Seguridad israelí para los aeropuertos del mundo

Los trágicos atentados que sacudieron Bruselas días atrás pusieron de relieve, una vez más, la necesidad imperiosa de aumentar la seguridad en las capitales europeas. Entre lo que está en discusión, el saldo de 13 muertos en el principal aeropuerto belga manifiesta —como quien dice— que hecha la ley, hecha la trampa, y que aún con tantos mecanismos de seguridad, las terminales internacionales siguen siendo territorio accesible para el terrorismo.

El hecho de que se hayan producido explosiones en uno de los aeropuertos más transitados de Europa en la era post 9/11 dice mucho acerca de las deficiencias en materia de seguridad. Pese a las nuevas tecnologías y a los controles espinosos, evidentemente los mecanismos para salvaguardar al pasajero de la ira terrorista no alcanzan. Con justa razón, la prensa ha recogido el caso para relanzar el debate acerca de la seguridad aeroportuaria. ¿Es necesario que las autoridades extiendan los controles más allá de las puertas de embarque, a expensas de la comodidad y la privacidad de los usuarios? Parece evidente que, lamentablemente, la respuesta es sí.

Tal vez Israel tenga respuestas. No por poco, dada su tenaz experiencia con el terrorismo, tiene uno de los aeropuertos más seguros del mundo. En el aeropuerto Ben-Gurión de Tel Aviv, no necesariamente hay que sacarse el cinturón y los zapatos, y, no obstante, a uno lo están mirando constantemente. Si bien este logro no vino sin sus propias polémicas, lo cierto es que la doctrina de seguridad israelí es exitosa y podría ser replicada en las terminales internacionales; especialmente en las occidentales, acaso las más endebles a convertirse en blancos de la furia yihadista. Continuar leyendo

Politizar y relativizar Star Wars

Se estrenó la séptima y la tan esperada entrega de Star Wars, definitivamente (que me perdonen los trekkies) la saga galáctica más popular de todos los tiempos. Vaya si es exitosa la marca y vaya si los ejecutivos de branding de Disney (que compró Lucasfilm en 2012) tienen pocos escrúpulos que existe un repertorio ridículo de productos promocionados con sables láser. Más allá de los juguetes, los utensilios de cocina o las prendas de vestir, hoy en día se comercializa cualquier cosa con el sello vendedor. Hay desde cintas de embalar, afeitadoras y curitas hasta naranjas, uvas y manzanas. Por lo visto se trata de un fenómeno global dentro de la llamada cultura pop y todos quieren ser parte de la fiesta. Tal es así que por nuestra cuenta, los analistas y los politólogos también queremos estar presentes en la movida. Prueba de ello, a la espera del estreno de The Force Awakens, se han publicado algunos artículos que discuten, revisan y cuestionan la moralidad y la relevancia política de esta guerra de las galaxias.

A razón de la coyuntura real que está ocurriendo en la Tierra y visto que el yihadismo está en boca de todos, los comentaristas se han volcado a los medios para plantear analogías entre rebeldes y terroristas que, por lo pronto, se hacen interesantes. En efecto, en estas últimas semanas se ha dado una suerte de revisionismo moral sobre Star Wars, principalmente sobre la trilogía original (episodios IV, V, VI). Aparecieron artículos que básicamente arguyen que la Alianza Rebelde es una entidad compuesta por desadaptados y fanáticos religiosos (los jedi) que buscan, a la usanza terrorista, desestabilizar en pos de una causa radical y maximalista. Es decir, los agentes del Imperio Galáctico, si bien no son caritativos, serían más “buenos” que los rebeldes o, mejor dicho, más convenientes. Esta es una interpretación poco ortodoxa que le podría arruinar los héroes de la niñez a más de uno. Sin embargo, por lo menos entre los fans es evidente que la idea de pensar a Luke como un terrorista es atractiva, pues añade complejidad y sustancia a la trama. Continuar leyendo

El macabro legado de Hitler en el terrorismo árabe

El pasado 30 de abril se cumplieron setenta años desde que Adolf Hitler se suicidara en su bunker en la asediada y destruida ciudad de Berlín. Siete décadas más tarde Occidente lo recuerda como el peor diablo que podría haber engendrado la sociedad contemporánea del siglo XX. Sin dudas un líder paradigmático, el Füher logró transformar a la culta y productiva Alemania en una máquina de guerra, que mandó a asesinar sistemáticamente a millones de personas. El legado macabro de Hitler refleja que los occidentales no están exentos de desarrollar totalitarismos, y más extensivamente, sentimientos antiliberales, antirrepublicanos como también, paradójicamente, antioccidentales. Hoy en día, su influencia generalmente se asocia con grupos reducidos de neonazis e individuos. Lo que no es tan conocido sin embargo, es que la figura de Hitler le dio a una importante parte de la dirigencia árabe un ejemplo a seguir, un modelo de Estado a imitar, y naturalmente, una tendencia autoritaria con la cual gobernar. Lo que es más, particularmente vinculante con el conflicto árabe-israelí, el nazismo le impartió a los árabes mediante intermediarios la doctrina de la judeofobia europea.

La razón que explica la admiración de los árabes por los alemanes parte del hecho histórico que durante la Primera Guerra Mundial, muchos árabes y musulmanes se identificaron con la causa germana, casi instintivamente, porque los alemanes eran los enemigos de los británicos y franceses, quienes acarreaban un historial de intervenciones e injerencias en los asuntos internos de los poderes musulmanes de la época. Para 1914 los británicos se habían establecido en Adén (desde 1839), en Egipto (desde 1882), en Chipre (desde 1878), dominaban el subcontinente indio (desde el siglo XVIII), y ejercían una fuerte presión sobre los asuntos del golfo Pérsico y del Imperio otomano. Los franceses por su parte tomaron colonias en Argelia (en 1830), Túnez (en 1881) y Marruecos (en 1912), de modo que su influencia se extendía a lo largo del norte de África. Para las multitudes árabes, la conflagración europea se presentó como una oportunidad para denunciar los agravios del colonialismo, redescubrir una identidad propia y cuestionar la legitimidad del orden anglofrancés. Los alemanes ya entonces supieron capitalizar el descontento de los árabes contra las autoridades londinenses y parisinas, lanzando esfuerzos dirigidos para poner a los musulmanes en contra de sus respectivos tutores imperiales. Para ello apelaron al concepto de guerra santa, la yihad, y colaboraron con los otomanos en campañas propagandísticas orientadas a dar legitimidad religiosa a la sublevación contra las fuerzas aliadas. El plan no dio resultado, y los alemanes no lograron formar quinta columnas dentro de los dominios coloniales enemigos, o sublevaciones religiosamente motivadas entre los musulmanes.

El punto a destacar, sin embargo, es que los alemanes se percataron de que la religión tenía el potencial de tocar la sensibilidad de los árabes, y probarían, con más éxito, la misma estrategia de propaganda durante la Segunda Guerra Mundial. Para entonces, destruido el Imperio Otomano al término de la Primera Guerra, la dominación de Francia y Gran Bretaña englobaba Medio Oriente, y los árabes ya habían experimentado un renacimiento nacionalista como también otro islamista, que volcaba la religión hacia significantes políticos. Estas condiciones, sumadas a la continua inmigración judía hacia Palestina, le facilitaron a los nazis la tarea de persuadir a los árabes que el resto de Occidente conspiraba en su contra; que se encontraba orquestado por la judería mundial, y que Alemania era el aliado natural de quienes luchaban contra la opresión y la injusticia.

Por su desdén contra las autoridades coloniales, los árabes desarrollaron opiniones contrarias a los valores liberales y al sistema parlamentario de los colonizadores. Estas eran ideas que difícilmente llegaban a aplicarse con éxito en la realidad local, donde la represión era moneda corriente, y la misión civilizadora de los europeos era vista popularmente como una agresión cristiana. Algunos autores, notoriamente Bernard Lewis, Efraim Karsh y Elie Kedourie, indican que dado su devenir histórico, la falta de instituciones representativas entre los árabes los hacía proclives a simpatizar con la disciplina autocrática. En su día, el fascismo, y luego el comunismo, parecían funcionar y prometer grandes réditos, pero lo que es más importante, el totalitarismo presentaba un discurso que, contrario a lo que sucedía con el liberalismo, no sonaba del todo foráneo, y utilizaba conceptos con los cuales los árabes podían relacionarse a partir de su propias memorias históricas. El modelo en cuestión insistía en el principio de seguir a un gran líder, llamaba al sacrificio y a dejar todo por una causa trascendental, y pensaba a la sociedad como un todo orgánico, donde el énfasis descansaba, no en los intereses egoístas del individuo, pero en la voluntad de la masa.

Lo cierto es que entrada la Segunda Guerra Mundial, los alemanes pusieron a trabajar su espectacular aparato propagandístico para repartir folletos y traducciones de “Mein Kampf” y “Los protocolos de los sabios de Sion”, y transmitir emisiones de onda corta a Medio Oriente, nuevamente enfatizando que la sublevación contra los poderes aliados era una obligación de carácter religioso. Esta campaña tuvo considerablemente más éxito que aquella llevada a cabo tres décadas antes. Resulta que además de aprovechar las últimas tecnologías de comunicación, a los efectos de persuadir a las masas, los nazis discutían que el futuro, sino la misma supervivencia de los árabes, dependían de la victoria hitleriana. Y para darle credibilidad a su llamado, los nazis emplearon intermediadores musulmanes.

El principal agente y agitador de los nazis trabajando para movilizar a los árabes fue el muftí de Jerusalén, Haj Amin al-Husseini. Este era un hombre que poseía, bajo la gracia de las arrepentidas autoridades británicas, la conducción política y espiritual de los árabes palestinos. Exiliado en Alemania durante la guerra, su principal obra fue saltear las distancias entre el insipiente movimiento islamista y el nazismo. En breve, como ejemplifican sus declaraciones, su trabajo devino en que la retórica totalitaria fuese cubierta y validada con adscripciones islámicas, sobre todo en cuanto concierne al trato con los judíos.

En 1944 el muftí instó por radio a los árabes a que se levanten como un solo hombre y que peleen por sus derechos sagrados. “Maten a los judíos dondequiera los encuentren. Esto le agrada a Dios, a la historia y a la religión”. Haj Amin también fue instrumental en reclutar una división de soldados bosnios para pelear en las SS. Dirigiéndose a sus hombres, sintetizo que “existen muchas similitudes considerables entre los principios islámicos y el nacionalsocialismo, principalmente, en la afirmación de la lucha y la camaradería…en la idea de orden”. Este líder, considerado uno de los fundadores del nacionalismo palestino, no solamente compró el cuento de que la judería mundial dictaminaba la guerra, pero lo que es más importante, suscitó una tendencia de visceral odio hacia el judío entre los árabes que continua hasta el día de hoy. Hasta ese entonces, antes de la Segunda Guerra y la siguiente creación del Estado de Israel, el antisemitismo entre los árabes era una experiencia que si bien era recurrente, no se comparaba con el avasallante prejuicio y violencia de los europeos. El éxito de la campaña del muftí recae, según Jeffrey Herf, en que basándose en la ideología hitleriana, pudo tomar el Corán y “utilizar una apropiación e interpretación selectiva” del mismo para presentarle a los nazis “un punto cultural de entrada a los árabes y musulmanes”.

Curiosamente, incluso un hacedor de paz como Anwar Sadat llegó a admirar a Hitler. En 1953, a sus treinta y cuatro años, escribió para un periódico egipcio una carta hipotética al dictador como si este estuviese vivo.

“Querido Hitler: te admiro desde el fondo de mi corazón. Incluso si se parece que has sido derrotado, en realidad eres el ganador. Has sido exitoso creando disensión entre el viejo de Churchill y sus aliados, los hijos de Satán. Alemania renacerá a pesar de los poderes occidentales y orientales. Cometiste algunos errores, pero nuestra fe en tu nación ha más que compensado por ellos. Debes estar orgulloso de haberte convertido en un líder inmortal de Alemania. No nos sorprenderíamos de verte regresar a Alemania, o de ver alzarse a un nuevo Hitler para reemplazarte”.

La realidad contemporánea, especialmente en los territorios palestinos, muestra que el desdichado saludo de Sadat hacia Hitler aún tiene resonancia en el siglo XXI. Multitudes árabes admiran al dictador por haberle dado batalla a los otros poderes de la época, y más aún, por haber aniquilado a millones de judíos, quienes son asociados con Israel; y en tono con la paranoia popular, responsables por toda calumnia e injusticia que sopesa sobre los musulmanes.

El instituto israelí Palestinian Media Watch (PMW) viene mostrando cómo los medios palestinos, tanto de Hamás como de Fatah, incitan a comparar a los israelíes con los nazis, a la negación del Holocausto, e incluso a la admiración de Hitler. El sitio de PMW le hace seguimiento a eventos o incidentes que denotan la magnitud del problema. Por ejemplo, resalta que hay palestinos llamados Hitler, que el nombre es utilizado como un proverbio positivo. Hitler es glorificado, y su obra es un éxito de ventas. Análogamente, un instituto norteamericano, The Middle East Institute (MEMRI), muestra frecuentemente como esta vanagloria del mal se ha convertido, en efecto, en una característica ya asentada en la cultura mediática del Medio Oriente en general.

Los grupos más propensos a difundir el culto a Hitler en la región son desde luego los islamistas, quienes toman su legado para encontrar paralelos con el presente. Esto se ve tanto en el carácter autocrático que suele caracterizar a estos grupos, en el estilo llamativo de sus insignias, saludos, y manifestaciones, y en la creencia en conspiraciones globales organizadas por los judíos. Es triste, pero el hitlerismo, lo que Occidente considera un capítulo cerrado de su historia, dista de verse de la misma manera en el mundo árabe.

La guerra que se avecina

Hace pocas semanas el grupo islámico palestino Hamás instó a Hezbollah, su contraparte chiita y libanesa a aunar fuerzas para combatir al enemigo común de siempre: Israel. De concretarse, semejanza alianza no resultaría en un desenlace inesperado. Ambos grupos comparten un odio ideológico visceral frente a lo que consideran un Estado ilegitimo y colonialista. No obstante, por encima de sus inclinaciones similares, ambos grupos responden a intereses que no siempre coinciden. Siendo actores no estatales, dependen de los víveres provistos por benefactores con agendas disimiles.

Fundados durante la década de 1980, hasta el levantamiento contra Bashar al-Assad en 2011 ambos grupos servían como intermediarios de Siria e Irán. Hamás no expresaba, pese a ser un movimiento sunita, ninguna convulsión en recibir fondos y armamentos mediante la gracia de Teherán. El liderazgo del grupo palestino tampoco podía quejarse frente a la hospitalidad del Gobierno de al-Assad, que le brindaba amparo y protección. Pero una vez que las fallas sísmicas del mundo árabe comenzaron a desplazarse, dando lugar a la guerra civil siria, Hamás se distancio de sus patrones tradicionales. Tomando partido en lo que constituye un conflicto sectario entre sunitas y chiitas, Hamás cambió a un patrocinador por otro. Su líder, Khaled Mashaal, movió sus oficinas desde Damasco a Doha, convirtiendo a su organización en pleno cliente de Qatar.

A diferencia de lo ocurrido con Hezbollah, atada geográfica e ideológicamente a la supervivencia del régimen sirio, el conflicto sectario en el Levante no afectó las prioridades de Hamás, que no desistió de atacar a Israel. Por el contrario, en 2014 el grupo aprovechó la situación regional para guerrear a los israelíes, y sumar puntos a su reputación como movimiento yihadista, verídicamente comprometido con “la destrucción de los sionistas”. Hezbollah en cambio sí vio su agenda alterada, porque tuvo que priorizar la supervivencia de Assad. Pero la situación podría estar cambiando.

Según algunas consideraciones, cuatro años más tarde de haberse iniciado, la guerra intestina entre los árabes lentamente se estabiliza en beneficio de Assad. Las fuerzas gubernamentales controlan la mayor parte de la zona costera del país, incluyendo las principales ciudades de Damasco, Homs y Alepo. Hoy Assad puede dormir tranquilo, a sabiendas de que su seguridad por lo pronto está garantizada.

La irrupción en escena del Estado Islámico (ISIS) en 2013, y acaso más concretamente, la campaña internacional iniciada en su contra el año pasado, ha sin lugar a dudas fortalecido la posición de Assad vis-à-vis Occidente. Apelando a que “más vale diablo conocido que diablo por conocer”, el regente damasceno apuesta a que si no tranzan con él, los estadounidenses por lo menos lo dejen ser. En este contexto los israelíes están más intranquilos. Por un lado, Assad – el diablo conocido – mantuvo una frontera tranquila con el Estado judío, realidad que para muchos lo convierte en la mejor opción frente al prospecto de la alternativa: un Gobierno islámico – el diablo por conocer. Por otro lado, algunos sostienen que la supervivencia del régimen sirio es un cálculo estratégico obsoleto, que debería ser revisado a la luz de su apoyo continuo a Hezbollah. En rigor, desde que fuera derrotada militarmente en la guerra de octubre de 1973, Siria ha buscado guerrear contra Israel por otros medios indirectos, esencialmente patrocinando a grupos terroristas de todo el espectro político y religioso.

En términos de la seguridad de Israel, la relativa mejoría en la situación del régimen sirio presenta una grave amenaza. Suponiendo que las prioridades de Hezbollah se reorientaran a su propósito fundacional, una operación contra el norte israelí sería plausible. El grupo ha adquirido mayor experiencia bélica, y de acuerdo con estimaciones de inteligencia, habría incrementado considerablemente su arsenal balístico. Si en la última conflagración durante el verano (boreal) de 2006 Hezbollah poseía 13 000 cohetes de corto y mediano alcance, ahora podría tener más de 100 000, incluyendo un inventario de misiles capaces de impactar Tel Aviv, que habrían sido provistos por Teherán.

Por supuesto, si el grupo libanés decidiera escalar en un conflicto abierto con Israel, esto pondría en riesgo dejar el flanco de Assad en descubierto, en tanto mayores recursos serían destinados a la frontera sur. Lo que es más, y aquí el dilema en la estrategia de Jerusalén, a esta altura una guerra con Hezbollah implicaría casi seguramente una guerra con Damasco. Con el ataque de helicóptero realizado hace un mes en Quneitra, en el límite entre Israel y Siria, las fuerzas hebreas parecen haber señalado que no tolerarán la apertura de un nuevo frente, o mismo aún, que no tienen intención de verse arrastradas en el conflicto sirio. Israel históricamente ha dependido de la fuerza como política de disuasión. Pero aunque esta disciplina ha funcionado de maravilla con los actores estatales del vecindario, el registro reciente muestra de sobremanera que esta no funciona tan eficazmente con los grupos terroristas transnacionales.

Los conocedores de la materia dejan por sentado que Israel actuará con severidad si los cohetes vuelven a llover sobre sus ciudades y poblados. Si bien una nueva guerra en el sur de Líbano y Siria podría resultar crucialmente perjudicial para Assad (y este podría estar opuesto de antemano a la misma), paradójicamente, un conflicto con los enemigos “imperialistas” de siempre, podría desviar la atención de los yihadistas de toda ramificación hacia la guerra contra los judíos. Si así fuese el caso, la comunidad internacional por descontado clamaría por la autocontención de Israel frente a sus objetivos vitales de seguridad.

Desde lo discursivo, Hasan Nasrallah, el líder de Hezbollah, ha prometido recientemente retaliación contra Israel. Lo cierto, no obstante, es que nunca faltan declaraciones beligerantes entre yihadistas e islamistas contra “el Satán sionista”. En este sentido tampoco sería la primera vez en que grupos islamistas hacen diplomacia entre sí para acordar que Israel debe ser destruido. Lo grave del llamado de Hamás a cooperar con Hezbollah no es la cooperación per se, pero más bien el momento crítico en el que podría llegar a darse esta. Es posible que el guiño de Hamás a Hezbollah represente la frustración del primero frente a un suministro disminuido de arsenal, queriendo ahora este reconciliarse con Irán. En todo caso, debe tomarse en consideración que el Gobierno egipcio de Abdel Fattah el-Sisi, contrario a la gestión anterior liderada por Mohamed Morsi, se ha propuesto ser mucho más estricto con el bloqueo a Gaza desde el Sinaí.

En suma, desde el sur, eventualmente otra guerra contra Israel le permitiría a Hamás agraciarse frente a Teherán. Desde el norte, otra guerra con Israel le permitiría a Hezbollah reafirmar su presencia, y ganar credenciales como elemento activo en la lucha contra los israelíes. Cabe de esperar que Irán se encuentre preparando a sus activos en el Levante como plan de refuerzo, para demorar y enredar el proceso de acercamiento que Barack Obama comenzara hace poco. Una guerra no solamente pondría a Israel en una situación precaria desde el punto de vista estratégico, sino que probablemente desenfocaría la atención de Washington frente a los designios persas. Con una guerra entre Israel y Hezbollah, Irán podría ganar tiempo en su búsqueda por la bomba nuclear, incrementar su influencia, y desviar el foco de atención desde Asad al premier israelí. En contrapartida, como ha sido discutido, la estrategia no está exenta de importantes riesgos.

De llegar a cumplirse este pronóstico, y de volver a caer cohetes sobre suelo hebreo, lo más probable es que los islamistas decidan abstenerse de comenzar una guerra en tanto no haya sido formado un nuevo Gobierno en Israel. Con las elecciones fijadas para el 17 de marzo, es posible que ya adentrado abril, las fuerzas políticas de este país no hayan pactado todavía para formar una coalición. En este momento, una ofensiva por parte de los grupos islámicos inclinaría a los votantes israelíes a votar por la plataforma más seguridad-intensiva, lo que se traduce en el voto a los partidos de derecha – menos moldeables a ceder frente a la violencia. Por todo esto, quedará por verse que sucederá este año, y si en efecto Hamas y Hezbollah encuentran el fatídico momento para atacar.

La caja de Pandora del islam

Salmán bin Abdulaziz es el nuevo rey de Arabia Saudita, luego de que su medio hermano, Abdalá, muriera el 23 de enero pasado a los 90 años. Salmán, de 79 años, no representa un cambio de aire en la bien establecida monarquía saudita. Por el contrario, Salmán personifica el legado empedernido de su familia por cortejar y financiar la yihad islámica alrededor del globo. De hecho, el nuevo rey supo ser uno de los principales recaudadores de fondos para los muyahidines, los “guerreros santos” que combatieron a los soviéticos en Afganistán durante la década de 1980, a los serbios en los Balcanes durante la década de 1990, y a los rusos en Chechenia durante los 2000.

Por sus acciones, en mi opinión Salmán puede ser descrito como el Víctor Frankenstein de la yihad. Según aducen varios analistas, en gran medida fue el padre del monstruo contemporáneo que es el llamado Estado Islámico (ISIS). El recientemente coronado rey fue uno de los personajes que al abrir los cofres del Estado, le proveyó a una generación de yihadistas la energía vital que esta necesitaba para cobrar forma. Efectivamente, creo que la misma alegoría podría ser empleada con otros sauditas de renombre y linaje real, como los príncipes Bandar bin Sultan, Turki al Faisal, y Al Waleed bin Talal.

De acuerdo con el exanalista de la CIA, Bruce Riedel, Salmán fue en su momento escogido por el régimen para velar por los intereses internacionales de la familia saudita. Por mucho tiempo gobernador de Riad, Salmán actuó como el nexo entre la casa real y el establecimiento wahabita, para proveer a los yihadistas con una fuente virtualmente inagotable de recursos para sostener su guerrilla contra sus enemigos. Tómese como ejemplo que durante los años de 1980, de acuerdo con otro analista de inteligencia, las donaciones privadas desde Arabia Saudita habrían alcanzado entre los 20 y los 25 millones de dólares por mes. Por supuesto, ningún análisis de la cuestión afgana sería consistente si no se señala que en aquella época frenar la invasión soviética era el común denominador entre la política Washington y Riad. Pero mientras que para los norteamericanos coartar a los rusos se convertía en un imperativo geopolítico, es decir, se traducía en un esfuerzo motivado por intereses pragmáticos, para los sauditas apoyar la yihad se convirtió en una política de Estado; basada ya no solamente en consideraciones estratégicas, sino ideológicas al mismo tiempo.

Durante los años de 1980, Arabia Saudita no solamente exportó la “guerra santa”, sino que diligentemente comenzó a preparar el caldo de cultivo para formar a nuevos yihadistas, incluso dentro de Occidente. En total, en aquella década se habrían canalizado 75 billones de dólares para la propagación del wahabismo por el mundo, a veces convenientemente inserto dentro de instituciones de solidaridad y beneficencia musulmanas. Esta “ofensiva cultural” es el verdadero problema detrás del extremismo islámico que se observa a diario. Detrás de la fachada de la Liga Mundial Islámica, presente en todos los rincones del mundo, se ha construido una institución instrumental en la difusión mundial de la doctrina wahabita. Es la misma que llevada al extremo, provee el sustento ideológico que caracteriza a grupos que van desde Al Qaeda, Boko Haram, y desde luego el ISIS. En términos generales, si alguien como el rey Salman es un Dr. Frankenstein de la yihad, Arabia Saudita en sí – esto es, su régimen político y su entendimiento con el orden religioso – representa la caja de pandora del islam.

Es paradójico que los sauditas estén construyendo un muro para repeler al ISIS. Si este grupo se personificara en una persona, sería el hijo prodigio de la casa Saud; de las enseñanzas que durante mucho tiempo la monarquía promovió en el extranjero con sus inagotables fuentes de dinero. Esta suerte de campaña internacional de evangelización se debe principalmente a las consideraciones que presento a continuación.

Por un lado, varios comentaristas vienen discutiendo que existe una similitud llamativa entre el ISIS y el Ikhwan (“Hermandad”), que en esencia era el movimiento wahabita que a falta de fanatismo, conquistó la mayoría de la península arábiga durante los años de 1920, y que en principio quería continuar conquistando la totalidad de Medio Oriente. El fundador y patriarca del actual Estado saudita, Ibn Saud, pactó con esta milicia religiosa a los efectos de poder asegurarse la prominencia política de la península. Bajo esta alianza, Saud pudo derrotar a facciones rivales y consagrar un Estado para su propio clan en 1932. A cambio de legitimidad religiosa, el rey ofreció a los wahabitas dominio sobre todos los asuntos religiosos como cotidianos de la esfera pública.

No obstante, y como no podría ser de otra manera, en el camino a la construcción de un Estado moderno, las fuerzas del progreso chocaron en reiteradas ocasiones con las fuerzas del conservadurismo clerical; opuesto a los automóviles, a la radio, a la televisión, y más recientemente a la presencia de tropas no musulmanas (norteamericanas) en territorio islámico. De esta fricción surgió Osama bin Laden, el hijo de un sobresaliente y millonario empresario que doto al país con autopistas y obras modernas de infraestructura. Osama sin embargo escogió no continuar con el legado de su padre, y termino convirtiéndose en el jeque de Al Qaeda.

Para la monarquía saudita, exportar la revolución wahabita se convirtió en un camino para conservar legitimidad a los ojos de los fieles, y quizás aún más importante, se volvió en una estrategia para desviar la atención de los fanáticos frente a las contradicciones inherentes del Estado saudita. Pues pese a los códigos de humildad material y celo por vivir a la usanza exacta en la que se vivía en los tiempos de Mahoma, lo cierto es que la familia real se caracteriza por vivir con extravagantes lujos – desviaciones a la luz de la práctica religiosa más rigurosa. En breves cuentas, exportar la yihad se convirtió para la casa real en un modo de ganar prestigio y así evitar que la “guerra santa” se vuelva contra ellos. Este resultado adverso quedó puesto de manifiesto a mediados de 1975 luego de que el rey Faisal fuera asesinado por llevar a cabo políticas modernizadoras en detrimento del orden nómade y tribal característico hasta entonces de la sociedad arábiga.

El mayor golpe se produjo no obstante en 1979. En ese año se sucedieron tres eventos clave que determinaron la posición de Arabia Saudita como financista de la yihad global y promotora de la variante más rígida y belicosa del islam. A comienzos del mismo, la revolución chiita del ayatolá Jomeini derroco al Shah Reza Pahlaví, convirtiendo a Irán en un Estado islámico, mas fundado por un movimiento popular con rasgos socialistas, antagónico al modelo monárquico y sunita de los sauditas. En segundo término, finalizando el año, se produjeron dos eventos que activaron fuertemente la opinión pública: la invasión soviética de Afganistán, y la toma de la gran mezquita de Masjid al-Haram en La Meca. Este último incidente se refiere a un grupo de fanáticos, que reviviendo el nombre de Ikhwan, tomó por la fuerza el lugar más santo del islam para protestar contra la laxitud religiosa, que según ellos, sesgaba la santidad de la península.

Es entonces, como resultado ante estas eventualidades, que invertir en los muyahidines y en los yihadistas que les seguirían se convirtió en una política de Estado. A partir de ese momento, el régimen reclamó a sus ciudadanos una más estricta adherencia a los códigos religiosos, y allí es que para apaciguar al clero wahabita, al ahora rey Salmán se le encomienda servir de vínculo entre la casa real y la elite religiosa.

Por otro lado, en vista de este contexto, Arabia Saudita es uno de los países más conservadores del mundo desde todo sentido de la expresión. Las estrictas pautas sociales y normas religiosas dominan por completo a la sociedad. Las artes por lo general están prohibidas, la creatividad en los jóvenes es desalentada, los sexos son segregados y no existe ningún tipo de libertades republicanas. Si bien la ciudadanía no posee derecho a un sistema representativo para hacer oír sus demandas, en el Estado casi que no hay necesidad de que la gente page impuestos.

Este clima resulta en dos actitudes marcadamente opuestas frente a la vida y que sin embargo aparecen como dos caras de la misma moneda; como dos etapas naturales de la identidad saudita. Frente a las barreras impuestas a la interacción con el sexo opuesto, a las expresiones culturales, al cine, la música y el teatro, los jóvenes sauditas – o bien descargan sus pasiones comprando compulsivamente en los shoppings, o peor aún, exteriorizan sus inquietudes a través del marco religioso beligerante que les ofrece la doctrina oficial. Aquellos jóvenes que no tienen otra cosa que hacer salvo educarse religiosamente, el camino del wahabismo les ofrece redención, aventura, y la promesa de un lugar definitivo en el paraíso.

El ISIS es la expresión más aguda de esta experiencia. Algunos comentaristas vinculados con la izquierda se apresuran a culpar a Estados Unidos por la germinación de semejante radicalismo islámico. Son varias las voces que indican que, por sus desaciertos, la política exterior de Washington dio cabida al resentimiento y odio de la ideología yihadista. Pese a la discutible validez de algunos de los argumentos presentados por esta línea de análisis, estos observadores fallan en percatarse del rol que jugaron los sauditas durante las últimas décadas, en la promoción y confección de una ideología opuesta a toda expresión cultural, reivindicativa de una religiosidad utópica, y de antemano intolerante a cualquier noción de compromiso o dialogo.

El wahabismo es un fenómeno que data del siglo XVIII, mucho antes de que Estados Unidos se entrometiera en los asuntos de los árabes. Todavía más importante es el hecho que Arabia Saudita como Estado fue posible gracias a una revolución religiosa, la de los Ikhwan, semejante a aquella que hoy en día afecta a Siria e Irak mediante la acción del ISIS.En retrospectiva, en su afán por contener esta revolución internamente y al mismo tiempo exportarla, la monarquía saudita acrecentó las vicisitudes entre la clase dirigente y la elite religiosa. Como resultado, terminó inadvertidamente fomentando la creación de un movimiento que ahora se le ha vuelto en su contra.

El caso contra las “técnicas mejoradas de interrogación”

La semana pasada se dio a conocer el informe del Senado estadounidense sobre el programa de detención e interrogación llevado a cabo por la CIA, en “la guerra contra el terror”, durante la administración de George W. Bush. Alabado por la bancada mayoritaria demócrata y duramente criticado por la bancada republicana, la confección del informe llevó cinco años, consumió $40 millones de dólares, y arrojó 6.000 páginas –que aún no han sido desclasificadas en su totalidad.

Por descontado, enhanced interrogation techniques – “técnicas mejoras de interrogación” – es un eufemismo elegante para decir tortura. ¿Pero es legal la tortura llevada a cabo por una democracia en momentos de riesgo críticos? El debate no es nuevo, y en este aspecto, el informe del Senado llega como una crónica ya anunciada. Nadie ha quedado sorprendido por las anécdotas ahora desglosadas, que narran la tortura llevada a cabo en los centros de detención estadounidenses. La pregunta fundamental pues, es sí es posible tolerar cosas como “el submarino” (waterboarding), la privación forzada de sueño, fuertes golpizas, o la simulación de una ejecución súbita, todo en pos de extraer información crucial para la seguridad nacional.

Si de pros se trata, si usted está familiarizado con series de TV como 24 o Homeland, entonces puede percibir el argumento republicano de inmediato. En ellas, ocasionalmente los protagonistas torturan a los cómplices de los terroristas (o a los terroristas mismos) de forma extrajudicial, y lo hacen por su cuenta, estando plenamente conscientes de la ilegitimidad de sus actos. De acuerdo con la trama, de no tomar la difícil decisión de actuar al margen de la ley, sea por lo burocrático del sistema, o la necesidad urgente de dar con una bomba a punto de estallar, al final de cuentas la vida de millones de personas estará en riesgo. En otras palabras, aquí se está hablando de perdonar una trasgresión en función de cuidar el bien común de toda una sociedad: torturar permitiría obtener información crucial rápidamente. Así lo ven muchas personas, quienes sostienen además que dar a conocer los secretos de la CIA perjudica la relación con los aliados de Estados Unidos, a la par que expone a ataques al personal norteamericano apostado en el extranjero. Según el SITE Inteligence Group, la divulgación del informe ha provocado una fuerte movida en la comunidad islamista, por lo menos en las redes sociales, y el Departamento de Estado ya ha emitido alertas a las embajadas norteamericanas en lugares como Afganistán, Pakistán y Tailandia. El temor es que se produzca otra incursión como la que ocurrió con el consulado en Bengasi dos años atrás, causando la muerte de cuatro diplomáticos, incluyendo la del embajador en Libia.

Es inútil ponerse a debatir si, con independencia de las circunstancias, la tortura podría llegar a ser legal. En lo general, las normas escritas difícilmente pueden prever todo el espectro de situaciones críticas que se pueden dar en el dinámico mundo de hoy. No hay, por ejemplo, fuentes consuetudinarias contra fenómenos recientes como el ciberterrorismo, y de hecho no hay consenso internacional en lo que respecta a la condena del terrorismo – debido a que siendo un asunto polémico como sensible, prueba ser muy difícil dictaminar quién es terrorista y quién no. La controvertida Ley Patriota (USA Patriot Act) sancionada en octubre de 2001 fue la medida que impulsó la administración Bush para intentar llenar este vacío, pero a costa de darle luz verde a los servicios de inteligencia para interceptar las comunicaciones privadas de los ciudadanos, o incluso para secuestrarlos a discreción, de creerse que presentaran una amenaza. Por ello, volviendo al tema de la tortura, no es casual que los prisioneros de Al-Qaeda no hayan sido transferidos a suelo estadounidense propiamente dicho. Como la tortura es ilegal, para dar amparo legal a las acciones de la CIA, la administración Bush se valió de la opinión legal de algunos juristas, quienes convenientemente presentaron el caso de que la tortura sería permisible siempre y cuando fuera consumada en el extranjero. En concordancia, como el “submarino” no está explicitado como tortura, varios funcionarios públicos justificaron su empleo durante la década pasada, incluyendo a Mitt Rommey, candidato a presidente durante las últimas elecciones.

Bien, ¿funcionó la tortura? Están quienes desde ya dicen que sí, y que gracias a esta se pudo encontrar y matar a Osama bin Laden, y quienes dicen que no. Si la vida fuera una serie de televisión, deberíamos esperar al último capítulo para esclarecer lo sucedido, pero en concreto lo cierto es que el informe del senado no inclina la balanza en favor de la CIA, y deja a Estados Unidos en una posición de desprestigio importante.

Algunas voces, incluidas aquellas de políticos y de algunos exinterrogadores, sostienen que la tortura no solo no funcionó, sino que llegó hasta demorar el proceso de extracción de información. En este sentido, aunque parece una obviedad, vale la pena recalcar que las personas pueden llegar a decir cualquier cosa – lo que el torturador quiere – total de poner fin al agonizante castigo. De acuerdo con Ali H. Soufan, ex agente del FBI involucrado con la investigación de los eventos que llevaron al 9/11, la tortura resulta de lo más contraproducente. Su oposición no se basa en razones morales, sino en razones prácticas, porque al fin de cuentas es ineficaz, y añade más atracción al discurso de los terroristas que buscan reclutar miembros para vengarse de los norteamericanos.

Existe de hecho evidencia que muestra que la tortura, que en definitiva funciona como una terrible humillación, puede radicalizar profundamente al prisionero. En su bestseller, Lawrence Wright demuestra como la tortura cometida por los militares egipcios actuó de catalizador para convertir a islamistas, algunos más moderados que otros, en fervientes radicales que pasaron a integrarse a Al-Qaeda luego de su liberación. El más notorio entre estos quizás es Ayman al-Zawahiri, mano derecha de Bin Laden, quien “entró a prisión hecho un médico, y salió hecho un carnicero”. Varios estudios realizados por expertos han confirmado que la humillación, producto de los fuertes abusos físicos, contribuye a la radicalización del sujeto torturado; aumentado su odio y resentimiento hacia todo lo que puede intuir como próximo a su torturador.

Desde lo personal, lejos de sensibilizarme con el dolor de los miembros de Al-Qaeda confinados y torturados en bases estadounidenses, comparto la opinión de que la tortura es contraproducente y representa una flagrante violación a los principios que rigen a una democracia. El hecho de que una democracia cruce tal línea roja en materia de derechos humanos, emprendiendo en un campo de expertiese dominado por los regímenes autoritarios, es un preocupante precedente – el cual seguramente dará sustento a denuncias que acusarán la existencia de dobles raseros por parte de Estados Unidos y sus aliados. Sintetizado en una oración, esto significa que los norteamericanos estarán complicados a la hora de denunciar los abusos cometidos por Gobiernos como dictaduras totalitarias, dondequiera que se encuentren. Dicha realidad no hace más que entorpecer la causa de la democracia y la libertad.

Por tanto creo que la publicación del informe es un resultado positivo, esencialmente debido a que recuerda que Estados Unidos, a pesar de sus flagelos y desafíos por delante, sigue siendo una de las democracias más funcionales del mundo. El hecho de que diez años después – desde el punto álgido en la guerra contra el terror – el Senado estadounidense confirme oficialmente los ilícitos de los servicios de inteligencia, es algo que muestra que Estados Unidos es un país de derecho que asume sus errores y responsabilidades.

También destaco como positivo que el Senado no busque iniciar una cacería de brujas contra aquellos “patriotas”, aquellos agentes que trabajaban para proteger la seguridad de millones de estadounidenses – llamados así tanto por George W. Bush como por Barack Obama. Existen por supuesto razones de necesidad política para que la actual administración no busque alienar o antagonizarse de más con el personal de la CIA. Pero incluso siendo así, creo que sería un error de juicio si más adelante se intentara proseguir a miembros clave de la gestión Bush (incluido el ex presidente) por su rol en dirigir o aprobar la tortura a confesos terroristas y milicianos de Al-Qaeda. Debe ser tomado en cuenta que, según lo indican las encuestas, la mayoría de los norteamericanos opina que la tortura está siempre (19%), a veces (28%), o raramente justificada (16%) cuando de lidiar con personas sospechadas de ser terroristas se trata.

Finalmente, creo que la preocupación de los republicanos, vinculada con el peligro de ataques contra intereses estadounidenses en el extranjero, es a lo sumo exagerada. Los yihadistas podrían encontrar mil y una razones para buscar perpetrar ataques contra instalaciones norteamericanas además de la provista por la divulgación del informe. Como he dicho al comienzo, el informe solo viene a confirmar la multiplicidad de reportes privados ya publicados y conocidos desde hace varios años.

Todavía es posible hacer justicia

Una noticia que no trascendió mediáticamente, a pesar de la suerte de conexidad espiritual que podríamos hacer los argentinos con ella, es la extradición de Hassan Diab, desde Canadá a Francia, por su presunta responsabilidad en el atentado perpetrado contra la comunidad judía francesa en 1980. Acaso una seña de esperanza para los familiares de las víctimas de los atentados a la Embajada de Israel en 1992, y AMIA en 1994, el caso muestra que incluso luego de tantos años, todavía es posible hacer justicia. 

El atentado en cuestión, ocurrido el 3 de octubre de 1980 contra la sinagoga de la calle Copernic, fue el primer ataque contra los judíos franceses desde que los nazis ocuparan el país cuarenta años antes. Según pudo comprobarse, el hecho se produjo cuando pasadas las 18:30 de la tarde, a poco antes de terminar el servicio religioso del viernes, estallaron 10 kilogramos de explosivos escondidos en las alforjas de una motocicleta estacionada fuera de la sinagoga. En el incidente murieron cuatro transeúntes, y más de cuarenta personas resultaron heridas. Aunque al comienzo las autoridades sospecharon de las viejas agrupaciones antisemitas locales, pronto quedo claro que la hipótesis de una conexión con Medio Oriente tenía más sustento.

Entre las décadas de 1960 y 1980 Europa sufrió de una ola de incidentes terroristas vinculados con el accionar de grupos que formaban parte de la Organización para la Liberación de Palestina (OLP). Los ataques, a veces en conexión con facciones comunistas locales, se caracterizaban por la toma de rehenes, el secuestro de aviones comerciales, y los atentados con bombas. Además de emplearse para ganar atención internacional, la misión de los terroristas frecuentemente respondía a utilizar la extorsión para cobrar millonarias sumas para la compra de armamentos.

Hassan Diab, libanés y de 61 años de edad, habría estado involucrado, según las autoridades francesas, con el Frente Popular para la Liberación de Palestina (FPLP), una de las agrupaciones más importantes dentro del cuadro de la OLP, de orientación marxista-leninista, y particularmente responsable por incursionar en el secuestro de aviones de pasajeros durante los sesenta. De acuerdo con la investigación, en función de los retratos robot que habrían aportado testigos al momento de suceder el atentado, Diab habría estacionado la ominosa motocicleta. Además, se habría registrado en un hotel parisino con un nombre falso.

Por otro lado, podría llamar la atención el hecho de que Diab es un hombre educado que cuenta con un PhD en sociología, naturalizado canadiense, y que hasta relativamente muy poco atrás daba clases en la universidad. Diab fue arrestado por pedido de Francia en 2008,  y recién fue extraditado la semana pasada. Bien, podría ser que usted piense que este currículo no encaja exactamente con la clásica descripción del terrorista alienado.

Generalmente se asume erróneamente que el perfil del típico terrorista es aquel de una persona desesperada, desesperanzada y desamparada, que recurre a la violencia como un modo de escapar de sus durezas, y darle significado a su vida mediante sus proezas. En otras palabras, frecuentemente se concibe al terrorista como una persona de escasos recursos, con un futuro dubitativo. En muchos casos el perpetrador se asemeja efectivamente a esta descripción, y podríamos situar como ejemplo a Ibrahim Hussein Berro, el joven libanes, que de acuerdo con la justicia argentina, habría sido el autor material del atentado a la AMIA.

No obstante en muchos otros casos, desde los miembros del Ejército Republicano Irlandés (IRA) hasta el propio Osama Bin Laden – que se recordará – era hijo de un multimillonario y era ingeniero civil, los terroristas provienen de familias acomodadas o de clase media, a tal punto que podrían perfectamente llevar a cabo un modo de vida tranquilo y estable. El propio George Habash, el líder del FPLP, fallecido en 2008, tenía un doctorado en medicina de la Universidad Americana de Beirut.

Quedará por verse a futuro el desenlace del proceso judicial que pesa sobre Diab. De ser encontrado culpable, los argentinos podríamos sentirnos más optimistas en cuanto a la ansiada expectativa de poder hacer justicia, y condenar a los terroristas que aún siguen impunes por los atentados cometidos en nuestro país.

Prejuicios y verdades sobre el islam

Hace poco más de una semana, la televisión norteamericana causó revuelo por los dichos y argumentos que se dijeron en contra del islam durante un programa emitido por HBO. Inaugurando el debate, Bill Maher, anfitrión del talk show en cuestión, y uno de sus invitados, Sam Harris, criticaron a los “liberales” -a quienes en Argentina conocemos o etiquetamos como “progresistas”- porque, si bien se alzan contra la ortodoxia y los dogmas de algunos sectores cristianos, aparentemente callan frente a los abusos e imposiciones provenientes de sus análogos musulmanes. Los panelistas manifestaron que existe un problema con el islam y con el establecimiento del discurso políticamente correcto que lo ampara, según ellos, de toda crítica.

Maher y Harris argumentaron que en las sociedades occidentales cuestionar al islam puede merecerle a uno ser rápidamente etiquetado de islamófobo; que existe un cepo que inhibe a muchos de cuestionar ciertas prácticas provenientes del campo musulmán por miedo a ser catalogados como racistas o xenófobos. Si bien yo coincido plenamente con este planteo, en el punto álgido de su presentación los oradores hicieron declaraciones lamentables. Harris dijo que el islam es “la veta madre de las malas ideas”, y su anfitrión, Mahler, que “el islam es la única religión que actúa como una mafia, que te mata si decís la cosa equivocada, dibujás el dibujo equivocado, o escribís el libro equivocado”.

Para presentar el argumento contrario, Ben Affleck expuso elocuentemente que los extremistas son una minoría, y que la mayoría de los musulmanes simplemente quieren llevar a cabo sus vidas pacíficamente, procurando la misma seguridad, educación y bienestar que el resto de los mortales. Otros invitados, Nicholas Kristof y Michael Steele, denunciaron que los medios no hacen lo suficiente para mostrar a todos aquellos musulmanes que se expresan en público en contra del terrorismo y las desmesuras del conservadurismo. En suma, habría miles de personas como Malala Yousafzai que el mundo ignora, y que demuestran la cara benévola y misericordiosa del islam que los prejuicios tapan maliciosamente.

Ambas posturas tienen algo de razón. Sin embargo, creo que la del actor de Hollywood en algún punto representa el pensamiento iluso de muchas personas bien intencionadas, que desconocen las realidades del mundo islámico. Tal como lo muestran las encuestas, el rol que cumple la religión en la vida pública de los países musulmanes es estrepitosamente alto. Por ejemplo, según una encuesta del Pew Researh Center estadounidense, el 91% de los musulmanes de Medio Oriente y África del Norte consideran que es indispensable creer en Dios para ser una persona moral. Según la misma fuente, todos los veintiún países que tienen leyes contra la apostasía tienen mayoría musulmana. Luego, para el Departamento de Estado norteamericano, de los diez grupos que perpetraron ataques terroristas en 2013, siete eran grupos islámicos.

Ricardo H. Elía, prominente historiador del Centro Islámico de nuestro país, ha dicho recientemente en un seminario que el problema del terrorismo y del excesivo poder que en algunos lugares retiene el conservadurismo no se debe al islam per se, sino más bien a los propios musulmanes, a aquellos quienes distorsionan el espíritu racionalista y compasivo de la fe.

Bien, no es que Elía esté equivocado, pero una cosa es analizar a una religión por sus valores abstractos, y otra cosa muy distinta es hacerlo por sus eventualidades prácticas, por su desarrollo histórico e influencia real sobre el comportamiento de los colectivos humanos. El islam no es “la veta madre de las malas ideas”, pero es menester reconocer que la Islamosfera, es decir el mundo islámico, no se rige por la misma cosmovisión occidental que rige en las sociedades libres, especialmente aquellas con una efectiva separación entre Estado y religión.

Distinto a lo que Maher y Harris, entre tantos otros comentaristas sugieren o disponen, el islam, tomado de forma aislada, no es una plantilla retrógrada que impide el progresivo desempeño del intelecto. Pero no por eso está exento de problemas fundamentales. No me refiero a lo que dicen o dejan de decir los versos coránicos, pero más bien a su aplicación en el contexto de la jurisprudencia de las sociedades islamizadas. Muy sintéticamente, el problema con el mundo islámico es que a partir de los siglos XII y XIII desarrolló una aversión hacia las innovaciones intelectuales e institucionales, que en contraste, las sociedades europeas substancialmente comenzaron a superar desde el Renacimiento en adelante.

Esta tendencia recién comenzó a cambiar en el siglo XIX, cuando influenciados por los métodos y progresos occidentales, varios intelectuales árabes propusieron adaptar la religión islámica para dar respuesta a los desafíos de la Era Moderna. Desgraciadamente, los resultados de este despertar fueron ambivalentes, en gran medida debido a los agravios del colonialismo europeo, que suscitaron una respuesta local conservadora entre los creyentes. Por ello, el otro gran problema que presenta el islam tiene que ver con la ideologización de la religión en el siglo XX, es decir, con su politización. Esto es algo que nos conducirá a la difusión del islamismo, y a la aparición de la ideología yihadista que presenciamos en la actualidad.

En definitiva, el islam como religión no es el problema porque depende de quien lo practique. Pero debemos reconocer que sí existe un problema con el mundo islámico. Una cosa es el musulmán que se siente identificado con el sistema positivista de gobierno, con la separación de poderes y con las garantías constitucionales, y otra cosa muy diferente es el musulmán que reniega de todas estas cosas como innovaciones foráneas, prejuiciosas y ajenas a la realidad islámica.

Debemos celebrar a personas como Malala y su merecido Nobel de Paz, pero siempre debemos tener presente que ella no estaría viva sino fuera porque escapó con su familia a Inglaterra. En este sentido, es una verdadera tragedia que las voces que llaman a un islam moderado, tolerante, compatible con la democracia y la diversidad, hoy casi solamente provengan de países occidentales.