Divididos para la victoria

El pasado 12 de setiembre se debería haber celebrado un nuevo aniversario del Día de la Industria Naval. Ello en honor a un famoso decreto del presidente Arturo Frondizi, quien en 1961 ordenó la construcción de 36 nuevas unidades para la flota nacional en un plazo de 10 años.

Era sin lugar a dudas otra Argentina aquella. En el pasado reciente, al asumir, el expresidente Néstor Kirchner firmó un mucho menos ambicioso plan para construir 4 buques tanque para Venezuela y, 12 años después, aún nuestro principal astillero no pudo terminar el primero. Tampoco puede corregir los defectos que presenta la fragata Libertad luego de su reparación de media vida y que la mantiene en un proceso casi constante de “retoques”. En el presente y luego de varios meses en los astilleros Río Santiago (bajo el mando de Daniel Scioli) debió ser trasladada a los talleres de la propia Armada a fin de intentar corregir las fallas que presenta. Es decir, que el astillero que otrora fue idóneo para construirla, ahora ya no puede repararla.

El otro “estandarte” de la industria naval oficial -el taller naval con ínfulas de astillero, Tandanor- hace 8 años que intenta reparar el único rompehielos con el que cuenta la nación sin éxito (al margen de lo que declama el modelo). Llevamos gastado el equivalente a dos rompehielos de última generación y si algún día finalmente el Irizar vuelve a surcar los mares, será, por mucho lifting que se le hubiera efectuado, un barco viejo. Hoy se construyen rompehielos con habilidades para rotura de hielo no solo por la acción de su proa, sino además con movimientos laterales que permiten abrir surcos laterales, lo que potencia increíblemente su rendimiento. Los marinos lo sabemos y, aunque progresistas y sumisos almirantes se jacten de lo lindos que quedaron los camarotes, la obra ya es técnicamente un estrepitoso fracaso. Continuar leyendo

El regimiento de los “ni-ni”

“Me pregunto quién te baja línea para escribir tus columnas”… La pregunta, disparada de improviso por un camarada naval, daba lugar para muchas respuestas las que – siendo sintético en extremo podría responder: simplemente el sentido común.

El cotidiano roce con la realidad, hace cada vez más difícil de encontrar a este preciado don que parece estar ausente en buena parte de la dirigencia argentina. Fiscales que repudian a su herramienta de trabajo -el Código Penal-, sindicalistas que pregonan que si tiene que morir gente que muera nomás y guerras bizantinas desatadas contra estatuas de mármol que yacen en el piso a la espera que se les asigne destino, son ejemplos más que suficientes para que se entienda a qué me refiero.

Y, como esa realidad  en su vorágine ultrasónica no nos da tregua, focalizamos un día la atención en la escalada del dólar, otro en meditar sobre los linchamientos populares a delincuentes de poca monta, otro más a la “lucha” de un señor convertido en señora que intentará adoptar como madre a un hijo que él mismo engendró como padre… y así sigue la rueda.

La hora marca la instalación en el colectivo social de un tema que tal vez la mayoría de nosotros consideró sepultado hace más de dos décadas.  Me refiero al regreso del Servicio Militar Obligatorio. Esta “original” iniciativa no ha partido de viejos generales del Proceso o de la más rancia derecha reaccionaria;  tampoco de los claustros de alguna universidad privada. Dirigentes políticos afines en mayor o menor medida al “modelo” menean esta idea periódicamente como la panacea para la solución de buena parte de los problemas sociales juveniles.

Resulta curioso ver que, así como una diputada del Frente para la Victoria (FPV) quiere quitarle el nombre de “Panamericana” a una autopista que hace años ya no se llama así (al margen que todos la conozcamos por su antiguo nombre), hoy un grupo de dirigentes del mismo signo político quieran promulgar una norma que retorne a la obligación de correr, limpiar y barrer luciendo un uniforme de combate, tal vez desconociendo que lo que quieren reponer en realidad no está derogado; siendo una facultad presidencial convocar al servicio militar obligatorio a los ciudadanos en determinadas circunstancias; las que por cierto nada tienen que ver con las intenciones de los “militaristas K”.

Los vientos cambiantes que cada vez afectan con mayor facilidad las sólidas estructuras doctrinarias del modelo nacional y popular, parecen determinar que, así como hay desapariciones condenables y otras perdonables (según quién hubiera sido el autor de las mismas), y así como el maléfico FMI ahora no lo es tanto,  las estructuras militares, ayer no más responsables de todos los males pasados presentes y futuros, ahora podrían ser aptas para “formatear” a los miles de jóvenes que deambulan a la deriva por la vida sin horizonte ni rumbo; sin la menor idea de lo que significa la responsabilidad, el deber o la obligación, ya que en los últimos diez años sólo se les instruyó acerca de sus derechos.

Resulta gratificante al menos ver que, aun mostrando severos contrapuntos entre ellos mismos, los mariscales del modelo están día tras día intentando dar a nuestras Fuerzas Armadas, misiones y responsabilidades. Menos gratificante es por cierto ver que –al parecer– nadie piensa en darles aquellas específicas para las que fueron creadas. Obviamente, la defensa nacional.

El solo planteo de reponer un servicio militar obligatorio masivo para todos y todas, implica un total desconocimiento de la situación actual de las estructuras militares de la Nación. No habría ni posibilidad de alojarlos, de darles de comer, de proveerles uniformes, mucho menos armamento y de conjugar la rigidez de la disciplina castrense con el manual de derechos, derechos y más derechos, que tornarían imposible hacer levantar a un “ni-ni” convertido en soldado al toque de diana, sin que el pobre cabo que tocó el clarinete sea procesado por violación a los derechos humanos de los pobres soldaditos.

Ironías y exageraciones al margen,  es muy cierto que el mundo está abandonando rápidamente las conscripciones obligatorias de soldados. Ya que los ejércitos son cada vez más altamente profesionales priorizándose la calidad de la tropa por sobre la cantidad de miembros de la misma; por otra parte, si mantenemos las doctrinas de “no hipótesis de conflicto” y de “no intervención en asuntos de seguridad interior”, me quieren decir que haríamos con la soldadesca?

Para tranquilidad de mamás y papás; la posibilidad de que la iniciativa prospere es aproximadamente del 0%, pero el solo planteo de la misma por los mariscales antes señalados es motivo más que suficiente para ponernos nerviosos.

No vamos a entrar en un análisis pormenorizado de la tremenda deuda social que han dejado estos años de desorden en el manejo de los recursos públicos destinados a la contención social de grupos vulnerables en general y de la juventud en particular.  Alcohol, droga, falta de oportunidades laborales, crisis educativa sin precedentes y varios condimentos más no han de encontrar su antídoto en la áspera voz de mando de un sargento de artillería, ordenando “alrededor mío carrera marrrr”. Además, y como dijimos en la columna anterior, si vamos a sacar a los chicos de las villas para uniformarlos y mandarlos a pintar las mismas villas, ahorrémonos un paso y pongamos manos a la obra sin necesidad de militarizarlos.

La iniciativa largada como globo de ensayo por un grupo menor de dirigentes; pero con el seguro consentimiento de muchos más que no lo hacen en público, desnuda la carencia total de planes para nuestra juventud (tampoco los hay para la niñez, para la adultez y para la vejez pero eso es otro tema)

Apelando una vez más a la analogía marina, en este tema también la nave parece estar a la deriva y en el puente de mando todos arriesgan una solución que se estrella y destroza  inevitablemente con la cruda realidad. De no hacer algo inteligente, racional y efectivo en forma más o menos urgente, los pibes para la liberación no servirán ni siquiera para rellenar los coloridos actos oficiales cantando y aplaudiendo según les indica el coreógrafo presidencial

Reflexiones para un ministro desorientado

Hemos abordado en la columna anterior la tan particular decisión del ministro de defensa Agustín Rossi de movilizar a 4500 militares a la frontera norte del país para reemplazar a los gendarmes traídos al Gran Buenos Aires para intentar mejorar la irrecuperable performance electoral del Frente para la Victoria frente al imparable Sergio Massa y su promesa de más seguridad en la provincia.

El ministro ha respondido a ésta y a otras notas periodísticas similares afirmando rotundamente que en ningún momento el personal militar hará tareas policiales: “si ven algo avisarán a la policía e inmediatamente se retirarán; se alejarán… perderán el contacto…”(sic). Palabras más palabras, palabras menos, el ministro reduce al personal militar al rol de vigilantes privados de cualquier empresa de seguridad. Aunque éstos, si usted osara por ejemplo robar en el supermercado o en un shopping, lo retendrían hasta que llegue la policía.

En el particular mundo que parece rodear el confortable despacho del ministro en el piso 11 del Edificio Libertador Gral. San Martín se debe respirar algún aire un tanto extraño que induce a pensar que un encuentro entre un uniformado de una fuerza militar, pertrechado y con ropa de combate, y un delincuente, narco, contrabandista o inmigrante ilegal se puede dar en términos tan risueños como éste:

“Señor presunto contrabandista o narcotraficante, soy el coronel Pérez del Ejército Argentino, por favor como no estoy autorizado a actuar frente a su flagrante delito (a pesar de que cualquier ciudadano puede al ver un ilícito proceder a un arresto civil) le pido que se quede quieto (si quiere, claro) mientras el sargento García va a buscar a la policía. Una vez que ellos arriben al lugar nos retiraremos, con lo cual ni siquiera seremos testigos del operativo policial que seguramente se llevará a cabo. Sea bueno: no me la complique que si le pongo una mano encima vamos en cana los dos juntos”.

Dios quiera, por su bien, señor ministro, y, por sobre todo, por el bien de las tropas destacadas en la frontera, que no tenga que lamentar en pocos días una o varias víctimas uniformadas que prefieran no usar su arma ante un peligro inminente ante el temor de ser luego tildados de represores.

Mientras tanto, en el Gran Buenos Aires, miles de gendarmes, mal comidos, mal dormidos y peor equipados, lucharán primero contra sus necesidades básicas insatisfechas y luego -con las pocas fuerzas que les queden- contra el delito organizado, para el que tampoco están preparados. Lo de ellos es la frontera y el monte, no los núcleos urbanos. ¿Cómo hará un gendarme recién llegado a este difícil territorio para patrullar una calle sin deber luego tener que pedir ayuda para que alguien le indique cómo regresar al destacamento? ¿No es acaso que quien vigila debe ser un experto conocedor del terreno asignado antes que nada?

Será pues cuestión de imitar a nuestra Presidente, que encomendó a Dios el éxito del fallo judicial de la Suprema Corte de Justicia de EEUU frente a los bonistas que no entraron al canje y pedirle otra gauchadita al Señor: proteja a esos argentinos que estamos mandando como carne de cañón a la frontera.

Si a pesar de ello algo malo ocurriera, al menos ya sabemos lo que piensa el ministro de Defensa de la Nación sobre el valor de mercado de la sangre militar derramada en acción: nada, cero, apenas una formal condolencia a algún deudo. Al menos así se desprende de la negativa del ex diputado Rossi y algunos otros venerables miembros de la Cámara de Diputados de la Nación, cuando se manifestaron abiertamente en contra del pedido de familiares de militares (muchos soldados conscriptos) caídos durante el intento de copamiento del Regimiento de Infantería de Monte 29 de Formosa ocurrido en 1975 en pleno gobierno constitucional en manos de la primer mujer presidente de la Nación, María Estela Martínez de Perón. En tales particulares circunstancias, los militares de aquel regimiento no habían salido a reprimir ilegalmente a jóvenes idealistas, por el contrario muchos se encontraban durmiendo y murieron sin la menor posibilidad de defenderse, mientras los familiares de sus agresores cobraron una suculenta indemnización para ellos nada.

Parece mentira que el mismo gobierno que tuvo la plausible deferencia de reconocer el derecho a cobrar una pensión de guerra a los militares de carrera que marcharon a Malvinas en 1982 niegue algo tan básico como un reconocimiento al familiar de un soldado conscripto caído y que obviamente no estaba allí por su voluntad.

Si bien es cierto que la coherencia no parece ser la mayor virtud de las actuales autoridades, en algunas cuestiones de básico sentido común uno podría esperar decisiones un tanto diferentes.

Pero con la mira puesta en el presente y el futuro inmediato, sería bueno que las autoridades de nuestro Ministerio de Defensa prevean (aunque suene feo decirlo, es su deber hacerlo) qué tipo de protección se ha de brindar a miles de familias de hombres que acaban de ser enviados con ordenes poco claras a un destino incierto en el que no solo pondrán en acción su amor por la patria sino además una infinita capacidad de resignación para no ejercer el elemental derecho a pedir la baja, ante un Estado Nacional que día a día los degrada no solo como soldados sino además como ciudadanos.