La libertad restringida

Si hay algo que define por antonomasia la función del Capitán de un buque, es la elección del rumbo. Pues bien, el título de esta columna y su contenido, me fueron sugeridos por un Señor Capitán (sí, con mayúscula), que supo ser mi superior y que ahora integra el selecto elenco de mis afectos. Magistralmente y en pocas palabras me hizo recapacitar sobre la verdadera dimensión de una nueva afrenta a la dignidad de la Nación.

Debo estar poniéndome irremediablemente viejo, pues cada año me enojo y despotrico con más énfasis frente al televisor, cuando se transmiten las imágenes de la zarpada de nuestro buque escuela, sazonándolas con un toque de tristeza, de sacrificio y de pena por la partida. Familiares llorando y tripulantes con labios temblorosos que entremezclan la alegría por la aventura a vivir con la nostalgia anticipada por lo que han de extrañar. ¡No señores! Son marinos, unos van a cumplir con su obligación de enseñar, otros con la de aprender y todos con el deber que impone el ejercicio de la vocación que libremente han elegido. Así que ni héroes ni mártires. Marinos de la Patria.

Dicho esto, debo necesariamente reconocer, que la tristeza que por estos días embarga a la gran mayoría de los hombres y mujeres de mar, nada tiene que ver con lo mucho o poco que falte para que nuestra fragata retorne al abrigo de la Dársena Norte del puerto local. Hay una amargura que se oculta para que no se confunda con insubordinación golpista. Una desazón profunda; sofocada por la rigurosa verticalidad castrense. Una certeza que jamás será expresada ante la presencia de un ministro, pero que circula en timoratas cadenas de e-mail y conversaciones entre camaradas y allegados a la comunidad naval; no se trata de privar a un grupo de estudiantes de su tradicional navegación por los mares del mundo, se trata de algo mucho más grave y lamentable. Las restricciones impuestas a la navegación de nuestro buque escuela son directamente proporcionales al fracaso de diez años de triste relato acerca de una década ganada sólo en los costosos spots publicitarios o en rimbombantes discursos cargados de sensiblería barata. El viaje por costas “amigas” desnuda la más alarmante ausencia de plan alguno ni tan solo para la más básica cuestión de Estado; se acotan los viajes de la misma manera en que se acorta nuestra credibilidad en el mundo, de idéntica forma en que se mella la paciencia de nuestros vecinos; en similares proporciones al cada ver menor grado de deseabilidad que despertamos en las mentes de potenciales inversores, inmigrantes y hasta turistas.

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