los intentos por asegurar un dominio férreo del país sostenidamente en el tiempo se verán severamente perjudicados.

El fracaso de Estados Unidos en retener Afganistán e Irak en el tiempo pone de manifiesto que las fuerzas sociales del sectarismo y las condiciones naturales de la geografía son barreras implacables al fatídico proyecto de democratización y estabilización. Desde una lógica pragmática, la “Primavera Árabe” ha dejado en claro que este primer interés puede resultar contraproducente a los efectos de resguardar este último. Pero aun así, dejando de lado la agenda de “libertad y progreso”, la estabilidad regional prueba ser elusiva, y la administración de Barack Obama da la sensación de haberse rendido frente a la adversa realidad desplegada sobre su mesa.

El dilema de los estrategas castrenses y civiles estadounidenses en relación a Medio Oriente es ahora cómo promover una agenda de estabilidad sin invertir demasiado dinero, ni sacrificar vidas norteamericanas en el proceso. La débil respuesta de Obama al Gobierno sirio y al ISIS, y su determinación por apaciguar a Irán para que este abandone su programa de desarrollo nuclear son ángulos de este dilema.

La retirada estadounidense de Yemen es por supuesto simbólica, siendo que el número de tropas es muy reducido. Ahora bien, al corto plazo tendrá un precio elevado, que se verá reflejado en la falta de información de primera mano sobre lo que ocurre en el país. Más importante, el hecho motivará a los militantes y terroristas de todo espectro del islamismo a plantear batalla a Occidente, añadiendo sustancia a la ya difundida creencia entre los yihadistas de que “Estados Unidos es un tigre de papel”. En este aspecto, la comprensible baja tolerancia de la sociedad norteamericana a las bajas civiles y militares en países lejanos, por causas que no se comprenden del todo, es uno de los principales capitales que los yihadistas han aprendido a aprovechar para el reclutamiento y motivación de sus miembros. Por otra parte, la de la retirada estadounidense también asienta la creencia de que Estados Unidos eventualmente abandonará a sus aliados cuando el panorama se oscurezca – “tirándolos debajo del bus”, para utilizar la expresión norteamericana.

Al largo plazo, lo más triste, trascendental e importante es que la retirada estadounidense no influye en el pronóstico: Yemen estará condenado al fracaso por el futuro previsible. La guerra civil no tiene instituciones públicas que atrofiar porque en principio no hay instituciones por las cuales velar. Dado su historial, falta de estabilidad y pobreza sistémica, Yemen viene en camino a convertirse en Irak, Siria y Libia, pero también en Afganistán y en Somalia. Yemen es el ejemplo rotundo de que no todo Estado puede ser salvado por una intervención militar internacional.

La yihad no termina con una paz entre israelíes y palestinos

Existe una opinión muy difundida alrededor del globo que consiste en señalar que si el conflicto israelí-palestino terminara mañana, el leitmotiv de la yihad, la guerra santa contra “los pérfidos judíos”, siempre presente en el islam radical, perdería su tono para eventualmente convertirse en un susurro. Esta creencia supone que si los israelíes y palestinos firman la paz, tanto árabes como musulmanes en general no tardarán en verse forzados, dadas las circunstancias, a resignarse a convivir con un Estado judío como vecino. No obstante, si bien esta hipótesis se justifica con algunos argumentos, vistas las cosas en perspectiva, la misma resulta poco realista – y hasta algo ilusoria también.

Recientemente el rey Abdalá II de Jordania suscribió en público a esta idea. El monarca hachemita se dirigió al parlamento europeo, y advirtió que el conflicto entre israelíes y palestinos sirve como un grito de guerra para los yihadistas. Si bien admitió que la lucha contra el extremismo es una tarea que pesa sobre las naciones musulmanas, al final aseveró que el problema de raíz yacía en el fracaso de la comunidad internacional para defender los derechos palestinos. “Este fracaso – dijo – envía un mensaje peligroso”.

Abdalá no es la primera ni será la última personalidad en dar cabida a esta noción. No hace falta ser un experto para percatarse que “judíos descendientes de cerdos y monos” y otros clichés del antisemitismo clásico son piezas inamovibles de la retórica de quienes apelan a la guerra santa islámica como vehículo hacia la rectitud y corrección de todos los males. En defensa de la hipótesis, tiene sentido contar con que una vez erguido un Estado palestino, viviendo en paz con Israel, los yihadistas e islamistas de corte belicista pierdan legitimidad a la hora de levantar el espíritu de las masas. Este feliz escenario se vería potenciado por el hecho de que bajo los auspicios de Arabia Saudita, la Liga Árabe le ofreció a Israel en 2002 el pleno reconocimiento diplomático de sus miembros (menos Siria), siempre y cuando este acordara una solución definitiva al problema palestino. El impacto sería trascendental. Alcanzada una paz avalada por los países árabes, los yihadistas, al menos en teoría, verían su legitimidad disminuida, y pasarían a representar la posición errática de grupos transnacionales, y no así aquella de los Estados musulmanes propiamente establecidos.

Sin embargo, esta línea de análisis presenta un problema elemental. Pone todo el peso por el fracaso de las negociaciones sobre Israel, perdiendo de vista que la primicia del conflicto no es enteramente territorial, pues también es religiosa; especialmente desde el punto de vista del yihadista convencional. Gracias a la irrupción en escena del Estado Islámico (ISIS), esta realidad nunca estuvo tan manifiesta como ahora. Si hay algo que los yihadistas en Mesopotamia demuestran es que Israel, independientemente de cuanta saliva sea gastada para despotricar en su contra, no es la única fuente que incita al terrorismo islámico. Lejos de eso, la guerra del ISIS y sus grupos afiliados se libra contra la cultura misma, contra el legado de la Antigüedad, contra los ritos y costumbres locales, contra quienes no tienen la suficiente virtud religiosa, y contra quienes abrazan las formas modernas y reniegan del dogma.

Comparando el islamismo en sus ramas más extremas con los totalitarismos del siglo pasado, varios autores emplearon, no sin controversia, neologismos como “islamofacismo” o “islamoleninismo” para ponderar las similitudes entre todas estas fórmulas. La comparación se basa en la identificación de una mentalidad semejante, que se opone a lo “mecánico y artificial” de la sociedad industrial, clasista y liberal, para elevar el ideal de un sociedad “orgánica”, romántica, unida por el pasado, y apegada a una causa nacional – o en este caso religiosa. Identificando dicho patrón común, Ian Buruma y Avishai Margalit hablan de “occidentalismo”, lo que en esencia es el sentimiento antioccidental. Así como lo marcan los autores, el occidentalismo religioso tiene un agravante en relación a otros proyectos totalitarios, y es que “tiende a proyectarse, mucho más que cualquiera de sus variantes seculares, en términos maniqueos, como una guerra santa que se libra contra la idea de un mal absoluto”.

Lo importante a destacar aquí es que para el antioccidental los problemas suelen comenzar con los judíos, pero nunca terminan con ellos. Al caso, el nazismo veía a los judíos tanto como representantes del capitalismo como del comunismo, pero además de plantear su destrucción física, la locura hitleriana emprendía una campaña que englobaba la destrucción inexorable de tales sistemas. En tanto estos existieran, siempre habría judíos envueltos en tinieblas confabulando contra el Reich. Dejando de lado las distancias, con el extremismo islámico sucede algo muy similar.

Todo quien haya visitado Israel se percatará que el país constituye un apéndice de Occidente en Medio Oriente. Con una economía de mercado pujante, un sistema democrático y liberal, el contraste con sus vecinos árabes es tajante. Siendo estas sus características, para un yihadista Israel no solo es una calamidad de la peor índole por ser una entidad soberana judía, sino que además el país representa todos los valores que este se ha cometido a destruir. Para el islamista, Israel, además de ser un Estado que ha usurpado tierra islámica, es de lo más abyecto porque corrompe a los musulmanes con los supuestos valores frívolos y artificiales de la sociedad moderna, apegados con Occidente.

Dar por entendido que el fenómeno del yihadismo dejará de existir luego de que israelíes y palestinos convengan una solución pacífica a sus disputas suena razonable, siempre y cuando se crea que la matriz del conflicto es territorial. Existen por supuesto controversias de esta índole, y que de acuerdo a lo pautado históricamente con mediación estadounidense, esperan ser resueltas mediante intercambios de tierras, a modo de acomodar a las partes involucradas. Pero eso no es todo, porque el conflicto esconde una importante faceta religiosa, ciertamente más intangible y difícil de apreciar que la cuestión territorial, mas no por eso menos importante. En este sentido, la tan ansiada paz para unos se convierte en la tan odiada traición para otros.

El yihadismo no finalizará con una paz entre israelíes y palestinos. Quienes por el lado palestino hayan cedido al compromiso se convertirán inmediatamente en blancos antes que los propios israelíes. Análogamente, Estados Unidos y Europa no estarán más seguros frente al terrorismo islámico, porque al final de cuentas la campaña de los yihadistas va conducida contra Occidente en su conjunto, sin importar lo que este haga o deje de hacer. Siempre hay que tener presente que en sus fantasías utópicas, el ISIS busca impartir un califato a escala global, y no se contentará con retener soberanía en Medio Oriente.

Los yihadistas no serán apaciguados una vez solucionado el conflicto israelí-palestino. A estas alturas ha quedo en claro que las primeras víctimas del extremismo religioso son los propios musulmanes, y luego, sin falta, los occidentales.

Así como lo dijo el rey jordano, la lucha contra el extremismo debe pesar sobre las naciones musulmanas. Sin embargo, poner a Israel como condicionante o catalizador de la insurgencia islámica, además de no ser preciso, resulta malicioso en aras de comprender la verdad. Es desconocer el odio a todo Occidente, a sus valores y libertades, inherente en la mentalidad fundamentalista islámica.

Combatiendo la yihad en La Meca

Entre el lunes y el miércoles de la semana pasada se celebró en La Meca una cumbre entre predominantes figuras de la escena clerical musulmana para discutir la reforma del islam y combatir al terrorismo. Organizada por la Liga Islámica Mundial (MWL), un grupo no gubernamental patrocinado por el Gobierno saudita, el objeto de la cumbre era deslegitimar la insurgencia del ISIS, y revindicar – por supuesto – la posición de la monarquía.

Con el visto bueno del nuevo rey Salman bin Abdulaziz, la cumbre contó con la participación estelar del jeque Ahmed al-Tayeb, el gran imán de la prestigiosa universidad sunita de al-Azhar, de Egipto. En teoría, el motivo de la cumbre era evitar la radicalización de los musulmanes y explorar la naturaleza del terrorismo. Ahora bien, el problema es que la organización convocante, cual agente del Estado saudita, representa a la rama ortodoxa del establecimiento religioso sunita. La Liga Islámica Mundial tiene una orientación wahabita, y es a través de ella que en las últimas décadas se han distribuido las obras de pensadores islámicos radicales por todo el mundo. Alimentada por los petrodólares inagotables del Golfo, esta organización subsidia organizaciones islámicas por el mundo, pero lo hace sobre la base de una agenda conservadora y definitivamente peligrosa, que ha propagado posturas extremistas en relación con la cotidianeidad y el odio a Occidente.

Algunos medios reportaron las declaraciones políticamente correctas del jeque al-Tayeb, acaso induciendo al lector o al televidente a pensar que se había producido un hito, cuando tal autoridad dijo, por ejemplo, que “la lucha contra el terrorismo y el extremismo religioso no se contrapone con el islam”, o que “el terrorismo no tiene religión o patria, y que acusar al islam de estar detrás del terrorismo es injusto y falso”. Abdullah bin Abdelmohsin al-Turki, el secretario general de la MWL fue un paso más lejos al admitir que “el terrorismo al que nos enfrentamos en la Umma (comunidad) musulmana está religiosamente motivado”, aunque “haya sido fundado en el extremismo y en una descarriada concepción de la sharia (la ley islámica).

No obstante, pese a estas declaraciones, todo se hizo por faltar a la verdad y poco por incentivar un verdadero cambio en la educación musulmana. Debe tenerse presente que dejando de lado las formalidades, el jeque de al-Azhar culpó a Israel y al “nuevo colonialismo” por el colapso de Medio Oriente:

“Nos enfrentamos a grandes conspiraciones contra los árabes y los musulmanes. Las conspiraciones quieren destruir a la sociedad, en una forma que se condice con los sueños del colonialismo del nuevo mundo, que está aliado con el sionismo global; mano a mano y hombro con hombro”.

“No debemos olvidar que el único método usado por el Nuevo colonialismo ahora, es el mismo que fue usado por el colonialismo durante el siglo pasado, y cuyo mortífero eslogan es divide y conquistarás”.

Estas son las declaraciones que importan. En suma muestran que la cosmovisión predominante en la cúpula religiosa sunita no ha cambiado. La misma consiste en explicar los agravios del presente en la injerencia de Occidente en Medio Oriente, y en el establecimiento de Israel en la casa de los árabes. En algún punto es cierto que la colonización europea, la creación de un hogar nacional judío, y el proceso de modernización en general alimentaron el fuego de sucesivos movimientos islamistas. Pero fenómenos como el Estado Islámico (ISIS) se ven mucho mejor explicados en la continuada tradición ortodoxa sunita.

Si el wahabismo no pondera papel alguno para el razonamiento independiente (ijtihad) en la práctica religiosa cotidiana, Occidente, Israel, o cualquier otro chivo expiatorio tiene poco y nada que ver con esta anacrónica creencia. La realidad coyuntural es que los Estados del Golfo no están ni cerca de convertirse en países “progresistas”, y aunque el extremismo del ISIS resulta para muchos una flagrante desviación, sus doctrinas son las mismas que dieron fundación a Arabia Saudita. Este es un país que pudo solamente consolidarse gracias al fanatismo religioso y belicoso de los Ikhwan (hermanos), un grupo que hoy resultaría muy similar al ISIS. Para consagrarse y formar un Estado, eventualmente la monarquía saudita tuvo que enfrentarse y purgar a esta guardia, siempre hambrienta por mayores conquistas.

Ahmend al-Tayeb es considerado “moderado” porque bajo su conducción, al-Azhar le dio la espalda a Mohamed Morsi, de la Hermandad Musulmana, y avaló a Abdel Fattah al-Sisi. Sin embargo no por eso al-Tayeb deja de ser conservador. Su adherencia a teorías conspirativas no es la excepción, y la falta de una verídica autocritica en su discurso muestra que esta figura no es quien emprenderá la monumental tarea de adaptar la práctica religiosa a la contemporaneidad. Como formador de opinión, al-Tayeb no hace otra cosa que propagar estereotipos, y postergar el llamado a que los árabes tomen responsabilidad por sus propias acciones. En este aspecto, el discurso del jeque se parece al que adoptan los propios yihadistas, como si todos ellos se desprendieran de un mismo tronco, y apelaran a las mismas audiencias.

Llevado este caso al plano general de la cumbre, el tiempo dirá si el encuentro se traduce en un impacto positivo en la mediación del establecimiento religioso. Por lo pronto esto dista de ser así. La cumbre no resultará en una ulema (comunidad de juristas) más flexible o liberal. El evento debe ser visto como un hecho simbólico destinado a disputar la legitimidad del ISIS, señalando en todo caso que el verdadero Estado Islámico es Arabia Saudita, o que son los juristas, y no los yihadistas, quienes tienen la voz cantante sobre los asuntos del credo.

Imagínese usted si Corea del Norte llamara a una conferencia en Pyongyang para reformular el comunismo, bajo el patrocinio de Kim Jong-un, convocando a los principales pensadores comunistas del globo. ¿Se reformaría el régimen, o sería un acto de relaciones públicas? Sin ir más lejos, con Arabia Saudita ocurre lo mismo. Se trata de un Estado que durante mucho tiempo ha activamente exportado una ideología que se entrecruza con una doctrina religiosa ortodoxa e inflexible. Los sauditas, y más específicamente los clérigos ortodoxos y wahabitas, no pueden minimizar su responsabilidad culpando a terceros por el extremismo islámico que hoy causa tantos estragos.

Las variantes politizadas del Islam

Cada vez que en los medios de comunicación se toca el tema de la situación de Medio Oriente, incluyendo las eventualidades de grupos como el Estado Islámico (EI o ISIS), Al-Qaeda o el Hamás palestino, generalmente se intercambian terminologías para etiquetarlos o describirlos. Está claro que todos ellos tienen como denominador común un fuerte discurso reivindicativo de la religión, el cual pretende, de un modo u otro, hacer política. Uno de estos modos está emparentado con la violencia. Ahora está de moda utilizar la palabra “yihadismo” para darle especial connotación al carácter combativo que estos grupos suelen demostrar. En añadidura, si usted mira o escucha los noticieros, se percatará que los periodistas frecuentemente llaman a los islamistas “salafistas”. En cambio, a veces hablan de “wahabitas” o (el menos correcto) “wahabistas”. Pero, ¿cuáles son las diferencias entre estos términos? Mediante un pequeño aporte académico, vale la pena esclarecer el significado de cada palabra, para de este modo poder ser más precisos como coherentes a la hora de hablar de los grupos islamistas y de los sucesos contemporáneos que llegan a la primera plana.

Para empezar, la misma definición de islamismo debe ser revisada. Hace pocos días estuve en Madrid, y vi que en una importante librería se utilizaba este rótulo – islamismo – para delimitar la sección de libros dedicada a la religión islámica. La anécdota viene al caso porque muchas veces, desafortunadamente, en la cotidianidad se utiliza islamismo casi como sinónimo de islam. En concreto, islamismo se refiere a las formas politizadas del islam; a los movimientos sociales que partiendo de la religión, buscan activar a la comunidad para profundizar una agenda que es política, y no obstante religiosa al mismo tiempo. La confusión naturalmente viene dada por los usos del lenguaje. Hablamos de cristianismo, judaísmo o budismo para nombrar religiones, todas ellas terminadas con la letra o. Por eso, a pesar de las apariencias engañosas, debe tenerse siempre presente que para hablar de la religión islámica utilizamos islam, y que islamismo solo sirve para hablar de sus expresiones politizadas.

Bien, hay distintos tipos de islamismo. Están aquellos que persiguen la islamización – o para ponerlo con una expresión acaso más familiar – la evangelización de la sociedad, desde “abajo hacia arriba”, y quienes por mano contraria buscan imponerla desde “arriba hacia abajo”. Los islamistas que suscriben a la primera vertiente priorizan la construcción de un movimiento y de una plataforma con amplias bases de apoyo, como paso previo a lanzarse en la competencia política. Podría decirse que quieren generar cierta cohesión, y darse a sí mismos la relevancia que ostenta todo movimiento de masas. En contraste, lo que caracteriza a quienes acompañan a la segunda tendencia, es que han decidido prescindir de la paciencia y del enfoque largo placista de los primeros. Más allá de que algunos de los grupos islamistas han llegado al poder por vía del sufragio, dado que a la larga ninguno ha probado aún ser democrático en un sentido republicano, en mi opinión, lo esencial de este segundo tipo de islamismo es que no se viene con obras de teatro, sino que muestra sus ulteriores objetivos tal como son, ninguneando la fachada más conciliadora y hasta a veces democrática que adoptan los islamistas de la primera tendencia.

Véase por ejemplo que Hamás se asemeja bastante al modelo de “abajo hacia arriba”. Llegaron al poder por vía democrática, pero solo luego de construir un movimiento con amplias bases de fondo a lo largo de veinte años de trabajo social. Sin embargo, ya en el poder, es difícil sostener que Hamás se comporte de forma democrática, puesto que no respeta a la oposición, y tampoco cuida garantías básicas del sistema republicano. Por otro lado, Hamás tiene una faceta que se asemeja más al segundo tipo. Justamente, siendo que ya se ha consolidado en el poder, sus activistas pueden darse el lujo de exponer su crudeza y vocación fanática sin reparo por la etiqueta o las formas.

El término yihadismo es empleado para describir a los grupos islamistas que utilizan la violencia en pos de una causa religiosa, porque dicen apelar a una yihad, a una “guerra santa” contra los enemigos, sean estos internos (apóstatas) o externos (infieles). Siguiendo con el ejemplo anterior, Hamás podría ser clasificado como yihadista en la medida que emplea la violencia enmarcándola en una contienda religiosa. Aunque, por otro lado, en comparación con Al-Qaeda, el yihadismo de Hamás ciertamente es mucho más restringido. Se limita pues a la Franja de Gaza y a la lucha contra Israel. Al-Qaeda, en cambio, ha probado operar en una escala global, la cual no necesariamente queda restringida a una región en particular. Por esta razón, yihadistas los hay de distinto calibre y grosor.

Para ser islamista no es menester ser yihadista. Para dar otro ejemplo, el capítulo egipcio de la Hermandad Musulmana responde al esquema que va desde “abajo hacia arriba”, y distinto a Hamás, en términos generales, no ha adoptado una actitud abiertamente belicista ni siendo oposición, o ni siendo autoridad – durante la acotada experiencia de Mohamed Morsi en el poder.

Por descontado, los islamistas esbozan una agenda política instruida en la religión, pero al fin y al cabo, valga la redundancia, operan dentro de un marco que reconoce a priori el contexto político. Lo que esto implica, en otras palabras, es que por más soñadores que sean, los islamistas reconocen que la sociedad es un campo de batalla que debe ser ganado, a veces de forma progresiva, y a veces de forma sucinta y violenta. Significa que aceptan a la modernidad como tal, y emplean sus herramientas, como lo es el sistema político o las instituciones, para ganar influencia.

Este reconocimiento de la realidad moderna es desde ya mucho más perceptible con los grupos que responden al modelo “abajo hacia arriba”. En contrapartida, muy a menudo quienes intentan imponer su voluntad por la fuerza desde “arriba hacia abajo” parecen estar más interesados en la realización instantánea de una utopía religiosa que en la construcción de una “Modernidad islamizada”. Hamás y la Hermandad Musulmana serán en muchos aspectos grupos fanatizados, pero el hecho de que no se comporten democráticamente no trae aparejado un rechazo por las instituciones del Estado moderno, como un sistema taxativo, un aparato represivo, o como una red de organismos burocráticos para gestionar la vida pública y dirimir los conflictos entre particulares. En contraste, grupos como Al-Qaeda o el ISIS que operan en una escala mayor, y que demandan a la población la impartición instantánea de sus recados de pureza, solo se interesan por los réditos propagandísticos o militares de la tecnología contemporánea, mas no así por las instituciones que se desprenden del Estado moderno. Los activistas y yihadistas del ISIS utilizan las redes sociales y las armas que los norteamericanos dejaron en Irak, pero reniegan de la idea de penetrar instituciones y organismos públicos para acaparar más espacios.

Esta razón hace que para algunos autores los islamistas que imparten de “arriba hacia abajo” no sean islamistas, pero más bien neofundamentalistas, fundamentalistas, o yihadistas a secas. En rigor, se trata de una zona gris dentro del campo académico que estudia el fenómeno islamista. Pero sean Al-Qaeda o el ISIS islamistas o no, el argumento consiste en señalar que sus militantes están más interesados en hacer triunfar lo netamente religioso por sobre lo cultural, y lo sagrado por sobre lo profano. Para ellos el Estado no es un fin en sí mismo, sino un instrumento por el cual dar renacimiento a prácticas religiosas ultraortodoxas. De este modo, para ellos la política queda completamente subyugada a un ideario imaginario. Siendo así, la ecuación entre lo político y lo religioso queda mucho más balanceada en los grupos del primer tipo, los cuales discutiblemente – observan y especulan los analistas – son más pragmáticos que los “fundamentalistas” salidos de Al-Qaeda, el ISIS, u otras agrupaciones.

A veces se utiliza “salafismo” como sinónimo de fundamentalismo. Este es un uso equivocado que confunde más de lo que aclara. La palabra salaf, “ancestro”, se refiere a las primeras tres generaciones de regentes y pensadores islámicos. Sin entrar en detalles, quienes se autoconsideran salafistas insisten en que buscan reinstaurar cierta originalidad o tradición religiosa perdida por el desarraigo de la identidad musulmana. Ahora bien, esta consiga de regresar a las bases puede ser empleada en un doble sentido. Por supuesto, están aquellos que defienden la tesis de que para volver a su esencia original, el islam debe modernizarse, compatibilizarse con el pensamiento racional, con las innovaciones y con el pensamiento humanista en boga hoy en día. Pero también existen quienes arguyen exactamente lo contrario. Los ejemplos mencionados recién responden a este último caso.

Con esta apreciación en mente, los diversos grupos islamistas debaten otro eje identitario que repercute en lo organizacional, entre una concepción progresiva del islam, y entre una regresiva. Quienes persiguen una islamización desde “abajo hacia arriba” por lo general se entienden a sí mismos del modo progresivo, y conceden cierta flexibilidad para condonar las innovaciones teológicas. Dado que estos intentan añadir sustento mayoritario a su plataforma, insisten en la unidad entre todos los musulmanes antes que distraerse en cuestiones sectarias. En contrapartida, quienes llevan el islam desde “arriba hacia abajo” casi siempre lo piensan como un modelo perfecto que fue descarriado a lo largo de las generaciones, de forma tal que sueñan con retrotraerse en el tiempo a la época inmediata a Mahoma para cumplir al pie de la letra sus recados.

Finalmente, “salafismo” es también utilizado como sinónimo de “wahabismo”. Este último sí adscribe mejor al significado que en lo cotidiano le otorgamos al término fundamentalismo. Los wahabitas históricamente eran los seguidores de Muhammad ibn Abd-al-Wahhab, un reformista del siglo XVIII, que inspiró a sus seguidores a purificar sangrientamente la península arábiga de todo quien fuese considerado un transgresor del mandato divino. En la actualidad, el wahabismo es considerado el ala más ortodoxa, fundamentalista si se quiere, dentro del islam sunita. En Arabia Saudita se le imparte un carácter de credo oficialista, cosa que se ve reflejada en el elevadísimo nivel de conservadurismo que rige la escena pública en dicho país. No obstante, en su versión militante, las campañas militares wahabitas del pasado se asemejan en demasía a los actos perpetrados por los hombres del ISIS.

En resumen, los islamistas no necesariamente son yihadistas, y todos dicen ser salafistas, aunque “progresivos”, “regresivos” o algún punto medio según lo reclame cada grupo. Solo aquellos salafistas marcadamente regresivos, con una actitud inflexible frente a las innovaciones, al estilo de vida moderno, y beligerantes en el estilo yihadista podrían llegar a ser wahabitas. Emplear estos términos conscientemente puede ayudarnos a lograr una mejor comprensión de este complejo fenómeno social, y al mismo tiempo incentivar un debate productivo como centrado sobre el desempeño, logros y fracasos de todas las formas politizadas del islam.

Revoluciones y batallas ideológicas

El 9 de noviembre se conmemora la jornada en la que cayó el Muro de Berlín en 1989, evento de suma importancia para la reunificación alemana, y hecho simbólico que entre otros condujo al quiebre de la Unión Soviética. Podría decirse que la destrucción del Muro, en algún punto, signó la apertura de la llamada cortina de hierro que dividía geopolíticamente a Europa en dos, en un área libre y abierta al mercado y al juego democrático, y en otra área comunista y restrictiva, caracterizada por Estados policiales represivos.

Desde que comenzara la llamada Primavera Árabe en diciembre de 2010, mucho se ha dicho sobre las repercusiones a futuro de las protestas masivas y la caída de algunos de los longevos regímenes que gobernaban en Medio Oriente. Consistentemente con estos eventos, está muy en boga preguntarse si la caída de Zine Ben Ali en Túnez, Muamar Gadafi en Libia, Hosni Mubarak en Egipto y Ali Saleh en Yemen traerá aparejadas reformas verídicamente democráticas y republicanas en el mundo árabe. Con el derrocamiento de cada dictador, ha reflotado la comparación entre las plazas tunecinas, libias o egipcias y las plazas húngaras, polacas o alemanas. ¿Pero tiene sustento la analogía? ¿Tiene sentido comparar, por ejemplo, a los berlineses orientales con los campistas egipcios que se asentaron en la plaza Tahrir de el Cairo?

La respuesta, en mi opinión, es que la comparación es en algunos aspectos válida, y en otros no. Para empezar este ejercicio de contraste, es necesario pasar revista a las coyunturas que posibilitaron las revoluciones mencionadas. En primer término, la caída de los regímenes comunistas de Europa no se explica solamente en el levantamiento afortunado de las barreras de Alemania Oriental, pero más bien en el devenir de una serie de importantes protestas civiles en los satélites soviéticos, y en las medidas de apertura política (Glasnot) y económica (Perestroika) impulsadas por el premier soviético Michail Gorvachov. De igual modo, la reunificación alemana no se produjo pese a Gorvachov, sino gracias a él. El líder de la entonces agonizante superpotencia podría haber mandado los tanques a Berlín, tal como hicieran Nikita Khrushchev con Budapest en 1956,  y Leonid Brezhnev en 1968 con Praga. Lo cierto es que antes que proteger al régimen comunista por la fuerza, Gorvachov prefirió soltarle la mano a Enrich Honecker, el regente de la DDR, y negociar la situación alemana con Estados Unidos.

Desde el otro escenario, los regímenes árabes no respondían directamente a ninguna potencia, de modo que los manifestantes no tenían a ningún Gorvachov a quien apelar; así como hicieran los europeos. Quienes se dieron cita en las plazas públicas a lo sumo podían clamar por la intermediación de Tayyip Erdogan, el mandatario turco, quien en su momento fue descrito como “el mimado de la calle árabe”. Erdogan, para varios analistas, encarna al día de hoy una suerte de síntesis entre el pensamiento islamista y una conducción gubernamental propia del sistema republicano. Combina, en otras palabras, los anhelos de tanto los musulmanes creyentes como los de aquellos más secularizados. Por otro lado, si bien los estadounidenses no hicieron nada en la región que no hicieran los soviéticos también, es destacable el hecho que Barack Obama le soltara la mano a los dirigentes que terminaron expulsados. En cambio, el ex presidente francés Nicolás Sarkozy nunca criticó a Ben Ali durante su represión de los manifestantes tunecinos en 2010 y 2011. El caso importa porque Francia es la veedora histórica de los asuntos de sus excolonias en el Magreb. 

Ambas revoluciones, la de 1989 y la que comenzara en 2010, ciertamente no se produjeron de la nada, sino que se explican como una implosión a partir de los agravios y resentimientos sociales generados durante décadas. Aquí es donde encontramos las similitudes entre ambos panoramas. Sucintamente, como causas de las movilizaciones populares en Europa y en Medio Oriente, podríamos citar las restricciones económicas, la represión política, la constante censura, y una situación de descontento generalizado frente a pocas expectativas de crecimiento a futuro, especialmente entre los jóvenes. Por otro lado, las revoluciones de 1989 y 2010 se asemejan en que ambas, viéndolas en retrospectiva, se han comportado como terremotos que han liberado longevas tensiones sectarias a la superficie – tensiones, que antes estaban comprimidas subyacentemente, mantenidas bajo control por la fuerza de la autoridad central.

En el caso europeo esta experiencia se limita a los Balcanes, donde con la disolución de la Unión Soviética en 1991, y a lo largo de toda esa década, se produjeron terribles matanzas entre católicos, musulmanes y cristianos ortodoxos. En Medio Oriente observamos, especialmente con la aparición del Estado Islámico (EI o ISIS), una conflictividad abierta entre sunitas y chiitas que rápidamente se está esparciendo por Mesopotamia y el Levante. Es muy temprano para hacer un pronóstico sobre el futuro de esta región, pero si nos basáramos en el ejemplo balcánico, encontraríamos que la solución a irreparables disputas sectarias ha sido la división territorial del Estado, en dicho caso Yugoslavia, para dar cabida a los distintos grupos étnicos y religiosos que allí habitaban. Con este antecedente, quedará por verse si las fronteras nominales de Siria e Irak terminarán mutando en los próximos años.

Toda revolución en algún punto se ha amparado de la religión para buscar legitimidad, o a lo sumo ha creado una nueva a partir de la instrucción de un nuevo culto, que frecuentemente resulta de los caprichos personalistas de sus líderes. Los patriotas norteamericanos del último cuarto del siglo XVIII esbozaron una “apelación al cielo” para reclamar por los derechos que los británicos les habían denegado; sus contemporáneos franceses dieron forma al “culto de la Razón y del Ser Supremo” para sustituir de tajo al catolicismo; y la revolución cubana de 1959, o la maoísta de 1966, impartieron, entre otras, inflexivas ideologías estatales basadas en el culto al líder, mitificándolo casi religiosamente. Durante los años ochenta, en la Europa gobernada por los regímenes soviéticos, los manifestantes solían reunirse y ampararse en las iglesias, debido a la relativa protección y anonimato que estas les ofrecían frente a los ojos punzantes del aparato represivo del Estado. Dentro de todo, este era reticente a entrar en los centros religiosos por miedo a causar un incidente internacional. El caso más conocido es aquel del movimiento polaco Solidaridad  encabezado por Lech Walesa, que recibió gran sustento moral de la Iglesia.

No obstante, hablando de religión, en Medio Oriente esta tiene un peso fundamental en la vida de todos los días, exista una crisis o no. Por supuesto, en los momentos de ruptura, la religión reenciende fervores más intensamente. Pero, en el mundo árabe, el islam ha estado siempre discursiva y simbólicamente emparentado con la política. Incluso los gobernantes considerados seculares como Bashar Al-Assad, Gaddafi o Mubarak, han intentado cubrirse con un manto islámico para así incrementar su legitimidad. Por descontado, el ISIS representa al campo más extremista dentro del abanico del pensamiento islámico, mas existen fórmulas que combinan la religión con una vocación política, a veces combativa, a veces no, a lo largo y ancho de la región. Que los grupos afiliados con la Hermandad Musulmana no sean necesariamente yihadistas, al menos no en una escala tan amplia como el ISIS, no significa que estos no persigan también objetivos religiosos a través de la política.

Aquí es donde yace la diferencia más importante entre los eventos que comenzaron dentro de los satélites de la Unión Soviética en 1989, y los que siguieron a la inmolación de un joven tunecino en 2010. En el primer caso, si bien la fuerza de la religión apadrinó las protestas, esta no acrecentó su poder tras la caída del orden comunista en relación a la dominación de la escena pública. Salvando la excepción de los Balcanes, en el siglo pasado la fisura mental entre los europeos era fundamentalmente de índole política e ideológica, no así religiosa. En Medio Oriente la política ha sido y es una importante fuente de fricción, pero así también lo es la religión, siendo que nunca se han terminado de resolver los conflictos sectarios, y que el islam no se ha integrado plenamente al positivismo que trajo consigo la Modernidad.

Los países musulmanes han llevado a cabo durante el siglo pasado procesos de modernización forzados desde arriba hacia abajo, los cuales para algunos autores han causado más daños que beneficios. La Revolución islámica iraní de 1979 representa tal vez mejor que ninguna este paradigma. Con ella los islamistas tomaron las riendas de una sociedad moderna, con altos niveles de desigualdad, y al mismo tiempo, debido a tal inequidad, se aprovecharon de un activismo religioso latente que instaba por alcanzar la justicia social.

Cuando el ahora depuesto ex presidente Mohamed Morsi se consagró en Egipto en 2012, lo hizo por intermedio de una plataforma religiosa que venía debatiendo una islamización del proceso de modernización árabe desde hace por lo menos ochenta años. Su victoria, y de hecho su vigente popularidad entre la mitad de los egipcios, habla de una trama que narra la fenomenal atracción de lo religioso en la actualidad.

Desde una perspectiva amplia, el gran desafío que tiene el mundo árabe por delante es alcanzar un balance óptimo entre un proyecto de Estado republicano, secularizado, y el mandato religioso tradicional, que aún resulta atractivo a tantas personas. En otras palabras, el desafío consiste en conciliar al islam con la democracia.

El país árabe más prometedor en relación a esta cuestión es Túnez. En el país donde estalló el grito revolucionario, existe un clima de moderación política, y un discurso laico bien aceptado. Véase por ejemplo, que en las últimas elecciones legislativas celebradas en octubre de este año, el partido de tendencia islamista Ennahda solo obtuvo el 30% de los escaños. Sin más, el modelo laico francés desde hace tiempo se ha arraigado en el seno de la sociedad, incluso a pesar de la dictadura del régimen anterior de Ben Ali. En este sentido, la Primavera Árabe de Túnez es completamente opuesta a aquella que vive Siria, por lejos mucho más fría.

En suma, la revolución que inició la caída del Muro de Berlín supuso el cierre de la contienda ideológica entre dos cosmovisiones políticas para comprender y organizar la sociedad. En contraste, y si bien el estallido se produjo por motivos similares relacionados con la represión política y económica, la Primavera Árabe no concluyó ningún debate, sino que todo por el contrario, dio vida nueva a uno que ya venía discutiéndose desde el siglo pasado, si no es que desde antes también. Quedará por verse si las flores sobreviven al invierno del cataclismo de las guerras intestinas árabes, y si las formas democráticas echan raíces a lo largo y ancho del jardín. Bien, no nos engañemos, pues para que esto ocurra no solamente deberán resolverse los problemas socioeconómicos estructurales de los árabes, sino que también deberá conciliarse que la religión queda mejor preservada cuando se la guarda en casa, conservándose en el ámbito de lo privado.

Kurdistán y el Gran Juego del nuevo Medio Oriente

Cuando en el siglo XIX los estrategas británicos hablaban del “Gran Juego”, se referían a la contienda imperialista entre Gran Bretaña y Rusia por la supremacía de Asia Central. Desde entonces, muchos analistas plantearon que el juego nunca acabó, sino que solamente se reinventó para dar cabida a nuevos jugadores. Esto así, porque tiene mucho sentido analizar la realidad a partir de esta mirada, pues sería muy difícil obviar que existen potencias en constante competencia por ganar mayores cuotas de influencia. Yendo desde Crimea, pasando por Irán y Pakistán, en la actualidad existe un claro tablero geopolítico que reúne, por un lado, a los poderes occidentales encabezados por Estados Unidos, y por el otro, a Rusia y a China. En cuanto a Medio Oriente, podemos apreciar las cosas a través de un prisma similar.

Tras la Primera Guerra Mundial, Francia y Gran Bretaña se dividieron Mesopotamia y el Levante en áreas de influencia, dando creación a nuevos Estados, e instaurando una era marcada por el tutelaje anglo-francés de los asuntos persas y árabes. Finalizada la Segunda Guerra Mundial, Estados Unidos y la Unión Soviética reemplazaron a la cordial alianza europea en el papel de veedores del Medio Oriente, aunque claro, en un rol abiertamente confrontativo. Luego, caído el imperio soviético a principios de los años noventa, las nuevas circunstancias forzaron a casi todos los Estados árabes a ponerse bajo la aegis de Washington. De particular interés, hoy en día, gracias a las insurrecciones que la llamada Primavera Árabe despertó, y gracias al vacío de poder que dejó Estados Unidos tras su retirada de Irak, comienza a deslumbrarse, siempre en términos geopolíticos, un nuevo eje de conflicto alrededor de Kurdistán, el territorio de la etnia kurda repartido entre Irak, Irán Siria y Turquía.

Violentamente reprimidos por los iraníes, y masacrados por los turcos y los iraquíes, los kurdos han tenido el grave infortunio de no conseguir un Estado independiente durante el siglo XX. Si bien en un comienzo, en 1920, los vencedores de la Primera Guerra habrían de asignar una estatidad a los kurdos, la rotunda queja de la entonces flamante República turca de Kemal Atatürk imposibilitó semejante concesión. De este modo, para dar formalmente por finalizada la guerra, en 1923, los aliados debieron ceder frente a las exigencias turcas y sacrificar la autodeterminación del pueblo kurdo. En breves cuentas, desde allí en adelante, se sucedieron y perecieron distintas revueltas orientadas a consagrar un grado de soberanía kurda. Su suerte política cambió decisivamente a partir de la Guerra del Golfo de 1991, la cual debilitó el férreo control de Sadam Hussein sobre el norte de su país, facilitando así la consecución de una zona fácticamente autónoma. Una década más tarde, la segunda intervención norteamericana en Irak reforzó dicha autonomía. La constitución iraquí de 2005 reconoció la existencia de iure del Kurdistán iraquí como una entidad federal, mas lo cierto es que esto ratificaba una realidad ya consumada; dado que en los hechos la región ya era virtualmente independiente. Sumado a esto, ese mismo año se llevó a cabo un referéndum informal, simbólico si se quiere, cuyo resultado reflejó que el 98% de los kurdos iraquíes estaban a favor de la independencia.

El último hito que ha reforzado al autogobierno kurdo situado en Erbil, en claro detrimento de la autoridad central de Bagdad, ha sido sin lugar a dudas el surgimiento del Estado Islámico (EI o ISIS) en el seno de Irak. Por esta razón, no solamente que una independencia formal kurda es posible, sino que hasta parecería ser algo ya inevitable. Irak es a la fecha un Estado fragmentado por la violencia sectaria entre sunitas y chiitas, y el ejército se muestra incapaz de hacer prevalecer el orden, aún con la asistencia logística y aérea provista por la coalición internacional contra el ISIS.

Si hay algo en lo que todos los actores estatales de Medio Oriente coinciden, es que ISIS es una grave amenaza al prospecto de estabilidad. Bien, si hay algo en donde no hay consenso y reina la incertidumbre, es en el análisis que las distintas capitales hacen sobre el mañana, sobre la situación posterior a la desintegración del ISIS, y a la plausible caída del régimen de Bashar al-Assad en Siria. Esta situación explica en gran medida la vacilación de Turquía en relación a la campaña en contra de los yihadistas. Tayyip Erdogan, el mandamás de la política turca, está obsesionado con ver derrocado a Al-Assad, y al mismo tiempo está preocupado por la plausible independencia del Kurdistán iraquí, sopesando que podría causar gran alboroto entre la importante minoría kurda que habita en Turquía, contada entre 11 y 15 millones de personas.

Condicionada por las inclinaciones islamistas de sus líderes, y empeñada en una política exterior que los analistas han acuñado como “neo-otomanista”, Turquía busca desde hace varios años consolidar una imagen positiva entre los musulmanes sunitas de su histórico patio trasero, y entiende que la caída de Assad es un paso indispensable para consolidar tal ansiado liderazgo. Hasta el año pasado, los oficiales turcos suponían que podrían contar con el ISIS para destrabar el conflicto sirio, inclinando la balanza en favor de los rebeldes, sean de la caña que sean. Pero hoy comprenden que el ISIS representa una barrera manifiesta a los expresos deseos de los kurdos por independizarse, de modo que siguiendo con esta trama, el Gobierno de Erdogan ha, por ejemplo, bloqueado el acceso a milicianos kurdos dispuestos a combatir al ISIS.

Podría decirse que Turquía está apostando a un juego peligroso, cuyo riesgo se justifica en evitar a como dé lugar fortalecer la posición kurda. El escenario es delicado, pero el mensaje que envía Ankara es claro: como potencia regional, Turquía debe cumplir un papel en la resolución de la debacle contemporánea.

Irán busca un rol semejante, y aunque dicho Estado actúa como garante y benefactor del régimen sirio, a decir verdad tampoco puede permitirse tener de vecino a un Estado kurdo. Además de que en Irán viven entre 6.5 y 7.9 millones de kurdos, el supuesto nuevo Estado podría representar una potencial amenaza para la seguridad iraní. Teniendo en cuenta que Israel ya ha asentado que reconocería la estatidad kurda, posiblemente los militares iraníes teman que, desde dicha hipotética entidad, puedan llegarse a lanzarse operaciones en su contra. Existen lazos históricos entre judíos y kurdos, y ambos pueblos comparten una larga historia de persecución y opresión. Así como opina Ofra Bengio, un especialista en el tema,  aunque lo más probable es que de declararse independiente, Kurdistán naturalmente priorice no antagonizar sin necesidad con sus vecinos por la cuestión israelí, podría ser posible que ambos Estados cooperasen militarmente entre las sombras.

Otra cuestión de crucial importancia es la beta energética, siendo que es una de las principales fuentes de tensión entre el Kurdistán iraquí y el Gobierno central en Bagdad. El norte del país regido por los kurdos es una región rica en petróleo, con gran potencial de explotación. De darse la separación, el disminuido Irak perdería una importante fuente de ingresos. Empero, siendo que no solo Bagdad se opone a la separación, sino que Ankara, Damasco y Teherán también, Erbil debe decidir entre un argumento pragmático que llamaría a conciliar intereses y a evitar la independencia, u optar sino por llevar a cabo y respetar el resultado de un referéndum que seguramente dictara la autodeterminación. En este sentido, siguiendo el argumento pragmático, Dlawer Ala’Aldeende, el presidente de un think tank de Erbil (MERI), reconoce que es factible que el Kurdistán iraquí termine incrementando su independencia económica, sacrificando su independencia, pero acomodándose de modo seguro con sus vecinos. Lo cierto es que proyectando a tal hipotético Estado, independiente o no, Kurdistán en esencia no dejaría de ser un enclave sin salida al mar. No obstante, de independizarse, sus vecinos podrían tomar represalias asfixiando al nuevo Estado, prohibiéndole el tránsito o bloqueando sus exportaciones petroleras.

Por otro lado, la posición de las potencias globales no alienta la independencia. Rusia y China se alinearían evidentemente en contra de un Kurdistán autodeterminado. Esto implica que si la dirigencia kurda decide perseguir sus históricos anhelos nacionales, su única esperanza sería el reconocimiento estadounidense. Sin embargo, Washington viene también oponiéndose a dicho proyecto. Reconocer a Kurdistán resultaría en una grave crisis con Turquía, una potencia regional, miembro de la OTAN, y significaría dar por muerto el proyecto de reconstrucción federada de Irak iniciado a duras penas tras 2003.

La única certeza es que la cuestión kurda será de ahora en más uno de los ejes principales del debate geopolítico mediooriental. Sean independientes o no, a la luz de los eventos recientes, no debería sorprendernos que al cabo de pocos años Hollywood glorifique la resistencia kurda contra el ISIS. En mi opinión, los kurdos merecen un Estado propio, y tal vez no tendrán mejor oportunidad para asegurarlo que esta. Su lucha contra el avance de los yihadistas ya constituye para muchos una fuente de inspiración que avala moralmente su derecho a la autodeterminación. Pero siendo realistas, quedará por verse finalmente si lo que primará será dicho principio de autodeterminación, o el principio más egoísta de integridad soberana, indicado por la postura pragmática de los políticos y estrategas.

ISIS dejará de existir, pero no será el fin del fanatismo islámico

En la columna de Iván Petrella publicada en este medio el 8 de octubre, el académico y legislador porteño afirma que los primeros en condenar el accionar del ISIS (Estado Islámico) son los exponentes del islam. Tal como presenta Petrella, la deslegitimación que pesa sobre el ISIS deriva de la durísima oposición de importantes referentes musulmanes, y de miles de creyentes alrededor del globo, quienes hacen escuchar su voz a través de las redes sociales. El autor correctamente argumenta que no hay que confundir a una minoría con la totalidad de la población musulmana. Sin embargo, hay ciertas cuestiones que considero conveniente debatir.

Antes que nada, tomando como punto de partida las manifestaciones musulmanas contra el ISIS que se citan en su artículo, Petrella sugiere que el conflicto no representa un enfrentamiento entre el Islam y Occidente, sino que en cambio es un conflicto entre una mayoría pacífica y una minoría violenta dentro del credo musulmán. Coincido con Petrella en esto último, pero difiero en lo primero. Si bien es cierto que la dicotomía Islam-Occidente es servicial a los intereses de los yihadistas, no por ello deja de ser verídica. Al analizar la historia, uno puede encontrarse que por regla general, los extremistas políticos y religiosos de toda rama y procedencia han optado por desquitarse primero con la oposición doméstica y luego con la externa.

En el caso del mundo islámico, el polo extremista del movimiento religioso revivalista siempre buscó imponer la purificación del creyente por la fuerza. Si uno no se purificaba bajo los rígidos parámetros ultraconservadores, entonces se era tan pagano o infiel como un no creyente, por más consideración que uno podía tenerse a sí mismo como musulmán devoto. En este aspecto, la purgación casera de los individuos descarriados siempre fue considerada un paso previo y necesario, por lo menos en términos discursivos, a la dominación mundial. La prueba está en que desde las primeras conquistas wahabitas en Arabia en el siglo XVIII, pasando por el Emirato Islámico de Afganistán en 1996, y la actual conformación del autoproclamado califato sirio-iraquí, los yihadistas han buscado fijar que los musulmanes que no se ajustan a una tradición dogmática no son musulmanes.

En términos abarcativos, este argumento es habitual en todas las corrientes totalitarias. Consiste en señalar que aquellos individuos que se han autoconvencido de ser algo que no son, terminan siendo más peligrosos que aquellos que reniegan abiertamente de la fe, la ideología, o el partido, por la mera razón de que propagan el mal ejemplo entre sus pares. El ISIS ejemplifica esta minoría totalitarista. Pero aunque existe una tendencia común entre los totalitarismos a aniquilar a los opositores internos, esto no minimiza el hecho que estos movimientos frecuentemente buscan antagonizar con terceros, no solamente por una cuestión de labia política, sino por un cuerpo de creencias enmarcado en una ideología bien establecida.

No debería sorprender que diversos comentaristas hablen de “islamofascismo” o incluso de “islamoleninismo”, lo que suena a oxímoron, para asemejar al islam político, es decir, al islam ideologizado, con los grandes totalitarismos del siglo pasado. Para ser claros, no es el islam per se como religión el que está enfrentado con Occidente, pero sí son sus formas politizadas, que en distintos tonos, más o menos extremistas, en definitiva persiguen la consecución de un Estado puritano, estrictamente basado en la práctica religiosa. Para los islamistas de toda denominación, el Estado no es un fin en sí mismo, sino un medio para llegar a un fin.

Basándonos en la columna de Petrella, analizar al ISIS puede convertirse en un ejercicio propio de la paradoja del vaso medio lleno o medio vacío. Para mi experimentado colega, el vaso está medio lleno porque hay indicios positivos de que los propios musulmanes están tomando cartas en el asunto; de que quieren defenestrar la inelástica, anticuada y violenta visión del islam que profesan los extremistas. En contraste, para mí el vaso está medio vacío. Aunque Petrella está en lo correcto en sostener que el islam debe ser parte de la solución, el islam que él cita no es exactamente un ejemplo de progresismo.

Ha habido protestas encabezadas por musulmanes contra las atrocidades del ISIS, pero no de forma multitudinaria, no de forma constante, y no así contra la noción de “yihad armada”. Por otro lado, decenas de miles de musulmanes de todo el mundo se movilizaron para condenar la incursión militar de Israel en Gaza entre julio y agosto de este año, y sin embargo, en términos relativos, los manifestantes prestaron poca atención a lo que venía sucediéndose en Siria y en Irak. Mientras que la guerra en Gaza se llevó la vida de alrededor de 2.000 palestinos, en Siria, según las últimas cifras, la guerra civil viene sumando la cantidad de 170.000 muertos, un tercio de ellos civiles. En cuanto al ISIS, según cifras de Naciones Unidas, hasta comienzos de septiembre, los yihadistas habrían matado ya cerca de 9.400 civiles.

Dicho esto, vale preguntarse con un espíritu crítico, ¿por qué no vemos tantas manifestaciones cuando los musulmanes matan musulmanes, y no obstante cientos de ellas cuando los judíos (israelíes), o los cristianos (norteamericanos) matan musulmanes?

Petrella destaca como positivo que varios países árabes hayan integrado la coalición contra el ISIS. Ahora bien, esta medida no se debe a una cuestión de discrepancia religiosa o rectitud moral, sino a la percepción estratégica de un peligro común, que amenaza, entre otras cosas, la posición de las monarquías en la región. Salvando las distancias, así como en los últimos años del siglo XVIII las casas reales europeas se aliaron contra la Francia revolucionaria (para contener la expansión de sus ideales radicales al orden imperante), hoy son los reales regentes conservadores del mundo árabe quienes han decidido romper la revolución yihadista para evitar que sus cabezas se exhiban en la plaza pública. Notoriamente al caso, si Arabia Saudita ha decidido enfrentarse al ISIS, es porque entendió que a razón de la Primavera Árabe, seguir financiando a los grupos islamistas para promover la versión religiosa ortodoxa que prima en dicho Estado se convirtió en algo contraproducente, algo que podía poner en jaque la supervivencia del régimen. Por eso, tal como lo ha notado un analista, “controlar el discurso religioso se ha convertido en un requisito de seguridad y en una necesidad social, antes que en un redundante llamado a la reforma”.

El hecho de que prominentes clérigos musulmanes hayan decretado al ISIS como un ente ilegitimo es claramente una buena noticia, pero debemos tener sumo cuidado antes de catalogar a estas figuras como “moderados” –un error que a mi juicio los medios repiten bastante seguido. Petrella cita por ejemplo al prestigioso jeque Abdallah bin Bayyah. Como dato de color, es curioso notar que hasta no mucho tiempo atrás, el órgano del cual el jurista era vicepresidente, la Unión Internacional de Juristas Musulmanes (IUMS por sus siglas en inglés), dictaba que la resistencia armada contra los israelíes en Palestina y los norteamericanos en Irak era un deber religioso. Bin Bayyah se distanció de esta esta línea y ha renunciado a su cargo en dicho organismo el año pasado, pero sospecho que esto se debería más a presiones sauditas que a un pleno cambio de corazón. Hoy en día apoyar a un grupo islamista, o peor aún, a un grupo yihadista, se ha vuelto políticamente incorrecto a los ojos de los regímenes árabes, por la razón discutida recién.

Otro clérigo de renombre internacional como lo es Yusuf al-Qaradawi, presidente del IUMS, se mantiene un fiel allegado a los brazos de la Hermandad Musulmana que proliferan en la región. Qaradawi también se expresó en contra del ISIS, mas eso no quita que sea un extremista en potencia, si es que no lo es ya, a punto tal que Estados Unidos le prohíbe el ingreso al país.

¿Es entonces el mundo islámico la solución al fenómeno del ISIS? Afirmar prestamente que sí es una concesión al discurso políticamente correcto que manda en las sociedades libres y pluralistas como la nuestra. En efecto debería serlo, pero en el terreno, salvando algunos casos puntuales, no parece ser así. Pese a su excepcionalísimo, creo que en muchos sentidos el ISIS es solamente la punta de un iceberg. Si existe una tendencia destructiva entre los musulmanes, esa sería la severa aplicación de la tradición religiosa en las sociedades modernas. Sin ser ellos los enemigos declarados de Occidente, esto se ve reflejado en la estricta aplicación de la ley islámica en los países del Golfo, y luego, en las plataformas islamistas que proliferan desde Libia hasta Siria, o de India hasta Indonesia.

El ISIS posiblemente dejará de existir eventualmente, pero su destrucción no signará el final del fanatismo religioso islámico, en tanto las comunidades musulmanas, sobre todo aquellas fuera de Occidente, no se expresen con suficiente vigor en contra de la politización de la religión, sea para el fin que sea, pero especialmente para justificar luchas armadas. Cuando la religión haya medidamente pasado a un segundo plano en la esfera cotidiana, entonces a mi criterio podrá descartarse a lo religioso como un catalizador de violencia y conflicto en Medio Oriente.

Pintando el conflicto palestino-israelí color de rosa

El último jueves 16 tuve el privilegio de asistir a un seminario en la Universidad Torcuato Di Tella, dónde expusieron sus visiones dos distinguidos oradores: el embajador palestino ante Reino Unido, Manuel Hassassian, y el profesor israelí Edward Kaufman. Invitados por el Ministro de Relaciones Exteriores en el marco de una agenda para promover el diálogo entre árabes y judíos, ambos conferencistas hablaron desde la experiencia, y reflexionaron sobre los desafíos que le deparan al proceso de paz. Sin embargo, no sabría decir si el evento en sí representó un debate. Ambas ponencias parecieron más bien complementarse una con otra, y la única constante discutida fue la culposa responsabilidad que Israel tendría en no aceptar el plan de paz de la Liga Árabe, esbozado por primera vez en 2002. Es decir, en ningún momento, se planteó crítica alguna, por más pequeña que sea, a la gestión del liderazgo palestino en la resolución del conflicto.

La propuesta de la Liga Árabe le exige a Israel abandonar los territorios capturados tras la guerra de 1967. A cambio del pleno reconocimiento diplomático, los israelíes deberían devolverle a los sirios las alturas del Golán, y retirar sus asentamientos y puestos militares de los territorios palestinos. Todos los Estados árabes -con la notoria excepción de Siria- endorsaron la propuesta, liderada por Arabia Saudita, el país que guarda las ciudades santas de Meca y Medina. Si bien todos podríamos estar de acuerdo que la formalización de tal propuesta es un gran avance, pues reconoce que el único camino es la paz con Israel, la realidad – que a mi criterio los conferencistas han obviado– es que hasta ahora los árabes se han mostrado inflexibles frente al prospecto de negociar dicha plantilla. En otras palabras, mientras que a Israel se le exigen históricos compromisos, a la Autoridad Nacional Palestina (ANP o PA) que gobierna en Cisjordania se le exige poco y nada.

El profesor Kaufman explicó que aquello que para él es esencialmente un conflicto político y nacional, frente a la falta de una solución, se ha lamentablemente tergiversado en un conflicto religioso. Sugirió que en las últimas décadas las tablas han cambiado, y que hoy Israel es el principal culpable de la situación actual. Si antes los israelíes sabían separar entre la utopía, la idea de la redención de la Tierra Prometida, con la idea de un Estado basado en compromisos pragmáticos, hoy en día esta separación perdió sustento. En contraste, siguiendo el mismo argumento, si los árabes antes eran maximalistas indispuestos a ceder una parcela de territorio a los judíos, hoy se han percatado que deben comprometerse en función de un “interés ilustrado” por el bienestar de sus pueblos.

El embajador Hassasian insistió en la necesidad de pensar hacia adelante con optimismo, y se valió de la hipótesis de Kaufman para afirmar que las negociaciones con los israelíes fracasaron debido a la situación de asimetría entre una nación poderosa, y un movimiento nacionalista que aún no es Estado. Más adelante, insistió en separar el comportamiento errado de los extremistas musulmanes de lo que es el islam, y aseveró que Israel será un Estado paria de no acatarse a lo dispuesto por la comunidad internacional.

Bien, está más que claro que son muchas las cosas que pueden legítimamente objetársele a Israel, no obstante me preocupa que en ningún momento se haya hecho siquiera mención a las reiteradas oportunidades que tuvo la dirigencia palestina para alcanzar un compromiso. Quizás el ejemplo más claro de esto fue lo que ocurrió tras las negociaciones de Camp David en el año 2000. En aquel entonces, Ehud Barak ofreció a Yasir Arafat el 97% de los territorios en disputa, incluyendo el desmantelamiento de 63 asentamientos judíos, la formalización de una capital palestina en los barrios árabes de Jerusalén oriental, y reparaciones en $30 billones de dólares para ser repartidas entre los refugiados palestinos. El punto es que Arafat dijo que no, pese a que lo único que tenía que hacer era ceder sobre algunas cuestiones menores, pero de vital importancia para la seguridad de Israel, como el uso del espacio aéreo palestino, y la soberanía hebrea sobre algunas partes del Muro de los Lamentos, cargado con un fuerte simbolismo religiosos para los judíos.

En su autobiografía, el expresidente Bill Clinton, mediador de las negociaciones, expresa que durante las mismas: “Estaba llamando a otros líderes árabes a diario para pedirles que presionaran a Arafat a decir que sí. Todos estaban impresionados con la aceptación de Israel y me dijeron que creían que Arafat debía aceptar el trato”. Por otro lado, de acuerdo con el testimonio de la viuda del legendario cabecilla palestino, éste utilizó deliberadamente la Segunda Intifada para crear tensiones que en última instancia presionarían más a Israel a ceder frente a mayores reclamos. Paradójicamente, la terquedad de la vieja guardia palestina solo logro reforzar a la derecha israelí, con la cual progresivamente comenzaron a suscribir influyentes formadores de opinión de este país.

En un intento por forzar alguna mención a los errores de la ANP, le cité al embajador Hassasian informes de mecanismos especiales que hablan de la corrupción entre la dirigencia palestina, y le recalqué que Mahmud Abás debió, según lo estipulado, haber terminado su mandato en 2008. Mi pregunta fue: ¿cómo afectan estos hechos al proceso de paz, y si no piensa que es momento de abrir el foro a nuevos espacios políticos, a nuevos dirigentes dentro del liderazgo palestino?
Salvando las distancias, imagínese el lector preguntarle a un funcionario kirchnerista sobre la corrupción o la inflación en la Argentina. El embajador desmintió mis “acusaciones” como insensatas aseveraciones de un estudiante universitario, y culpó a Israel de que no se hayan celebrado aún las elecciones presidenciales. Pero más a mi pesar, Kaufman, quien confesó su disgusto con el actual gobierno israelí, luego pasó a sugerir que este tipo de alegatos no hacen más que restar al dialogo para alcanzar una solución. Para ser sincero, creo que mi pregunta debería haber sido más amena en función de la situación. Hassasian es un político y como tal, dio respuestas de político. Sin embargo, creo que Kaufman, en su posición de académico que no ostenta un cargo público, podría haberse explayado sutilmente acerca de los problemas en la otra cara del conflicto.

En suma, los disertantes se dedicaron a idealizar el plan árabe de 2002, que en teoría suena maravilloso, mas no se dedicaron ni un minuto a especificar cómo podría llevarse a cabo su implementación en el mundo real en el que vivimos. Se lo atacó a Israel por decirle al plan que no, pero no se explicaron sus reservas o preocupaciones. Sería interesante, para la próxima ocasión, presenciar un intercambio menos unidireccional, y más centrado en exponer distintos puntos de vista. De todas formas, rescato del evento el hecho simbólico de que dos destacadas personalidades de ambos lados puedan compartir una gira en conjunto. Estos hombres hicieron un sincero llamado a la importancia de la educación por la paz al largo plazo, a erradicar estereotipos y construir un futuro mejor. Pero como quien dice, de las palabras a los hechos queda un largo camino por recorrer.