Una parálisis institucional que amenaza con continuar

El Líbano viene experimentando desde hace un par de meses una crisis institucional. Catalizada por la parálisis del Gobierno, incapaz de dar con una solución al problema de la recolección de basura, con los desechos amontonándose en las calles de Beirut, desde hace dos semanas hay multitudes saliendo a protestar contra las autoridades. Lo que inicialmente se suponía era una manifestación de ciudadanos preocupados por semejante deterioro sanitario, pronto se convirtió en un movimiento masivo, convocado ya no solamente a raíz de la basura, sino también por otros agravios generales que se desprenden de la escena política del país. Vistas en contexto, las protestas en efecto dicen mucho acerca de la disfuncionalidad crónica que afecta al Líbano, uno de los países más desarrollados culturalmente de Medio Oriente y, sin embargo, uno de los más desgarrados por conflictos.

Bajo el lema viralizable de #youstink (apestas), los manifestantes tomaron el incidente de la basura para convertirlo en una crítica general al estado de las cosas. En la Plaza de los Mártires en la capital libanesa, aquella que diez años atrás presenció la llamada Revolución de los Cedros, los citadinos exigen cambios y, vistosamente, las protestas no llevan una agenda sectaria o partisana. Sintetizada, la consigna es “Que se vayan todos” -que renuncien todos los funcionarios implicados en los sucesos recientes, desde el primer ministro al ministro de Interior. Continuar leyendo

El precio del machismo en Medio Oriente y África del Norte

Ser mujer en África del Norte y Medio Oriente no es fácil. Abundan abusos contra su integridad, y la región tiene la tasa de participación femenina más baja en la población laboral mundial. Integrar a la mujer a la sociedad, y en igualdad de condiciones que los hombres, implica necesariamente romper con esquemas tradicionales que la sitúan como rehén del círculo íntimo o familiar. Si bien hay que reconocer que en ningún país las mujeres están del todo exentas a tales infortunios, tomados en conjunto los países con mayoría musulmana tienen lejos el peor récord de igualdad entre sexos.

El hecho conocido de que en Arabia Saudita las mujeres no pueden conducir es el menor de los males. Lo grave es que el sexo femenino en muchas partes tiene vetado tener amigos de género masculino. La mujer no puede subirse a un automóvil o caminar acompañada de un hombre que no sea su hermano, esposo o padre. Por ello, si usted es mujer, mejor salga bien cubierta y siempre acompañada por un familiar cercano a quien usted pueda obedecer.

En algunos países las niñas y adolescentes son generalmente obligadas por sus familias a casarse. Esto es especialmente cierto en las zonas periféricas más alejadas de las zonas cosmopolitas contiguas al Mediterráneo. Se estima que en África del Norte y Medio Oriente una de cada cinco chicas es casada antes de los 18 años. Para ilustrar el caso con algunos ejemplos, en Irán el matrimonio es legal a partir de los 13 años, en Yemen a partir de los 15, y en Egipto, si bien la mujer no puede legalmente casarse antes de los 18, durante la gestión de Mohamed Morsi se intentó bajar la edad a los 13. De continuar esta tendencia, con 14.2 millones de niñas casándose todos los años antes de llegar a la madurez, para 2020 habrán en la región 140 millones de niñas casadas prematuramente. De este grupo, 50 millones tendrán menos de 15 años.

Suele acontecer que si la niña o mujer rechaza a su pretendiente, puede sufrir agresión física por faltarle el respeto al deseo de su padre o tutor. En lugares como Afganistán, Irán, Pakistán y Sudán si usted es mujer puede ser lapidada ante la presunción de adulterio. Si a usted le ha tocado nacer niña en esta parte del globo no será inocente hasta que se pruebe lo contrario; usted será culpable y punto. Si es violada, usted será la condenada. La considerarán axiomáticamente una malhechora de la moral por seducir al hombre que la atacó, y si tiene suerte el incidente no pasará a mayores instancias. Si dentro de todo es “afortunada” en la desdicha, su raptor será un familiar directo, y el asunto se quedará en secreto. Caso contrario, si quien la violó es un extraño, el patriarca de la casa podría casarla con el trasgresor para ahorrarle al núcleo familiar la deshonra de tener que lidiar con una mujer abusada. En algunos países predominantemente musulmanes se han registrado incluso casos en donde chicas y adolescentes, forzadas a casarse en semejantes ominosas condiciones, prefirieron el suicido antes que aceptar un destino de sumisión y humillación. Si usted no nació niño en uno de los países árabes del Golfo, olvídese de votar o presentar candidaturas. Allí a las chicas como Malala Yousafzai se las silencia.

En 2002, 15 chicas murieron en un incendio en una escuela de Arabia Saudita porque la policía “religiosa” (muttawa) evitó su rescate porque estas no estarían cubiertas con el velo exigido por la ley. En tal idiosincrasia, la deshonra aparenta ser peor calvario que la muerte. Por esta misma razón el goce sexual de la mujer es tabú, y es algo que en las sociedades triviales y ortodoxas se busca restringir culturalmente. Aunque la religión islámica no condona dicha práctica, el establecimiento religioso en donde la misma suele ser aplicada se muestra indiferente. Ergo, en África del Norte, para evitar la promiscuidad femenina, la mutilación genital o ablación de las mujeres es una práctica tradicional que dista de ser erradicada.

El problema de fondo

Si usted cree en la trascendencia que inspiran los Derechos Humanos, las garantías de la mujer no son algo relativo a contrastarse con la cultura o religión. Si usted sostiene esta posición, la cual tomo como propia, algunos intelectuales lo acusarán de orientalista o eurocentrista. Por mi parte les digo que así sea. En términos de principios rectores, creo que sobre la cuestión de la igualdad de género ya no debería haber debate. Para mostrar el asunto, contrario a lo que un respetado pensador islámico “moderado” sostuvo durante un debate para la televisión francesa en 2003, no debería haber un “moratorio” o discusión acerca de la legitimidad de la ablación sexual femenina. Debería ser prohibida y ya. Como la democracia, la doctrina ética de los Derechos Humanos representa la culminación del pensamiento liberal occidental. Llevadas a la práctica verídicamente, la democracia y los derechos humanos forman la institución “menos mala” para regir la convivencia entre las personas, y eventualmente terminar con el sexismo.

Por descontado una democracia difícilmente pueda ejecutarse como tal si no respeta a las mujeres, a las minorías o a los disidentes políticos. Por otro lado, no es casual que las mayores violaciones siempre se observan en los regímenes totalitarios. Democracia y Derechos Humanos son dos caras de la misma moneda. No obstante los relativistas culturales en algún punto tienen razón. No hay que perder de vista que estos principios liberales se desarrollaron históricamente en un contexto de perpetuo conflicto como el europeo, vasto en vicisitudes y protagonizado por recurrentes contradicciones.

La mayor parte del mundo islámico, sin embargo, no sufrió estas transformaciones. A pesar de los avances, por ejemplo en virtud de la Primavera Árabe que a la larga promete despertar una tendencia liberal en Egipto y el Magreb, lo cierto es que no se puede cambiar el zeitgeist y la idiosincrasia de toda una región de la noche a la mañana. En este sentido hay que tener presente la tendencia que muestra que cuanto más seculares sean los habitantes de un Estado (piénsese en Suecia o Dinamarca), mayor es la igualdad de oportunidades entre los géneros. Desde lo epistemológico, es precisamente el carácter arreligioso de los principios enarbolados por las Naciones Unidas lo que los hace universales. Antitéticamente, para una sociedad marcadamente religiosa que no ha hecho una separación completa entre lo público y lo privado, lo sagrado y lo profano, estos principios resultan anticuados. Así lo demostró, por ejemplo, la Organización para la Cooperación Islámica (OCI), que citó a sus miembros en 1990 en El Cairo para pronunciar su versión alternativa e islámica de los derechos humanos.

El mundo árabe sigue sumido en cierta medida en el pasado. Las tradiciones de África del Norte y Medio Oriente aquí brevemente presentadas no protegen a la mujer; y en la medida en que le quitan su libre albedrio, la oprimen. Existen rarísimos casos de personas que se autosometen a tales castigos, mas difícilmente podría ser asentado con plena seguridad que, al caso, la mayoría de las mujeres que llevan el burka (velo de cuerpo entero) son seres libres. En principio porque no podemos preguntarles. La organización estadounidense Freedom House opina que en el mundo árabe sólo el 2% de la prensa es libre; y aún busco enterarme de alguna mujer que haya sido acusada de infidelidad y haya sobrevivido sin recurrir al exilio en Occidente.

Con todos sus matices, el ejercicio de la moral occidental es la mejor garantía para las mujeres – porque simplemente es la menos mala, la que mejor funciona. El problema en África del Norte y Medio Oriente no es coyuntural a los Gobiernos de turno; es cultural y religioso. Idílicamente, sacar a la mujer de su sumisión debería ser un fin en sí mismo que no requiera por demás explicación. Pero esto no ocurre así. El machismo, además de constituir una barrera al desenvolvimiento de las mujeres, genera una enorme traba al progreso y desarrollo de las economías de dicha región. Lo que se requiere para destrabar el potencial de las naciones en vía de desarrollo no es – como algunos marxistas anticuados sugieren – “el fin del imperialismo”, sino lisa y llanamente la extensión de derechos a las mujeres. Véase que el sexismo no solo es un agravio espiritual, pero también económico. Allí quizás el incentivo para cambiar la situación.

Las lecciones no aprendidas del genocidio armenio

Este mes se conmemora el centenario del genocidio perpetrado contra el pueblo armenio, cometido por el Gobierno otomano durante la Primera Guerra Mundial. Se estima que entre un millón y un millón y medio de armenios murieron; centenares de miles como resultado directo de terribles masacres, y otros millares como resultado indirecto de su desplazamiento forzado, para languidecer en el exilio y perecer frente a la falta de refugio y alimentos.

Visto en perspectiva histórica, del genocidio armenio trascendieron importantes y terribles secuelas que se ven reflejadas en la ejecución de otros crímenes sistemáticos contra grupos humanos por parte de diferentes actores. Como precedente, la suerte de los armenios, y no menos importante, la relativa impunidad con la que se salieron sus verdugos, influenciaron el trágico devenir de otros pueblos que luego serían perseguidos también. Pero en esta oportunidad, en vista de los dantescos eventos de la guerra religiosa que viene llevándose a cabo en Medio Oriente, es conveniente repasar cómo el genocidio armenio cambió para siempre el paradigma de la política en la región. A todo quien esté dispuesto a verlos, los sucesos de la actualidad muestran por sí solos los méritos del ejercicio de conmemoración y memoria.

Lo primero a destacar es naturalmente el contexto de esta fatídica experiencia. Entre mediados del siglo XIX y comienzos del siglo XX, los armenios, al igual que otros pueblos y etnias gobernadas por el gran imperio multicultural que era el otomano, descubrieron la idea del nacionalismo. Provistos con un renacimiento político y cultural en línea con los movimientos ideológicos de Europa, los súbditos cristianos del califa otomano comenzaron a revelarse y a obtener progresivamente su independencia hasta el desmembramiento final del imperio islámico. En el caso de los armenios, a finales del siglo XIX, influenciados por la tendencia marxista que se estaba desarrollando en Rusia, concibieron entre otros a dos partidos políticos radicales (Hunchakian y Dashnaks), caracterizados por una aspiración independentista común, pero así también por instar al uso de violencia en contra de los otomanos, y hasta cierto punto contra la mayoría musulmana, para alcanzar dicha finalidad.

Comenzando en la década de 1890, los militantes armenios comenzaron a contrabandear armas rusas y a emprender con ellas actos que hoy serían catalogados como terroristas contra funcionarios públicos e incluso contra personalidades armenias opuestas a la campaña de violencia. Como resultado, la insurgencia de los radicales “corroboró”, en vista del califa y posteriormente de los nacionalistas turcos, que los armenios querían sublevarse como lo hicieran, efectivamente, y gracias al apoyo de las potencias europeas, los búlgaros, griegos, rumanos y serbios antes que ellos.

Lo cierto, no obstante, es que Estambul ya venía articulando una otredad negativa para los armenios desde mediados del siglo XIX, comenzando estos a ser vistos como detractores – una quinta columna si se quiere – dentro del Imperio, que favorecía la influencia rusa a costas de la soberanía turca. Históricamente las ambiciones rusas sobre los Balcanes y el Cáucaso constituyeron la principal fuente de amenaza a la integridad territorial otomana, y con el devenir de las guerras ruso-turcas, Estambul fue perdiendo control sobre sus provincias europeas. En este contexto, ya antes de la Primera Guerra Mundial, el hecho de que hubiera armenios rusos combatiendo en favor del zar sentó la creencia entre los turcos (posteriormente explotada con fines macabros) que todos los cristianos siríacos, armenios, o griegos ortodoxos representaban una presencia que amenazaba la seguridad otomana. En este sentido, el sequito del califa creía que los cristianos serían proclives a confabular con los rusos para arrebatarle Anatolia Oriental al orden musulmán.

Por otro lado, pese a las vicisitudes, en términos generales, los súbditos armenios del soberano otomano eran mucho más laboriosos y prósperos económicamente que la mayoría musulmana a su alrededor. Esta realización, al igual que sucedería con otras minorías en distintos lugares y coyunturas, contribuyó a su estigmatización entre el grupo humano predominante. Conjugadas las circunstancias, la subversión de los radicales armenios, la precaria situación geopolítica otomana, y los prejuicios de las elites y las masas, prepararon el terreno para “Medz Yeghern” – el “Gran Crimen” – cometido contra los armenios.

Entre 1894 y 1896 se registró una masacre de armenios sin parangón hasta ese entonces en la historia moderna del Imperio otomano. Se concede que aunque las mismas no fueron orquestadas personalmente por el califa, funcionarios otomanos hicieron la vista gorda al comportamiento de los musulmanes de Anatolia Oriental y sus notables, y ergo de un modo u otro permitieron que estos arremetan contra las comunidades armenias por miedo a las aspiraciones nacionalistas difundidas entre estas.

En 1908 un grupo de nacionalistas castrenses referido como los Jóvenes Turcos tomaron el poder en Estambul, y emprendieron una fuerte campaña de “otomanización” (léase unificación) de las distintas etnias y minorías del Imperio, valga la redundancia, para fomentar una identidad y lealtad otomana común entre los habitantes. Este proceso, si bien anterior a 1908, ahora era impetuosamente acelerado, y para los no turcos se convirtió en motivo de preocupación, en tanto se entendía que deberían relegar sus costumbres y solidaridades sectarias en función de abrazar una identidad esencialmente turca.

Si anteriormente los armenios eran vistos como una amenaza a la integridad otomana, luego de 1908 pasaron de lleno a ser considerados, no solamente peligrosos, sino extranjeros e indeseables. Esta inclinación llegó a su cúspide con la guerra balcánica de 1912 y 1913, una contienda en donde voluntarios armenios lucharon contra los otomanos, y que resultó en la pérdida definitiva de la soberanía turca sobre territorios europeos. Este desastre, al menos en términos de la proyección de poder otomano, como secuela crispó el nacionalismo turco, y este pasó a favorecer, para distanciarse y a la vez antagonizar con los rebeldes cristianos, un sentir identitario fuertemente apegado a la religión islámica. Esta ideología denunciaba a los cristianos, fueran de la etnia que fueran, como sediciosos, infieles, e ingratos, y con la erupción de la Primera Guerra Mundial, dadas las tensiones recientes, un importante número de armenios se abstuvo de integrar las filas otomanas, y lo que es más, muchos decidieron integrar las formaciones rusas. Lo que siguió a partir de ese momento fue una campaña deliberada por parte del Estado otomano por exterminar sistemáticamente a los armenios y a otros cristianos como los asirios y griegos pónticos dentro de su territorio. El resto, como dicen, es historia. Para usar una expresión más coloquial, en suma las autoridades turcas “metieron a todos en la misma bolsa”, indiscriminadamente de su activismo político, lealtad, condición o sexo.

La lección más importante que debería haber sido aprendida al término de la guerra, cuando el Imperio otomano fue desmembrado por las potencias europeas victoriosas, es que los nexos de solidaridad construidos sobre una base sectaria o religiosa suelen ser más poderosos que aquellos impartidos “desde arriba hacia abajo” por una autoridad central. Esto viene al caso sobre todo cuando dicha autoridad se ampara en una ideología que minimiza las costumbres o sensibilidades de las colectividades, si es que directamente no es el resultado de una nueva entidad política construida por agentes extranjeros.

Comenzando con las guerras balcánicas, a principios del siglo XX comenzaban a manifestarse indicios que los nuevos Estados multiculturales, donde la competencia política, si la había, se traducía en competencia sectaria, eran un experimento destinado al fracaso. Francia y Gran Bretaña se dividieron Medio Oriente tras la derrota otomana, mas fraguaron una división política imperfecta con trágicas consecuencias. Notoriamente, para acomodar a los cristianos maronitas en el Levante con un Estado viable, los franceses crearon en 1920 el Líbano, en un esquema que los situaba compartiendo poder con los árabes sunitas y chiitas.

En paralelo, los británicos dieron formación a Irak unificando tres provincias otomanas, suponiendo que una mayoría chiita viviría en paz con una minoría sunita en el poder, y que los kurdos, étnicamente diferentes a los árabes, balancearían la ecuación.

La historia muestra que la convivencia entre distintos colectivos dentro de un solo país pudo conseguirse solamente con el amparo y presencia de las potencias europeas, pero cuando Londres y París abandonaron sus colonias a su suerte, en la segunda mitad del siglo XX, la convivencia rápidamente comenzó a deteriorarse. Esta semana, por ejemplo, se cumplen cuarenta años de la guerra civil que destrozó al Líbano y que forzó a los grupos religiosos a tomar partido de acuerdo a su identidad confesional. Este problema, que hoy en día se ve especialmente en Siria y en Irak en la guerra religiosa entre sunitas y chiitas, fue evadido durante seiscientos años por las autoridades otomanas mediante el sistema de Millet. Este consistía en la asignación de espacios especiales dónde cada comunidad religiosa podía, en donde esta fuera significativa, autogobernarse de acuerdo a sus propias costumbres y leyes religiosas, siempre y cuando se atuvieran a pagar los impuestos debidos según lo establecido por el califato. Entrada la Era Moderna el sistema se desmoronó con el avenimiento de los distintos nacionalismos.

La segunda lección no aprendida de la catástrofe armenia apunta a que en situaciones de rivalidad y resentimiento sectario, la etnia o grupo encabezando el poder, represente o no a la mayoría total del país, puede iniciar un proceso de deshumanización y polarización, que de escalar, podría culminar en un genocidio. Esto está bastante documentado y es una realidad que trasciende las fronteras de Medio Oriente. Como la experiencia armenia muestra, el colectivo es señalado como una amenaza interna y acusado de ser desleal con el Estado, y luego se lo degrada a un carácter de inferioridad, deshumanizándolo para facilitar su aniquilación física o la desaparición de su cultura. La campaña de Saddam Hussein contra los kurdos, o la reciente insurgencia del Estado Islámico (ISIS) contra las minorías religiosas de Irak sirven para ilustrar la relevancia de esta cuestión.

El genocidio armenio es una herida abierta, no exclusivamente porque el Estado turco ha fallado en enfrentar su pasado y en reconocer responsabilidad por las masacres, pero también porque las minorías religiosas de la región continúan en peligro de extermino. Los cristianos del mundo árabe son perseguidos y asesinados a diario y a esta altura existe suficiente evidencia de que el fanatismo islámico, y la ideología totalitaria que es el islamismo, acaparan intenciones perfectamente catalogables como genocidas. Lamentablemente en Medio Oriente el “nunca más” está muy lejos de ser una realidad dada por sentada.

ISIS dejará de existir, pero no será el fin del fanatismo islámico

En la columna de Iván Petrella publicada en este medio el 8 de octubre, el académico y legislador porteño afirma que los primeros en condenar el accionar del ISIS (Estado Islámico) son los exponentes del islam. Tal como presenta Petrella, la deslegitimación que pesa sobre el ISIS deriva de la durísima oposición de importantes referentes musulmanes, y de miles de creyentes alrededor del globo, quienes hacen escuchar su voz a través de las redes sociales. El autor correctamente argumenta que no hay que confundir a una minoría con la totalidad de la población musulmana. Sin embargo, hay ciertas cuestiones que considero conveniente debatir.

Antes que nada, tomando como punto de partida las manifestaciones musulmanas contra el ISIS que se citan en su artículo, Petrella sugiere que el conflicto no representa un enfrentamiento entre el Islam y Occidente, sino que en cambio es un conflicto entre una mayoría pacífica y una minoría violenta dentro del credo musulmán. Coincido con Petrella en esto último, pero difiero en lo primero. Si bien es cierto que la dicotomía Islam-Occidente es servicial a los intereses de los yihadistas, no por ello deja de ser verídica. Al analizar la historia, uno puede encontrarse que por regla general, los extremistas políticos y religiosos de toda rama y procedencia han optado por desquitarse primero con la oposición doméstica y luego con la externa.

En el caso del mundo islámico, el polo extremista del movimiento religioso revivalista siempre buscó imponer la purificación del creyente por la fuerza. Si uno no se purificaba bajo los rígidos parámetros ultraconservadores, entonces se era tan pagano o infiel como un no creyente, por más consideración que uno podía tenerse a sí mismo como musulmán devoto. En este aspecto, la purgación casera de los individuos descarriados siempre fue considerada un paso previo y necesario, por lo menos en términos discursivos, a la dominación mundial. La prueba está en que desde las primeras conquistas wahabitas en Arabia en el siglo XVIII, pasando por el Emirato Islámico de Afganistán en 1996, y la actual conformación del autoproclamado califato sirio-iraquí, los yihadistas han buscado fijar que los musulmanes que no se ajustan a una tradición dogmática no son musulmanes.

En términos abarcativos, este argumento es habitual en todas las corrientes totalitarias. Consiste en señalar que aquellos individuos que se han autoconvencido de ser algo que no son, terminan siendo más peligrosos que aquellos que reniegan abiertamente de la fe, la ideología, o el partido, por la mera razón de que propagan el mal ejemplo entre sus pares. El ISIS ejemplifica esta minoría totalitarista. Pero aunque existe una tendencia común entre los totalitarismos a aniquilar a los opositores internos, esto no minimiza el hecho que estos movimientos frecuentemente buscan antagonizar con terceros, no solamente por una cuestión de labia política, sino por un cuerpo de creencias enmarcado en una ideología bien establecida.

No debería sorprender que diversos comentaristas hablen de “islamofascismo” o incluso de “islamoleninismo”, lo que suena a oxímoron, para asemejar al islam político, es decir, al islam ideologizado, con los grandes totalitarismos del siglo pasado. Para ser claros, no es el islam per se como religión el que está enfrentado con Occidente, pero sí son sus formas politizadas, que en distintos tonos, más o menos extremistas, en definitiva persiguen la consecución de un Estado puritano, estrictamente basado en la práctica religiosa. Para los islamistas de toda denominación, el Estado no es un fin en sí mismo, sino un medio para llegar a un fin.

Basándonos en la columna de Petrella, analizar al ISIS puede convertirse en un ejercicio propio de la paradoja del vaso medio lleno o medio vacío. Para mi experimentado colega, el vaso está medio lleno porque hay indicios positivos de que los propios musulmanes están tomando cartas en el asunto; de que quieren defenestrar la inelástica, anticuada y violenta visión del islam que profesan los extremistas. En contraste, para mí el vaso está medio vacío. Aunque Petrella está en lo correcto en sostener que el islam debe ser parte de la solución, el islam que él cita no es exactamente un ejemplo de progresismo.

Ha habido protestas encabezadas por musulmanes contra las atrocidades del ISIS, pero no de forma multitudinaria, no de forma constante, y no así contra la noción de “yihad armada”. Por otro lado, decenas de miles de musulmanes de todo el mundo se movilizaron para condenar la incursión militar de Israel en Gaza entre julio y agosto de este año, y sin embargo, en términos relativos, los manifestantes prestaron poca atención a lo que venía sucediéndose en Siria y en Irak. Mientras que la guerra en Gaza se llevó la vida de alrededor de 2.000 palestinos, en Siria, según las últimas cifras, la guerra civil viene sumando la cantidad de 170.000 muertos, un tercio de ellos civiles. En cuanto al ISIS, según cifras de Naciones Unidas, hasta comienzos de septiembre, los yihadistas habrían matado ya cerca de 9.400 civiles.

Dicho esto, vale preguntarse con un espíritu crítico, ¿por qué no vemos tantas manifestaciones cuando los musulmanes matan musulmanes, y no obstante cientos de ellas cuando los judíos (israelíes), o los cristianos (norteamericanos) matan musulmanes?

Petrella destaca como positivo que varios países árabes hayan integrado la coalición contra el ISIS. Ahora bien, esta medida no se debe a una cuestión de discrepancia religiosa o rectitud moral, sino a la percepción estratégica de un peligro común, que amenaza, entre otras cosas, la posición de las monarquías en la región. Salvando las distancias, así como en los últimos años del siglo XVIII las casas reales europeas se aliaron contra la Francia revolucionaria (para contener la expansión de sus ideales radicales al orden imperante), hoy son los reales regentes conservadores del mundo árabe quienes han decidido romper la revolución yihadista para evitar que sus cabezas se exhiban en la plaza pública. Notoriamente al caso, si Arabia Saudita ha decidido enfrentarse al ISIS, es porque entendió que a razón de la Primavera Árabe, seguir financiando a los grupos islamistas para promover la versión religiosa ortodoxa que prima en dicho Estado se convirtió en algo contraproducente, algo que podía poner en jaque la supervivencia del régimen. Por eso, tal como lo ha notado un analista, “controlar el discurso religioso se ha convertido en un requisito de seguridad y en una necesidad social, antes que en un redundante llamado a la reforma”.

El hecho de que prominentes clérigos musulmanes hayan decretado al ISIS como un ente ilegitimo es claramente una buena noticia, pero debemos tener sumo cuidado antes de catalogar a estas figuras como “moderados” –un error que a mi juicio los medios repiten bastante seguido. Petrella cita por ejemplo al prestigioso jeque Abdallah bin Bayyah. Como dato de color, es curioso notar que hasta no mucho tiempo atrás, el órgano del cual el jurista era vicepresidente, la Unión Internacional de Juristas Musulmanes (IUMS por sus siglas en inglés), dictaba que la resistencia armada contra los israelíes en Palestina y los norteamericanos en Irak era un deber religioso. Bin Bayyah se distanció de esta esta línea y ha renunciado a su cargo en dicho organismo el año pasado, pero sospecho que esto se debería más a presiones sauditas que a un pleno cambio de corazón. Hoy en día apoyar a un grupo islamista, o peor aún, a un grupo yihadista, se ha vuelto políticamente incorrecto a los ojos de los regímenes árabes, por la razón discutida recién.

Otro clérigo de renombre internacional como lo es Yusuf al-Qaradawi, presidente del IUMS, se mantiene un fiel allegado a los brazos de la Hermandad Musulmana que proliferan en la región. Qaradawi también se expresó en contra del ISIS, mas eso no quita que sea un extremista en potencia, si es que no lo es ya, a punto tal que Estados Unidos le prohíbe el ingreso al país.

¿Es entonces el mundo islámico la solución al fenómeno del ISIS? Afirmar prestamente que sí es una concesión al discurso políticamente correcto que manda en las sociedades libres y pluralistas como la nuestra. En efecto debería serlo, pero en el terreno, salvando algunos casos puntuales, no parece ser así. Pese a su excepcionalísimo, creo que en muchos sentidos el ISIS es solamente la punta de un iceberg. Si existe una tendencia destructiva entre los musulmanes, esa sería la severa aplicación de la tradición religiosa en las sociedades modernas. Sin ser ellos los enemigos declarados de Occidente, esto se ve reflejado en la estricta aplicación de la ley islámica en los países del Golfo, y luego, en las plataformas islamistas que proliferan desde Libia hasta Siria, o de India hasta Indonesia.

El ISIS posiblemente dejará de existir eventualmente, pero su destrucción no signará el final del fanatismo religioso islámico, en tanto las comunidades musulmanas, sobre todo aquellas fuera de Occidente, no se expresen con suficiente vigor en contra de la politización de la religión, sea para el fin que sea, pero especialmente para justificar luchas armadas. Cuando la religión haya medidamente pasado a un segundo plano en la esfera cotidiana, entonces a mi criterio podrá descartarse a lo religioso como un catalizador de violencia y conflicto en Medio Oriente.

Prejuicios y verdades sobre el islam

Hace poco más de una semana, la televisión norteamericana causó revuelo por los dichos y argumentos que se dijeron en contra del islam durante un programa emitido por HBO. Inaugurando el debate, Bill Maher, anfitrión del talk show en cuestión, y uno de sus invitados, Sam Harris, criticaron a los “liberales” -a quienes en Argentina conocemos o etiquetamos como “progresistas”- porque, si bien se alzan contra la ortodoxia y los dogmas de algunos sectores cristianos, aparentemente callan frente a los abusos e imposiciones provenientes de sus análogos musulmanes. Los panelistas manifestaron que existe un problema con el islam y con el establecimiento del discurso políticamente correcto que lo ampara, según ellos, de toda crítica.

Maher y Harris argumentaron que en las sociedades occidentales cuestionar al islam puede merecerle a uno ser rápidamente etiquetado de islamófobo; que existe un cepo que inhibe a muchos de cuestionar ciertas prácticas provenientes del campo musulmán por miedo a ser catalogados como racistas o xenófobos. Si bien yo coincido plenamente con este planteo, en el punto álgido de su presentación los oradores hicieron declaraciones lamentables. Harris dijo que el islam es “la veta madre de las malas ideas”, y su anfitrión, Mahler, que “el islam es la única religión que actúa como una mafia, que te mata si decís la cosa equivocada, dibujás el dibujo equivocado, o escribís el libro equivocado”.

Para presentar el argumento contrario, Ben Affleck expuso elocuentemente que los extremistas son una minoría, y que la mayoría de los musulmanes simplemente quieren llevar a cabo sus vidas pacíficamente, procurando la misma seguridad, educación y bienestar que el resto de los mortales. Otros invitados, Nicholas Kristof y Michael Steele, denunciaron que los medios no hacen lo suficiente para mostrar a todos aquellos musulmanes que se expresan en público en contra del terrorismo y las desmesuras del conservadurismo. En suma, habría miles de personas como Malala Yousafzai que el mundo ignora, y que demuestran la cara benévola y misericordiosa del islam que los prejuicios tapan maliciosamente.

Ambas posturas tienen algo de razón. Sin embargo, creo que la del actor de Hollywood en algún punto representa el pensamiento iluso de muchas personas bien intencionadas, que desconocen las realidades del mundo islámico. Tal como lo muestran las encuestas, el rol que cumple la religión en la vida pública de los países musulmanes es estrepitosamente alto. Por ejemplo, según una encuesta del Pew Researh Center estadounidense, el 91% de los musulmanes de Medio Oriente y África del Norte consideran que es indispensable creer en Dios para ser una persona moral. Según la misma fuente, todos los veintiún países que tienen leyes contra la apostasía tienen mayoría musulmana. Luego, para el Departamento de Estado norteamericano, de los diez grupos que perpetraron ataques terroristas en 2013, siete eran grupos islámicos.

Ricardo H. Elía, prominente historiador del Centro Islámico de nuestro país, ha dicho recientemente en un seminario que el problema del terrorismo y del excesivo poder que en algunos lugares retiene el conservadurismo no se debe al islam per se, sino más bien a los propios musulmanes, a aquellos quienes distorsionan el espíritu racionalista y compasivo de la fe.

Bien, no es que Elía esté equivocado, pero una cosa es analizar a una religión por sus valores abstractos, y otra cosa muy distinta es hacerlo por sus eventualidades prácticas, por su desarrollo histórico e influencia real sobre el comportamiento de los colectivos humanos. El islam no es “la veta madre de las malas ideas”, pero es menester reconocer que la Islamosfera, es decir el mundo islámico, no se rige por la misma cosmovisión occidental que rige en las sociedades libres, especialmente aquellas con una efectiva separación entre Estado y religión.

Distinto a lo que Maher y Harris, entre tantos otros comentaristas sugieren o disponen, el islam, tomado de forma aislada, no es una plantilla retrógrada que impide el progresivo desempeño del intelecto. Pero no por eso está exento de problemas fundamentales. No me refiero a lo que dicen o dejan de decir los versos coránicos, pero más bien a su aplicación en el contexto de la jurisprudencia de las sociedades islamizadas. Muy sintéticamente, el problema con el mundo islámico es que a partir de los siglos XII y XIII desarrolló una aversión hacia las innovaciones intelectuales e institucionales, que en contraste, las sociedades europeas substancialmente comenzaron a superar desde el Renacimiento en adelante.

Esta tendencia recién comenzó a cambiar en el siglo XIX, cuando influenciados por los métodos y progresos occidentales, varios intelectuales árabes propusieron adaptar la religión islámica para dar respuesta a los desafíos de la Era Moderna. Desgraciadamente, los resultados de este despertar fueron ambivalentes, en gran medida debido a los agravios del colonialismo europeo, que suscitaron una respuesta local conservadora entre los creyentes. Por ello, el otro gran problema que presenta el islam tiene que ver con la ideologización de la religión en el siglo XX, es decir, con su politización. Esto es algo que nos conducirá a la difusión del islamismo, y a la aparición de la ideología yihadista que presenciamos en la actualidad.

En definitiva, el islam como religión no es el problema porque depende de quien lo practique. Pero debemos reconocer que sí existe un problema con el mundo islámico. Una cosa es el musulmán que se siente identificado con el sistema positivista de gobierno, con la separación de poderes y con las garantías constitucionales, y otra cosa muy diferente es el musulmán que reniega de todas estas cosas como innovaciones foráneas, prejuiciosas y ajenas a la realidad islámica.

Debemos celebrar a personas como Malala y su merecido Nobel de Paz, pero siempre debemos tener presente que ella no estaría viva sino fuera porque escapó con su familia a Inglaterra. En este sentido, es una verdadera tragedia que las voces que llaman a un islam moderado, tolerante, compatible con la democracia y la diversidad, hoy casi solamente provengan de países occidentales.