Culpables se buscan

Fernando Morales

Por esas cosas extrañas que tiene nuestro país, desde hace algunas semanas la adrenalina judicial aumenta día tras día. Causas dormidas durante años amenazan ahora con agotar el stock de papel tamaño oficio de los principales proveedores de los tribunales federales.

Los cronistas especializados deben esforzarse para aclarar cada mañana por qué causa es que se presentan a declarar los ex socios de “la década ganada”. Es que son tantas las de cada uno de los otrora subordinados de Cristina Fernández, viuda de Kirchner (¿no es así la forma correcta de llamarla si es que desea usar su apellido de casada?).

Resulta así que un mismo ex funcionario puede ser testigo en una causa, imputado en otra, procesado en una tercera y, por qué no, absuelto en alguna otra. Claro está que, como somos argentos, nos dividimos entre quienes piden perpetua para todos y quienes organizan marchas del aguante para desembozadamente presionar a los jueces y los fiscales. Sobre todo si de ella se trata.

Esta semana, no obstante, el interés social y periodístico tuvo un drástico giro a partir de los sucesos ocurridos en Costa Salguero. Estuve tentado de escribir “fatalidad”, pero me parece que ese vocablo está reservado para sucesos que el hombre no puede modificar o que eran imprevisibles. Del que me voy a ocupar, por cierto, no lo era.

La conversación obligada a bordo de cualquier taxi desde hace unas semanas gira en torno a los “chicos malos de Uber”. Pero a partir del mega evento electrónico, con sólo consultar al tachero que nos transporta, podremos obtener un certero panorama de lo que encierra la noche porteña: las mega o no mega fiestas, las madrugadas repletas de jóvenes al borde del colapso por exceso de alcohol o drogas y algunas cositas más. Si nuestro interlocutor fuera un médico de guardia en un hospital municipal, nos ocurriría más o menos lo mismo. Y de a poco, si lo pensamos bien, todos tenemos en nuestro entorno familiar o de relación algún joven con su vida arruinada por el consumo de sustancias nocivas, o incluso algún muerto por sobredosis.

Time Warp no encierra nada nuevo, más allá del lamentable hecho de haberse cobrado la vida de cinco personas muy jóvenes para morir, al margen de tener al filo de la muerte a varios más. Sumado a que las muertes se produjeron en forma casi inmediata a la ingesta de droga, tal vez, si no hubiera sido así, cinco muertes, a los pocos días del evento, en hogares no conectados entre sí, no hubieran sido noticia; y lo peor, no hubieran llamado la atención a autoridad alguna.

 

En la búsqueda del culpable

Sin lugar a dudas, el abordaje de la problemática relativa a las adicciones, el contexto social en que se dan, los motivos por los que ocurren y los caminos para por lo menos moderar sus consecuencias exceden a este columnista, a la mayoría de sus lectores y —lamentablemente— a la mayoría de las autoridades que deberían ocuparse del tema. Pero resulta particularmente patético ver la forma en que ante el hecho consumado buena parte del aparto judicial y político han iniciado una suerte de fuego cruzado más orientado a deslindar responsabilidades que a encontrar soluciones.

Una de las primeras cosas que aprendí como marino es que había una institución que se llama Prefectura Naval Argentina, que, entre otras cosas, se ocupa de supervisar la construcción de buques desde la confección de sus planos hasta su puesta en servicio, de inspeccionarlos continuamente durante toda su vida útil, de habilitar a todo el personal navegante, desde capitanes de megabuques hasta timoneles de lanchas de paseo. Controlar el tránsito marítimo y fluvial, verificar la seguridad de muelles y embarcaderos, habilitar a peritos navales, controlar la pesca ilegal, formar a pilotos de yate. Además de ser auxiliares de la Justicia, de la aduana, de la autoridad portuaria, y la lista sigue.

El avance de la ciudad de Buenos Aires sobre el puerto y los sectores anexos, por un lado y la maldita inseguridad, por el otro, han hecho que también esta fuerza policial marítima cuide las calles del coqueto barrio de Puerto Madero, nos pida la cédula verde en la General Paz y controle el acceso a boliches donde miles de jóvenes pasan sus noches.

Así las cosas, hoy esta fuerza federal se encuentra en una encrucijada entre el aparente hecho de haber sido instruida por un secretario judicial sobre “aplicar controles laxos” a los asistentes a la fiesta electrónica, primero y a la posterior negación de tal circunstancia por parte del juez interviniente, sumado esto a una acusación de cierta connivencia de las fuerzas policiales, la seguridad privada y los organizadores con el narcotráfico.

Y si así fuera, sería el primero en pedir la más dura sanción contra los involucrados, vistan uniforme azul, verde o color arena. Lo mismo aplicaría para los funcionarios municipales que con responsabilidad en el tema no hubieran hecho lo que debían hacer.

Pero mientras unos y otros se debaten en sorda lucha, una, dos, diez fiestas se deben estar organizando, o varios boliches ajustan sus equipos de sonido y sus barras de tragos y quién sabe qué más, para el próximo fin de semana. Sin que nadie al parecer se preocupe por encontrar la manera de tornar un poco más evitable la “desgracia” semanal.

¿Nunca le pasó, querido amigo lector, de cruzarse en el ascensor o en la puerta de su casa con el vecinito que sale de ronda desde su propia casa con aparentes signos de pasar largamente el 0,5 de alcohol en sangre permitido para conducir un vehículo? ¿Nunca se preguntó si algún padre o madre estaría al tanto de esa situación? Porque, en primer lugar, si no se asume este hecho totalmente reservado al ámbito privado y familiar, estamos pecando de una gran hipocresía.

Pero, al margen de ello, hay una evidente responsabilidad del Estado a la hora de impedir que bandas de delincuentes disfrazados de empresarios de la noche nos maten a los chicos.

Hizo falta Cromañón para que los boliches tuvieran un bombero y un médico en su interior. ¿Qué debe hacer falta para que se implemente un sistema más estricto de control de alcohol y drogas en las fiestas electrónicas, gauchescas o lo que sea? ¿Qué derechos sagrados se estarían violando si se controla de otra manera el interior de los lugares de diversión nocturna? ¿Qué pasaría si en lugar de poner en la puerta de un boliche a un marinero formado para vigilar el agua se contara con personal específicamente entrenado para infiltrarse en el corazón del dancing y permitir que los chicos se diviertan pero sin llegar a salir en una bolsa de plástico?

¿Se violarían algunos derechos humanos? ¿Se avasallaría la intimidad? ¿Se militarizaría la diversión? Y… tal vez un poco. ¿Pero no sería mejor a la mañana siguiente tener un hijo quejándose de ello pero vivo?