Dos grandes hombres y un monumento

Hace un siglo culminaba la labor de una “Comisión de Homenaje” que presidía Norberto Quirno Costa, destinada a erigir un monumento a Carlos Pellegrini, ocho años después de su muerte. La estatua lograda es muy hermosa, y presenta al prócer con el gesto imperioso que le valiera el apodo de “Piloto de Tormentas, que el mar serena y el riesgo alienta”, como luce en alguna de las medallas emitidas en su memoria.

Mientras la Comisión instaba al escultor (Jules F. Coutàn, profesor de Dibujo en la Academia de Bellas Artes de Francia, en reemplazo nada menos que de Falgierie) a terminar su tarea antes del mes de julio -aniversario de la muerte del prócer- recibía una carta del general Julio A. Roca. En ella, el ex presidente solicitaba hablar en el acto de inauguración (finalmente Coutàn no lo terminó en julio sino al mes siguiente, pero tampoco en agosto pudo inaugurarse por fallecimiento del Presidente Roque Sáenz Peña, debido a lo cual el acto se postergó hasta septiembre).

La carta de Roca dividió a la Comisión: unos decían que era imposible acceder a su pedido por cuanto Pellegrini había muerto sin dirigirle la palabra a Roca; que éste lo había vetado como candidato a presidente en 1904; que lo había traicionado al retirar el proyecto de unificación de la deuda. Otros, con mayor lógica, decían que era imposible negarle la palabra al responsable de la Argentina moderna; que se había expresado en la carta con humildad; dos veces había sido presidente de la República, etcétera. Prevaleció el primer criterio y en consecuencia hablaron Victorino de la Plaza, presidente de la República; Norberto Quirno Costa, por la Comisión de Homenaje; Alberto Julián Martínez, por la Legislatura de Buenos Aires y Joaquín Samuel de Anchorena, en nombre de la Intendencia de la Capital.

Pero Roca, el joven oficial que desafió las púas de las trincheras y los machetes paraguayos en Humaitá para salvar en la grupa de su caballo a Solier (quien después llegara a ser almirante); el que recibió el grado de coronel en Ñaembé y el de general en Santa Rosa, batalla que asegurara la continuidad jurídica de la República, no habría de quedarse con la respuesta negativa de una Comisión. Dicen que se abrió paso entre la muchedumbre, con modestia, y habló. Habló para pedirle perdón a Pellegrini no solo por el retiro del proyecto de unificación de la deuda y el veto a su candidatura a presidente sino por todas las ocasiones en que retribuyera mal por bien.

Amigado con su conciencia, un mes más tarde -octubre de 1914- moría el único presidente argentino que cumplió los dos mandatos de seis años. Podría suponerse que intuyera la proximidad de su muerte y la urgencia, para un patriota de condiciones viriles como él, de dar ese testimonio de arrepentimiento. Partió de este mundo llevando en sus retinas el paisaje salvaje del desierto, que a partir de su campaña dejó de ser el ámbito de leyendas y misterio; recordando la ley 1420, la del Registro Civil, la de Matrimonio, el proyecto de Código de Trabajo: el hombre de carne y hueso había cedido paso al ser que habría de inmortalizar el mármol y el bronce. Con seguridad, su amigo Pellegrini lo disculpó, aunque juntos habrán llorado por la Argentina actual.

Buitres eran los de antes

En 1875, hacía menos de un año que “Taquito” era presidente de la República. Un notorio pacifista como él, había llegado al poder cuando los mitristas, disconformes con el resultado electoral, habían tomado las armas. Es cierto que el entonces mayor Arias los derrotó en La Verde y Roca (por esa acción fue ungido general) venció a Arredondo en Santa Rosa, pero el mitrismo conspiraba como “un cañón en la calle”, según la frase del presidente Avellaneda. Justo a él, a Nicolás “Taquito” Avellaneda le había tocado ingresar a la Presidencia en medio de una guerra civil e irse en medio de otra en 1880: el enfrentamiento entre Nación y Provincia de Buenos Aires por la cuestión Capital.

Pero ahora, los nubarrones que se vislumbraban en el horizonte no tenían olor a pólvora. Más bien exudaban el aroma que producen las monedas que tienen la efigie de la reina Victoria en su anverso y se las conoce con el nombre de libras esterlinas.
Nos hemos referido en una reciente columna a la crisis que sobrevino cuando una publicación vana y trivial “levantó” la noticia del quebranto argentino y después un medio serio y de jerarquía reeditó la información. Se trataba en realidad de una maniobra especulativa para hacer bajar los bonos argentinos, comprarlos a precio vil y venderlos cuando el potencial de nuestro país desmitificara la gravedad de la situación nacional.

El embuste ocurrió de esta manera. En esos años de 1874 y 1875, ocurrieron varias asonadas en Sudamérica; algunas de ellas triunfaron con la lógica consecuencia que era previsible: cambio de gobierno. Otras fueron vencidas y en algunas la represión fue mortal. Para los inescrupulosos que pululaban -y pululan- en todas las bolsas del mundo, la ocasión era inmejorable: había que incluir a la Argentina en la categoría de nostálgica del desorden, como toda América del Sur. Así lo hicieron los chacales de entonces y les hubiera ido bien, porque muchos compatriotas dieron más fe a la publicación inglesa que a los datos de la realidad, que solo indicaban la existencia de una mala cosecha. Se les escapó un detalle que no tuvieron en cuenta:
presidía el Banco de la Provincia de Buenos Aires -“el Banco que financió la libertad de medio continente”, como solía decirse- nada menos que Dardo Rocha, quien sumaba a su valentía y talento una inquebrantable amistad con el Presidente de la Nación. Rocha presidía un Banco al que las sucesivas buenas administraciones le habían producido una ganancia que cuadruplicaba su capital. Con menos de la mitad de aquellas podía atender los reclamos ingleses, parar las corridas, asestar una bofetada a aquellos “buitres”, seguir prestando dinero, etcétera.

Por supuesto, Dardo Rocha puso a disposición de Avellaneda todas las sumas necesarias para tranquilizar a los acreedores y la maniobra, pergeñada por mentalidades inescrupulosas, corruptas y agiotistas, fracasó de manera rotunda. ¿Cuál es la diferencia con el actual default? En primer lugar los personajes; hay una amplia distancia entre el doctor Avellaneda y la señora de Kirchner, como la hay entre Dardo Rocha y cualquiera que se presente en la grilla. Si la de 1875 fue una maniobra perpetrada por estafadores, a expensas de la Generación del 80, la actual tiene su origen en la prepotencia con que se formalizó el canje, en la “obligatoriedad” de su acatamiento, en la soberbia con que se enfrentó el trámite judicial. Fundamentalmente, en que aquella fue una maniobra casi delictiva concebida a partir de datos inexactos. Fue un ardid inductor. Ésta ha sido la consecuencia de actos gubernamentales que despertaron la voracidad carroñera de los buitres, que sobrevuelan un país empobrecido por la incapacidad y el peculado.

En pocas palabras, la diferencia entre los “caranchos” de 1875 y los actuales está dada por el país: aquél irradiaba optimismo y esa sensación llegaba a los acreedores; este representa a una nación pobre, subordinada, además, a las repúblicas marginadas del mundo.