Nueva Roma

La elección de Jorge Bergoglio como el nuevo papa Francisco plantea un conjunto de escenarios desafiantes para América Latina, cuyos gobiernos deberán replantear su relación con las iglesias locales y ver hasta qué punto el rol del máximo pontífice influye en las políticas y acciones futuras de una región que, en el contexto actual, goza de una integración y una autonomía inéditas.

La Iglesia, aun con su crisis de legitimidad acuestas, en un mundo (occidental) donde las prácticas públicas y privadas fueron alcanzando un grado de secularización impresionante en las últimas décadas, es una organización mundial con una historia que empequeñece a otras. Repasemos:

La ONU, la organización más extensa del globo, fue fundada a mediados del siglo XX. Estados Unidos, el país más poderoso del mundo, comenzó a existir hace poco más de 200 años y su lugar como actor central en el contexto internacional no llega al siglo. La Unión Europea, sólo tiene unas décadas de vida. La Iglesia superó los 2.000 años de historia, durante los cuales logró tener un nivel de influencia decisiva en el desarrollo cultural y político, primero en Europa y luego, desde que Colón desembarcó con la espada y la cruz hace 500 años, en América.

Esa influencia fue mermando, pero nunca desapareció. La explicación puede estar, en parte, en los rápidos reflejos eclesiásticos para hacer política en el mundo terrenal. Un ejemplo claro, sin necesidad de salir de la región, es la histórica visita de Juan Pablo II a Fidel Castro en Cuba, en 1998. Hacía menos de diez años que ese mismo papa había sido uno de los factores que ayudaron a desarmar el bloque socialista en Europa, pero su llegada a la isla, lejos de provocar un cambio de régimen como esperaban algunos, fue un signo del fracaso de la política de aislamiento de los gobiernos norteamericanos hacia la revolución caribeña. Incluso más: ambos líderes, desde sus abismos ideológicos, denunciaron los resultados sociales que el neoliberalismo estaba provocando en estas tierras.

La elección de un papa argentino, y por ende latinoamericano, abre un conjunto de escenarios que solo se va a poder vislumbrar con asidero con el correr del tiempo. ¿Cuánto de la agenda papal tendrá como centro a nuestro continente? ¿Qué grado de politización le va querer imprimir Bergoglio a su relación con los gobiernos populares de la región? Lo que se puede decir ahora es que esta elección de la Iglesia coincide con un proceso de integración regional inédito, con gobiernos democráticos que lograron con éxito aumentar su independencia de los poderes fácticos locales, así como la autonomía relativa respecto a los demás poderes mundiales. No es antojadizo pensar que para todos estos gobiernos vendrá un capítulo particularmente intenso en su relación con las iglesias locales, envalentonadas con una jefatura oriunda de estas tierras. Y en la mayoría de estos países, las jerarquías católicas tienen relaciones tirantes con los gobiernos de izquierda, cuando no de franca oposición.

Un ejemplo: durante la campaña presidencial en Brasil -el país con más católicos en el mundo-, la Conferencia Nacional de Obispos Brasileños no dejó de atacar a la candidata del PT, Dilma Rousseff por su posturas progresistas en torno al aborto y el matrimonio entre personas del mismo sexo. Lo cual, además, tuvo la bendición del ex papa Benedicto XVI, quien viajó a Brasil días antes de la segunda vuelta electoral. El intento de injerencia fue tan burdo como poco efectivo electoralmente, aunque sí obligó a moderar el discurso de Dilma sobre el tema, al que siempre consideró un “problema de salud pública”.

Todavía más extrema fue la postura de la Conferencia Episcopal de Venezuela, que apoyó activamente el golpe de Estado contra Chávez en el 2002 a través de su entonces presidente Baltazar Porras.

En definitiva habrá que ver, tal vez, con más detenimiento que las primeras acciones de Bergoglio, en qué medida las iglesias latinoamericanas en cada país asumen la noticia y se posicionan frente a los gobiernos. El carácter eminentemente conservador de esas jerarquías eclesiásticas (bastante más a la derecha que el nuevo papa, por cierto) y el historial reciente donde éstas se ubicaron sin ruborizarse como parte de la oposición, no auguran un futuro tranquilo.

Conceptualmente, más allá de la dinámica concreta que tome en los próximos meses o años, la relación entre la Iglesia y los gobiernos latinoamericanos parece encaminarse a discutir en qué medida se avanza o no en la separación entre Iglesia y Estado. Viejo programa liberal del siglo XIX, tiene todavía evidentes puntos pendientes en América latina. En este sentido, los gobiernos kirchneristas estuvieron en la vanguardia de ese proceso, necesario y profundamente democrático. El matrimonio igualitario mostró hasta qué punto una sociedad mayoritariamente católica quiere al mismo tiempo avanzar en la conquista de derechos civiles, entendiendo que la milenaria organización eclesiástica no tiene porque tener allí una última palabra.

En el mismo camino de separación entre los deberes terrenales de los gobiernos democráticos y los deberes espirituales de la iglesia, todavía queda por resolver la eliminación del obispado castrense, que supone una relación especial entre los hombres de las fuerzas armadas y uno solo de los cultos que practican los argentinos. Esta institución se encuentra en un limbo desde que en el 2005, el entonces obispo castrense Antonio Baseotto sugirió como destino del ministro de salud una piedra al cuello y el fondo del mar, ante lo cual Néstor Kirchner le quitó el reconocimiento oficial y el puesto quedó vacante hasta el día de hoy.

Finalmente, en este proceso de sana separación entre organizaciones de muy distinto orden y naturaleza (el poder estatal, regido por métodos de elección democráticos, contrapesos republicanos, circunscripto a un territorio, y la Iglesia, una monarquía absolutista con un poder simbólico que alcanza a 1200 millones de personas, desparramados por todo el planeta) deberá afrontar discusiones mucho más complejas, como el soporte económico por parte del Estado a las escuelas religiosas católicas o el debate por la despenalización del aborto.

Más allá de esta agenda lógica de temas, que de una u otra manera ya están en el debate social desde hace años, asoma el apresuramiento de algunos actores políticos opositores por presentar la unción de Bergoglio como una esperanza para sus intereses. No parece una forma de acción aconsejable. La sociedad argentina dio muestras de escindir sus plegarias de sus elecciones políticas, como lo demuestra el apoyo que tuvo el gobierno de Alfonsín para sancionar el divorcio en los 80 o el matrimonio igualitario durante el primer mandato de Cristina. Buscar en la Iglesia -como lo hicieran con los medios de comunicación- un discurso que los unifique, los alejaría de cualquier rasgo de modernidad y pulsión democrática.

Chávez y la historia

La muerte de un líder político de la envergadura de Chávez hace que el debate sobre su figura, sobre su legado, se toque con la palabra “historia”. En el caso de Chávez esta cercanía es particularmente intensa, porque gran parte de su discurso, de su evocación política -el bolivarianismo- se desarrolló como un rescate, como una lectura del pasado venezolano y latinoamericano. Chávez y el chavismo fueron históricos, no sólo por la evidente huella que trazaron en el mapa político, social y económico de la región, sino también porque funcionaron (funcionan) como catalizadores de un pasado continental.

Corría el año 1994 y un joven coronel, delgadísimo y con corte de pelo marcial había salido de prisión después de un intento de insurrección militar dos años antes. Lo primero que hace Hugo Chávez cuando recibe el indulto que lo deja en libertad es viajar a la Habana, donde Fidel Castro lo recibe con honores y lo deja exponer largamente en la Universidad. En el resto del continente Chávez es una figura desconocida o aún peor: apenas un pichón de golpista en medio de democracias que querían olvidar el trauma de las dictaduras.

En esa visita, donde Chávez se define como un “revolucionario”, habla de Cuba como un “bastión” que debía defenderse, pero al mismo tiempo dibujaba una tradición histórica-política propia, independizada del altar marxista clásico. Bolívar, Simón Rodríguez y Ezequiel Zamora (nombres que Chávez repetiría permanentemente como guías de su pensamiento) reemplazan ahora a los nombres de la izquierda internacionalista del siglo XX.

Es un cambio rotundo, que no se explica sólo por las lecturas apasionadas de los héroes nacionales que el futuro Presidente de Venezuela hacía desde sus años de cadete militar. El cambio tiene mucho que ver con algo que a mediados de la década del noventa era todavía un hecho reciente: el fin de la guerra fría, y de un orden ideológico mundial y, de allí, la necesidad de buscar en cada terruño país las causas y consecuencias del presente. Es decir, construir una historia propia.

Bucear en el siglo XIX se volvió una forma de procesar la derrota de los proyectos emancipadores del siglo XX. Bolívar permite volver sobre el punto cero de la integración continental, que durante todo el siglo XX se mostraría como un proyecto imposible, ilusorio.

Volver a esas fuentes fue (y es) interesante, porque esa búsqueda histórica es un aprendizaje que de una manera u otra desemboca en los nudos que ataron al continente a la dependencia, primero, y lo condenaron a la desigualdad, después. Con toda la liturgia a cuestas y las exageraciones casi inevitables que trae la evocación de un pasado lejano, el anclaje de la experiencia política en un pasado continental propia es un salto enorme, que habla también de una mayoría de edad para la genealogía latinoamericana.

El otro cambio sustancial que Chávez llevó a cabo es la valoración de la democracia como un elemento central para la construcción de un proyecto emancipador. En ese sentido, también hay una ruptura (ligada al fin de ese mundo bipolar) con los proyectos revolucionarios del siglo XX, demasiado ligados al formato de la izquierda marxista europea y una consecuente idea de revolución muy estrecha, casi metodológica.

Aquel año, 1994, donde Chávez comparte su matriz bolivariana con los cubanos, es muy particular para América latina. También  es el año donde sale a la luz el zapatismo y el Subcomandante Marcos en el sur de México. A la luz de la productividad política de uno y otro, casi 20 años después, cabe preguntarse quién –finalmente- tenía los atributos de “modernidad” y “presente” y quién terminó respondiendo a parámetros menos actuales.

Al fin y al cabo, con un envoltorio novedoso y haciendo también su propia lectura del pasado (remitiendo a una historia milenaria, al borde del mito maya) el zapatismo no pudo huir de la dependencia intelectual del Primer Mundo: asumió como válida la teoría por entonces en boga en las universidades europeas de “cambiar el mundo sin tomar el poder”.

Por el contrario, Chávez supo reconvertir el añejo discurso revolucionario, aparentemente destinado al baúl de las cosas viejas y reinventarlo bajo el nombre de “socialismo del siglo XXI”. Los debates sobre qué significa el término suelen ser poco interesantes, cuando no un mero artilugio argumentativo para decir que sólo es un concepto vacío, útil para que los “populismos” de ocasión lo llenen como se les antoje. Sin embargo, no cuesta tanto entender que el “secreto” es haber sintetizado el ideario de igualdad social con la legitimidad electoral del sistema democrático. Esa síntesis es la que -desde hace una década- pone a las oposiciones latinoamericanas en un no lugar, girando en falso sobre el discurso del “autoritarismo” de gobiernos sostenidos en votos de ciudadanos libres y leyes dictadas por instituciones republicanas.

Chávez fue el primer líder latinoamericano en advertir que, aun en una coyuntura muy adversa, había una oportunidad de ensayar un proyecto alternativo diferente, atravesado por la historia profunda del continente y, al mismo tiempo -o por justamente por eso-  nuevo. Chávez fue eso: un líder nuevo, que logró aglutinar a la tradición las izquierdas del siglo XX y ponerlas en función de una reivindicación histórica previa, la de la independencia americana, para de esa manera dar cuenta del desafío que tiene América Latina en el futuro cercano, el de la desigualdad.

 

Fuente: Télam