La negligencia fiscal de Brasil

Algunos analistas repiten este estribillo: vistos en conjunto, los gobiernos de Itamar Franco/Fernando Henrique Cardoso y los de Luiz Inácio Lula da Silva/Dilma Rousseff serán percibidos en el futuro como una continuidad. Se dio la estabilización de la economía, se activaron las políticas sociales y se mantuvo la democracia.

Sí y no, digo yo. Es cierto que en el primer mandato de Lula da Silva las políticas macroeconómicas se sustentaron en el llamado ”tripié’’ -ley de responsabilidad fiscal, metas de inflación y tipo de cambio fluctuante- y que la crisis de 2008 se manejó razonablemente bien. Pero después, el gobierno de Lula sintió la voluntad de llevar a cabo el sueño de algunos de sus miembros.

La entonces poderosa ministra jefe de la Casa Civil de la Presidencia de la República se opuso desde luego a los economistas, incluso a los del gobierno, que querían limitar la expansión del gasto público al crecimiento del producto interno bruto (PIB). En el área fiscal, solo logramos empeorar. Al mismo tiempo, poco se hizo para sanear la maquinaria pública, infiltrada por militantes y operadores financieros, y para detener la generalización del da cá (designaciones en ministerios, empresas públicas y áreas administrativas a cambio de apoyo al gobierno y votos).

El gobierno se jacta de estar alcanzando las metas del superávit primario, es decir, el resultado de la cuenta pública antes del pago de los intereses de la deuda. Cumplir esas metas es esencial para asegurar la reducción de la deuda como proporción del PIB. Desde 2009, el gobierno se viene valiendo de expedientes para ”alcanzarlas’’, a veces inventando ingresos mediante contabilidad creativa, como fue en 2012, a veces mediante ingresos extraordinarios, como en 2014, casi siempre con el aplazamiento de egresos que van engordando los llamados saldos por pagar.

El gobierno afirma que el superávit de 2014 será igual al del año anterior. ¿En verdad? Cuesta creerlo, pues el superávit de 2013 contó con el resultado de la subasta de la concesión de exploración del petróleo en el pozo de Libra, que tiene hasta 15,000 millones de barriles recuperables de petróleo (15,000 millones de reales), y el adelanto incentivado a la Secretaría de Hacienda de 22,000 millones de reales adeudados por las empresas. Sumados esos recursos generan 37,000 millones de reales, que es el 0.8 por ciento del PIB, casi la mitad del superávit primario del año pasado (1.9 por ciento). ¿De dónde vendrán los ingresos extraordinarios en 2014? ¿Organizará el gobierno subastas del manto pre-salino, apoyándose en la ”maldita’’ ley anterior que no exige capitalización de Petrobrás y anticipa mayores recursos a la Tesorería? Sería la ironía suprema.

La única certeza es que la expansión del gasto público es creciente. En enero del año en curso (mes en el que generalmente los gastos se reducen en relación con diciembre del año anterior) hubo una expansión de 4,000 millones de reales. Es decir, lo que no se pagó en diciembre de 2013 se pagará en el año en curso. Si se hubiera pagado, el superávit hubiera sido solo de 1 por ciento, de los cuales, 0.8 provino de los ingresos extraordinarios.
La tendencia de ampliar el gasto viene de muy atrás. Y se acentuó en el gobierno de Rousseff. En 2013, el gasto alcanzó el 19 por ciento del PIB (era de 11 por ciento en 1990). El crecimiento del gasto como proporción del PIB en estos últimos tres años fue superior en más de dos veces al observado en mi segundo gobierno, cuando se instituyó el régimen de metas de inflación y responsabilidad fiscal, con metas de superávit primario y control del gasto público.

El gobierno actual alega que la deuda líquida no creció en ese periodo. Y que la deuda bruta, aunque haya aumentado, está bajo control. Y que, como proporción del PIB la deuda líquida no creció y la bruta, en comparación con la de algunos países desarrollados, aparentemente no debería de preocuparnos. Esto sería verdad de no ser por el ”pequeño detalle’’ de que el costo de nuestra deuda es mucho mayor. Basta un ejemplo: El año pasado, con una deuda bruta de 66 por ciento (según el Fondo Monetario Internacional) o de poco menos de 60 por ciento (según el gobierno), Brasil pagó 5.2 por ciento del PIB en intereses de la deuda. ¡La arruinada Grecia, con una deuda bruta de más de 170 por ciento del PIB, pagó 4 por ciento!

Que no haya crecido la deuda líquida se debe en buena medida, una vez más, a un truco fiscal. Este consiste en hacer que la Tesorería tome dinero prestado en el mercado, más de 300,000 millones de reales desde 2009, y transferir el dinero al Banco Nacional de Desarrollo Económico y Social (BNDES). En la contabilidad de la deuda líquida, una operación anula a la otra, pues la deuda contraída por la Tesorería con el sector privado se transforma en crédito de la misma Tesorería contra el BNDES, que está cien por ciento controlado por el gobierno. Pero sucede que los intereses que inciden en la deuda contraída con el mercado son más altos que los cobrados por los préstamos del BNDES, por no hablar del riesgo de que algunos de esos préstamos jamás se paguen. La Tesorería debería de compensar al BNDES por esta benevolencia, pero no lo ha hecho: A fines de 2013 ya eran 17,000 millones de reales lo que la Tesorería le adeuda al BNDES para igualar la diferencia en las tasas de interés.

Los préstamos de la Tesorería al BNDES no son un caso aislado. Datos del notable economista Mansueto Almeida muestran que el volumen de préstamos de la Tesorería a los bancos públicos aumentó cerca de veinte veces desde 2007, pasando de 0.5 por ciento a más de 9 por ciento del PIB. De truco en truco, vamos con paso firme a la producción de lo que en el pasado se llamaba ”esqueletos’’, las deudas no reconocidas.

Todo esto se hizo con la justificación de que era necesario para estimular la economía. Sin embargo, en lugar de más inversión y crecimiento, hemos cosechado solo más inflación y mayor fragilidad fiscal. Como Lula da Silva y la política del Partido de los Trabajadores saben que es difícil engañar siempre, ahora intentan desacreditar a los adversarios. Se jactan de que, ante esta situación, si ganaran el Partido de la Social Democracia Brasileña y la oposición, tratarían al pueblo y a los consumidores a pan y agua. Puros desvaríos.

El control sobre el desarreglo fiscal y la inflación no necesita recaer en el pueblo. Las Bolsas (ayudas económicas para los pobres) consumen apenas 0.5 por ciento del PIB. Logramos la estabilización de la moneda, controlamos el gasto del gobierno y al mismo tiempo aumentamos el salario mínimo, realizamos la reforma agraria, universalizamos la educación básica, fortalecimos el Servicio Unico de Salud y establecimos programas de combate a la pobreza.

Es hora de poner orden en la casa y al gobierno en manos de quien sabe gobernar.

Un festival de incoherencias políticas

Yo, como buena parte de los lectores de periódicos, ya no aguanto leer las noticias en Brasil que entremezclan la política con corrupción; es un sinfín de escándalos. 

Algunas veces, aunque no haya indicios firmes, aparecen manchados los nombres de los políticos. Peor aun, de tantos casos con pruebas fehacientes de implicación en ”fechorías’’, basta mencionar a alguien para que el lector se convenza de inmediato de su culpabilidad. La sociedad ya no tiene dudas: donde hay humo, hay fuego.

No escribo esto para negar la responsabilidad de alguien específicamente, ni mucho menos para aligerar las posibles culpas de los involucrados en escándalos, ni tampoco para desacreditar de antemano las denuncias.

Los escándalos brotan en abundancia y no es posible tapar el sol con un dedo. La conmoción por la sobrefacturación en la compra de una refinería de Texas por la compañía petrolera Petrobras es de lo más simbólico, dado el aprecio que todos tenemos por lo que hace la compañía por Brasil.

Escribo porque los escándalos que vienen apareciendo en una onda creciente son síntomas de algo más grave: es el propio sistema político actual el que está en el banquillo, especialmente sus prácticas electorales y partidistas. Ningún gobierno puede funcionar en la normalidad cuando está atado a un sistema político que permite la creación de más de 30 partidos, de los cuales veintitantos tienen asiento en el Congreso. La creación por el gobierno actual de 39 ministerios para atender las demandas de los partidos es prueba de esto y, al mismo tiempo, garantía de fracaso administrativo y de la connivencia con prácticas de corrupción, a pesar de que algunos miembros del gobierno se oponen a estas prácticas.

No quiero lanzar la primera piedra, aunque ya se han lanzado muchas. No es de hoy que las cosas funcionan de esa manera. Pero la contaminación de la vida político-administrativa se ha ido agravando hasta llegar al punto en el que estamos. Si en el pasado nuestro sistema de gobierno fue llamado ”presidencialismo de coalición’’, ahora es apenas un ”presidencialismo de cooptación’’. 

Yo nunca entendí la razón de que el gobierno del presidente Luiz Inacio Lula da Silva se empeñara en formar una mayoría tan grande, y pagó el precio de las ”mensualidades’’, el escándalo de un sistema de compra del voto de parlamentarios. Cuando mucho puedo entender esto: es porque el Partido de los Trabajadores (PT) tiene vocación de hegemonía. No ve la política como un juego de diversidades en el cual se forma una mayoría para fines específicos, sin la pretensión de absorber toda la vida política nacional bajo un solo mando centralizado.

Mi propio gobierno requirió formar mayorías. Pero había un objetivo político claro: necesitábamos de las tres quintas partes de la Cámara y del Senado para aprobar las reformas constitucionales necesarias para la modernización del país.

Ahora bien, los gobiernos que me sucedieron no reformaron nada ni necesitaron de tal mayoría para aprobar enmiendas constitucionales. Se dejaron llevar por la dinámica de los intereses partidarios. No solo del partido hegemónico en el gobierno, el PT, ni de los mayores, como el Partido del Movimiento Democrático Brasileño, sino de cualquier agregación de 20, 30 o 40 parlamentarios, a veces menos, que para participar en la ”base de apoyo’’ se organizaban bajo una sigla y exigían participación en el gobierno: un ministerio de ser posible, si no, la dirección de una empresa estatal o una repartición pública importante.

De ahí que fueron precisos 39 ministerios para dar cabida a tantos seguidores. En el México del Partido Revolucionario Institucional se decía que fuera del presupuesto, no había salvación…

La raíz de ese sistema se encuentra en las reglas electorales que llevan a los partidos a presentar una lista enorme de candidatos en cada estado para que, en ellas, el elector escoja a su preferido, sin saber bien quiénes son ni qué significado partidista tienen. A eso se le suma la liberalidad de nuestra Constitución, que asegura una amplia libertad para formar partidos.

Por eso no se pueden obtener mejorías en esas reglas por medio de una legislación ordinaria. Algunas de esas mejorías fueron aprobadas por los parlamentarios. Por ejemplo, en cierto número de estados se requiere que los partidos alcancen un porcentaje mínimo de votos para estar autorizados a funcionar en el Congreso; también está la prohibición de coaliciones en las elecciones de representación proporcional, por medio de las cuales se eligen diputados de un partido coligado aprovechando los votos que le sobran a otro partido. Las dos reglas fueron rechazadas por anticonstitucionales por el Supremo Tribunal Federal.

Con el absurdo número de partidos (en su mayoría simples siglas sin programa, organización o militancia), en cada elección se forma un mosaico de retazos en el Congreso, en el que ni los partidos grandes tienen más que un pedazo pequeño de la representación total.

Hasta la segunda elección de Lula da Silva, los presidentes se elegían apoyándose en una coalición de partidos y luego tenían que ampliarla para tener la mayoría en el Congreso. De allá para acá, la coalición electoral pasó a asegurar la mayoría parlamentaria. Pero, por la vocación de hegemonía del PT, el sistema degeneró en lo que llamo ”presidencialismo de cooptación’’. Y acabó en lo que acabó: un festival de incoherencias políticas y de puertas abiertas a la complicidad ante la corrupción. 

Cambiar el sistema actual es una responsabilidad colectiva.

Repito lo que dije en otra oportunidad a todos los que han ejercido o ejercen la presidencia: ¿Por qué no asumimos nuestras responsabilidades, por más diversa que haya sido nuestra parcela individual en el proceso que nos llevó a tal situación, y nos proponemos hacer conjuntamente lo que nuestros partidos, por sus imposibilidades y sus intereses no quieren hacer: cambiar el sistema?

Sé que se trata de un grito un tanto ingenuo pedir grandeza. La visión de corto plazo reduce el horizonte al día de hoy y deja el mañana distante. Aun así, sin un poco de quijotismo, nada cambia.

Si de hecho queremos salir del lodazal que ahoga a la política, y conservar la democracia que tanto trabajo le costó al pueblo conquistar, ¿vamos a esperar que una crisis más grande destruya la creencia en todo y la mudanza se haga no por consenso democrático sino por la voluntad férrea de algún salvador de la patria?

Desmitificar el engaño oficial

Cuando me empeñé, durante los años 1990, en hacer algunas reformas y modernizar la estructura productiva de Brasil, tanto de las empresas privadas como de las estatales, no lo hice movido por caprichos o por subordinación ideológica. Se trataba, pura y simplemente, de adecuar la producción brasileña y el desempeño del gobierno a los nuevos tiempos (sin discutir si son buenos o malos, mejores o peores que las experiencias de tiempos pasados).

Eran, como lo son todavía, tiempos de globalización impulsados por las nuevas tecnologías de comunicación e información, como la Internet, y por los avances en los medios de transporte, como los buques portacontenedores, que permitieron maximizar los factores productivos a escala mundial. De ahí en adelante, la producción se repartió por todo el mundo, con independencia del país de origen del capital. Los mecanismos financieros, a su vez, englobaron todos los mercados, interconectados por las computadoras.

En las nuevas condiciones mundiales, o Brasil se integraba en los flujos productivos del mercado de manera competitiva y, en la medida de lo posible autónoma, o perecía en el aislamiento y la desventaja competitiva, por el atraso tecnológico y por la ineficiencia de la maquinaria pública.

Las privatizaciones fueron sólo una parte del proceso modernizador, tan importante como lo fue la transformación del sector productivo estatal. El objetivo era transformar las empresas estatales en compañías públicas, sometidas a reglas de administración, fuera del control de los intereses político-partidistas, capaces de competir en el mercado y de beneficiarse de su dinámica.

El alboroto de la oposición, con Luiz Inácio Lula da Silva y su Partido de los Trabajadores (PT) a la cabeza, fue enorme. Acusaba al gobierno de seguir políticas ”neoliberales’’ y de haberse sometido al ”consenso de Washington’’. A cada licitación pública para la exploración de un campo de petróleo (especialmente de aquél donde se vino a descubrir petróleo en el manto pre-salino) llovían protestas y movilizaciones de ”organizaciones populares’’, así como acciones judiciales para paralizar las decisiones.

Con igual o mayor vigor, la oposición y los sectores de la sociedad que todavía no se daban cuenta de las transformaciones por las que estaba pasando la economía global, protestaban contra las concesiones de servicios públicos, como en el caso de la telefonía y llegaban a la desesperación cuando se trataba de privatizar una empresa como la Vale do Rio Doce, que era una de las compañías mineras más grandes del mundo, o las siderúrgicas (que, ¡ay!, fueron privatizadas en los gobiernos de los presidentes José Sarney, 1985-1990, e Itamar Franco, 1992-1995).

Se alegaba que las empresas se malbarataban y vendían a precios irrisorios. En realidad, en el caso de la telefonía, se vendieron 20 por ciento de sus acciones, que garantizaban su control, por 22 billones de reales, precio que superó en más de 60 por ciento el valor mínimo establecido. Además de eso, la privatización permitió un gran volumen de inversiones en los siguientes años, sin faltar el salto tecnológico y el aumento de producción que rindieron las privatizaciones al país. Por ejemplo, pasamos de 2 millones de teléfonos celulares en los años 1990 a 260 millones hoy en día.

Se decía que las privatizaciones reducirían el número de empleos, cuando en realidad hubo una expansión laboral extraordinaria. Que la compañía Vale estaba siendo entregada a cambio de nada, cuando fue difícil encontrar participantes en la licitación porque su valor, en esa época, parecía elevado. Y si hoy vale billones es porque hubo inversiones y acción empresarial competente (digamos de paso que, en impuestos, Vale paga hoy al gobierno mucho más de lo que pagaba en dividendos cuando era una estatal). La Empresa Brasileña de Aeronáutica, Embraer, de estar casi quebrada pasó a ser una de las mayores compañias del mundo: en cuarto lugar después de Bombardier, Airbus y Boeing.

Todo eso se suspendió a partir del gobierno del presidente Lula da Silva, en su afán de mantener el estigma de ”vendedor del patrimonio nacional’’ y neoliberal sobre el gobierno anterior. Nada de concesiones, privatizaciones o modernizaciones que olieran a globalización.

Cuando los vientos del mundo favorecieron la valorización de las mercancías agromineras, gracias a China, y hubo abundancia de dólares, la máquina económica echó a andar a todo vapor y creó la ilusión de que bastaba con expandir el crédito, bajar los intereses e incentivar el consumo para que el producto interno bruto creciera y se generalizara el bienestar.

La crisis financiera global de 2007 a 2009 le dio al gobierno de Lula da Silva la oportunidad, bien aprovechada, de hacer políticas anticíclicas con resultados positivos. Pero una vez terminados los efectos de la crisis, los gobiernos de Lula da Silva y de la presidenta Dilma Rousseff hicieron una lectura errónea. Estaba dada la licencia para enterrar el pasado reciente de los años 1990 y adherirse sin embozos al populismo económico: más Estado, más impuestos, menos intereses, más salarios, más consumo y al diablo con las concesiones y las modernizaciones, al diablo con el papel regulador del estado – a través de sus agencias – en relación con el mercado.

Pero no dio para más. El gobierno de Rousseff, presionado por las dificultades de hacer funcionar la maquinaria pública y por la sociedad que exigía servicios de mayor calidad, redescubrió las concesiones (ah, pero no son privatizaciones, dicen, como si se hubiera hecho otra cosa con las telefónicas …). Y las hizo pero mal hechas: poco dinero privado y mucho crédito público.

Ahora se da cuenta de los malos resultados producidos por la recuperación de las empresas estatales por los partidos, como se ve en la compañía de Petróleo Brasileño, S.A. (Petrobras) y en la Caja Económica Federal, así como en el uso abusivo del Banco Nacional de Desarrollo Económico y Social. E incluso hubo una pérdida millonaria de recursos, se crearon nuevos ”esqueletos’’ (deudas no reconocidas públicamente) y contabilidades creativas impuestas para esconder las transferencias de recursos no declaradas en el presupuesto.

¡Cómo debe estar arrepentida la presidenta Rousseff, en el caso de Petrobras, de no haberse desembarazado de la responsabilidad política legada por su antecesor, que permitió que los intereses privados y públicos penetraran a fondo en las empresas estatales!

A pesar de todo, el PT y el gobierno ya se están preparando para engañar al pueblo en la próxima campaña para las elecciones de octubre, presentándose como defensores del interés popular, como si éste fuera lo mismo que la estatización y la hegemonía partidista, y estigmatizando a sus adversarios como representantes de las élites y fiadores de los intereses extranjeros.

Le corresponde a la oposición desmitificar tanto engaño, echándose a la uña el trompo de los escándalos de Petrobras, rechazando el matiz ideológico de ”neoliberal’’ y reafirmando la urgencia de cambiar los criterios de administración de las empresas estatales.

La diplomacia inerte de Brasil

El domingo de Carnaval, lo reconozco, no es el mejor día para leer un artículo sobre política internacional. Pero, ¿qué se la va a hacer? Coincidió que el día de mi columna fuera hoy y no tengo ni aptitud ni voluntad para escribir sobre las alegrías del Rey Momo (un personaje del Carnaval). Por más que nos anestesiemos con el Carnaval, el medio que nos rodea no da para alegrías duraderas.

Comencemos desde el principio. Me parece que hubo un error estratégico desde el gobierno del presidente Luiz Inácio Lula da Silva en la evaluación de las fuerzas que predominarían en el mundo y de la posición de Brasil en el orden internacional que se trasformaba. No me refiero a lo que me gustaría que hubiera ocurrido, sino a las tendencias que objetivamente se fueron configurando. Nuestra diplomacia se guió por la convicción de que estaba surgiendo un nuevo mundo e hizo que el presidente, en su búsqueda natural de protagonismo, fuera el heraldo de los nuevos tiempos.

La convicción implícita era que, después del la caída del Muro de Berlín, después de un breve periodo de casi hegemonía de Estados Unidos, predicada por los teóricos del neoconservadurismo y de la ristra de equívocos de política exterior de ese país (invasión de Irán y de Afganistán, aislamiento de Rusia, apoyo acrítico a Israel en su política de asentamientos de colonos, etcétera) y de los desastres provocados por esas actitudes, asistiríamos a la corrección del rumbo.

De hecho, hubo esa corrección de rumbo, pero la dirección que esperaban la cúpula de la diplomacia brasileña y los sectores influidos por el ala anti-estadounidense del Partido de los Trabajadores (PT) era la del ”ocaso de Occidente’’, con la pérdida relativa de protagonismo estadounidense y la emergencia de nuevas fuerzas: China (lo que ocurrió), el mundo árabe, en especial los países petroleros, África y, naturalmente, América Latina como parte de este ”tercer mundo’’ renacido.

Esta visión encuentra sus raíces en nuestra cultura diplomática desde los tiempos de la ”política exterior independiente’’ de Jânio Quadros (político que solo duró siete meses en la presidencia de Brasil en 1961), y tiene ecos en los sentimientos de buena parte de los brasileños, incluso del autor de estas líneas. Siempre soñamos con un mundo multipolar en el cual los ”grandes’’ tuvieran que compartir el poder y nosotros, los brasileños, poco a poco nos volveríamos actores legítimos en el gran juego de poder global.

Sin embargo, una cosa es desear un objetivo y otra es analizar las condiciones de su posibilidad y actuar para que, dentro de lo posible y buscando ampliar los límites, nos acerquemos a lo que consideramos el ideal. En eso fue donde el gobierno de Lula da Silva calculó mal. Si Europa, sobre todo después de la crisis financiera de 2008, perdió tiempo en tomar decisiones y está hasta ahora empantanada en la indefinición de hasta qué punto necesitará integrarse más (compatibilizando las políticas monetarias con las fiscales) o volver a ser, para usar los términos de Charles de Gaulle (presidente de Francia, 1959 a 1969) la ”Europa de las patrias’’, China no se perdió en los devaneos maoístas ni Estados Unidos en el neoconservadurismo que consideraba que podría actuar como si fuera una hiperpotencia.

Por el contrario, China lanzó reformas para invertir el polo inversión-consumo, disminuyendo la primera e incrementando el segundo; los estadounidenses, por su parte, hicieron a un lado la ortodoxia monetarista, recalibraron su política exterior y le apostaron a la innovación en fuentes de energía. Ahora proponen la coexistencia competitiva pero pacífica con China, basada en el comercio, y lanzan salvavidas para que Europa salga del marasmo y se incorpore a un Estados Unidos que actuaría como bisagra entre China y Europa, formando un formidable tripié.

En cuanto a eso, Brasil tuvo reuniones con árabes, que no dejan de tener su importancia, propuso negociaciones sobre Irán en coordinación con Turquía (imagínense si los turcos hicieran lo mismo, proponiendo ayudar a Brasil para resolver el litigio de las papelerías entre Uruguay y Argentina), y abrió embajadas en las islas más remotas para, con el voto de países sin peso en la mesa de negociaciones, llegar al Consejo de Seguridad. Por otro lado, se comporta tímidamente cuando la compañía de petróleo Petrobrás es expropiada por Bolivia, interfiere contra el sentimiento popular en Honduras, se abstiene de entrar en rencillas profundas, como el conflicto argentino-uruguayo, además de callar ante manifestaciones anti-democráticas cuando éstas ocurren en algunos países de influencia ”bolivariana’’ (los países ”bolivarianos’’ son seis: Perú, Bolivia, Ecuador, Colombia, Venezuela y Panamá).

En otros términos, nos equivocamos al elegir aliados, aunque en sí misma sea deseable la relación Sur-Sur, y menospreciamos a los actores que están saliendo de la crisis como principales conductores de la agenda global, excepción parcial hecho de China (en este caso, no hay menosprecio pero falta una estrategia). Estamos perdiendo liderazgo en América Latina, hoy atravesada por la cuña bolivariana que parte de Venezuela con el apoyo de Cuba, se extiende hacia arriba hasta Nicaragua, pasa por Ecuador abajo, desciende directamente a Bolivia y llega hasta Argentina. En el otro polo se consolida el arco del Pacífico, que engloba a Chile, Perú, Colombia y México, y nos quedamos acorralados en el Mercosur (Mercado Común del Sur), sin acuerdos comerciales bilaterales y, peor aún, callados ante las tendencias antidemocráticas que surgen aquí y allá.

Todavía ahora, en la crisis de Venezuela, es increíble la timidez de nuestro gobierno para hacer lo que debe de hacer: no digo apoyar a alguno de los bandos en que se ha dividido el país, sino por lo menos actuar como pacificador, restableciendo el diálogo entre las partes, salvaguardando los derechos humanos y la ciudadanía.

El Mercosur se ha puesto desabridamente del lado del gobierno del presidente Nicolás Maduro. Brasil, se encoge tímidamente en tanto el partido de la Presidenta Dilma Rousseff apoya al gobierno venezolano sin ninguna reserva por las muertes, el encarcelamiento de opositores y la cortina de humo que quiere hacer creer que el peligro viene del exterior y no de las pésimas condiciones en que vive el pueblo venezolano. Actuando así, ¿cómo podríamos esperar que, llegada la hora, la comunidad internacional reconozca el derecho que nosotros los brasileños creemos tener (y que de hecho, podríamos tener) de ocupar un asiento en las grandes decisiones mundiales? Fuimos incapaces de actuar y nos quedamos paralizados en nuestra área de influencia directa.

De continuar así, ¿qué contribución daremos al nuevo orden mundial?

Llegó la hora de corregir el rumbo. Que la crisis venezolana nos despierte del letargo.

Cambiar con los pies en la tierra y la mirada en el futuro

Los sondeos de opinión indican que los electores están empezando a mostrar cansancio. Fatiga de material. Hace 12 años que Luiz Inácio Lula da Silva y la política del Partido de los Trabajadores (PT) imponen un estilo de gobernar y de comunicarse que, si bien tuvo éxito como propaganda, ahora está dando señales de fragilidad.

Toda la comunicación política se centralizó, se creó una red eficaz de difusión de versiones y difamaciones oficiales por todo el país, los asesores de comunicación y los blogueros distribuyen comunicados y materiales a granel (pagados por las arcas públicas y las empresas estatales) y se difundió el ”Brasil Maravilla’‘ que habría empezado en 2002. Pero ocurre que la realidad existe y que a veces se produce lo que los psicólogos llaman ”disonancia cognitiva’’.

Mientras los efectos de las políticas de distribución de ingresos (creadas por los miembros del Partido de la Social Democracia Brasileño, los tucanes) eran novedad y la situación fiscal permitía aumentos salariales sin acarrear consecuencias negativas en la economía, todo iba bien. El cántico de alabanzas de la propaganda encontraba ecos en la percepción de la población.

Continuar leyendo

Cambiar el rumbo de Brasil

Año nuevo, esperanzas de renovación. Pero ¿cómo? Sólo si cambiamos el rumbo, empezando por la visión del mundo que resurgirá de la crisis de 2007-2008. El gobierno del Partido de los Trabajadores (PT), sin decirlo, le apostó todas sus fichas a la “declinación del Occidente”:

  • De la crisis surgiría una nueva situación de poder en la cual los países de BRICS (Brasil, Rusia, India, China y Sudáfrica), el mundo árabe y lo que sería el antes llamado Tercer Mundo tendrían un papel destacado.
  • Europa, abatida, haría contrapunto a unos Estados Unidos menguantes.

No es eso lo que está sucediendo: los estadounidenses salieron adelante, después de cierta confusión para salvar su sistema financiero y ahogar al mundo en dólares, logrando además un fuerte arranque en la producción de energía barata. Y el mundo árabe, después de la primavera, sigue desgarrándose entre chiítas, sunnitas, militares, laicos, talibanes y lo que más haya. Rusia se convirtió en productora de materias primas.

Continuar leyendo