El infortunio árabe

George Chaya

Es tiempo de proponer, aportar elementos de juicio que ayuden a responder interrogantes sobre Medio Oriente y, al mismo tiempo, sugerir posibilidades y herramientas que puedan ayudar a superar la crisis para el bien de los pueblos árabes, sin pretender que esta nota sea un esquema programático en lo político o social. Ante todo es un punto de vista intelectual en búsqueda de herramientas superadoras a un presente sombrío y no buscado por millones de seres humanos.

Sin desconocer la realidad, pero también sin excluir responsabilidades dirigenciales y ciudadanas y, en toda instancia, este escrito es mi pensamiento y mi percepción como estudioso de la región, junto a una reflexión sobre el escenario como conocedor del terreno. En definitiva, es una voz e ideas sobre comportamiento humano y sociológico como las que se podrían escuchar en cualquier lugar del mundo, se trate de Buenos Aires, Nueva York, Damasco, Londres, Beirut, El Cairo, Casablanca o Bagdad.

Sin embargo, no por ello el lector y la crítica deben creer que busco cobijo en un pretendido consenso cuya uniformidad acuerde con mis ideas en la materia. Tal cosa no existe en lo relativo al pensamiento humano y no está en la órbita de las reflexiones e ideas que me han movido a escribir esta nota, aunque la identidad política de cada intelectual ciertamente influye en su propuesta y quien no reconoce este punto falta a la verdad o es un militante. Por lo que considero lo más justo y honesto dar a conocer la mía.

Me presento entonces con el lector. El autor de estas consideraciones es un argentino de origen libanés, cristiano maronita de familia. Laico por elección. Para algunos, árabe-cristiano, para otros, fenicio-católico. Occidentalizado, ¡claro! Pero que no se considera a sí mismo alienado por ninguna cultura, ni la occidental ni la árabe y nada deseoso de desacreditar a quienes no piensan como él.

No es mi trabajo —ni mi interés— acusar a ningún árabe ante un tribunal de terceros países. En consecuencia, y sin incurrir en deslealtades imaginarias o fantasías descalificadoras de la crítica, me despojo de cualquier alarde de universalismo incluyente o sectarismo excluyente, por lo que me agradaría que la lectura se considerara como una manifestación posible de ideas a desarrollar en pos de soluciones sobre y para los árabes.

En el presente, a pesar del nacionalismo sectario de segundas o terceras generaciones, no es cómodo ser árabe. El sentimiento de persecución, el malestar existencial es hoy lo que más se comparte en el mundo árabe. Incluso los que durante largo tiempo se creyeron a salvo, los poderosos saudíes o los prósperos kuwaitíes no pueden librarse ya de esta percepción desde lo acaecido un cierto día 11 de septiembre de 2001 o desde el reintento de la creación del Califato que propugna el Daesh (ISIS).

Desde cualquier ángulo que se lo mire, el panorama es sombrío y desolador, sobre todo si se lo contrasta con otras partes del mundo. Sin embargo, con todo lo que supone la diferencia que nace de la colisión entre lo que se cree ser y lo que realmente se es; entre las expectativas y los hechos reales; las ansias y las frustraciones; el pasado y el presente, el mundo árabe es la región del planeta donde el hombre tiene hoy menores posibilidades de realizarse. Basta con focalizarse en la palabra “árabe”, desvirtuada hasta quedar reducida a un carácter étnico marcado por el oprobio o, en el mejor de los casos, asociado a una cultura victimizada y negacionista.

No obstante, el infortunio y las dificultades no siempre han existido. Al margen de la supuesta edad de oro de la cultura árabe-musulmana, hubo un tiempo no muy lejano en que los árabes podían observar su futuro con optimismo.

En el renacimiento cultural del siglo XIX, la famosa Nahda abrió puertas a la modernidad en muchas sociedades árabes cuyo dinamismo sobrepasó a menudo a las élites occidentalizadas. En el siglo XX, una de ellas, la egipcia, dio vida a la tercera industria cinematográfica del mundo; al mismo tiempo, desde Bagdad a Casablanca, pasando por Beirut y El Cairo, pintores, poetas, músicos, dramaturgos y novelistas contribuían a la reformulación de una nueva cultura árabe.

De forma paralela, se emprendían cambios sociales de gran relevancia. El más espectacular fue la revolución que supuso la supresión del velo en la mujer, aunque hoy, con el reverdecer de movimientos religiosos radicalizados, se ha forzado el retorno del velo en las niñas desde temprana edad.

En la esfera política, las reformas sociales convertían a los árabes en protagonistas de las relaciones internacionales. El Egipto de Gamal Abdel Nasser se convirtió en el eje del afro-asiatismo y posteriormente, con el Movimiento de Países no Alineados, la Argelia independiente se consideró un modelo para todo el continente africano. Hasta la resistencia árabe-palestina creada entre 1964-1966 pretendió reivindicar el derecho de los pueblos incursionando en políticas equivocadas desde la resistencia armada, pero sin caer por ello en el victimismo que hoy agobia hasta el cansancio en la reiteración de su difusión y su victimización en todo el mundo.

¿Cómo pudo cerrarse aquella secuencia en que, pese a no cosechar demasiados éxitos, permitía vislumbrar un futuro mejor y cercano? ¿Cómo se llegó al marasmo actual de las post primaveras árabes? ¿Dónde ha quedado la intelectualidad árabe que demostró haber naufragado en la vulgaridad ideológica? ¿Qué llevó a que los árabes creyeran que no tienen más porvenir que el signado por el milenarismo enfermizo? ¿Cómo se llegó a despreciar una cultura viva para profesar el culto a la desgracia, la envidia, el odio y la muerte?

Unos cuantos datos bastarían para explicar las dimensiones del caos en el que se encuentran las sociedades árabes: enormes índices de analfabetismo, distancia abismal entre los más ricos —inmensamente ricos— y los más pobres —desesperadamente pobres. Superpoblación de las ciudades, migraciones internas y externas, dictaduras —laicas y teocráticas— y un sinfín de etcéteras.

También es cierto y en tal sentido se podría argumentar que estos procesos son comunes a gran parte de países que hasta la caída del régimen soviético eran conocidos como Tercer Mundo, que favoreció la pobreza y el retraso. Es más, no cabe duda que la pobreza y la desigualdad son mayores en las calles de Calcuta, pero la frustración y el infortunio en el mundo árabe no es sólo un obstáculo para el desarrollo ni un conflicto entre clases, ni siquiera es un problema de deficiencia educativa. La particularidad del infortunio árabe y su dificultad consiste en que lo perciben quienes están a salvo de él y no se trata sólo de una cuestión de cifras, sino más bien de percepciones y sentimientos.

Tal infortunio empieza por una sensación extendida y enraizada de que no hay futuro ante el mal incurable que corroe este mundo, por lo que se piensa que la única forma de salvación es la huida individual. No es preciso recurrir a analogías con un Occidente —frecuentemente visto como dominador en el mundo árabe— en el que, sin embargo, el habeas corpus y los derechos humanos han dado pie a una ciudadanía lo suficientemente abierta como para hacer fracasar tentativas recurrentes por controlarla. Tampoco es necesario profundizar en los resultados que arrojaría la comparación entre una cultura que no cesa de alumbrar revoluciones tecnológicas y un mundo que, en más de un aspecto, permanece en la era preindustrial, mientras se contenta con consumir los logros llegados de afuera.

La analogía con contendientes más modestos no sería menos turbadora. Solamente hay que mirar a Asia, donde el crecimiento económico ha multiplicado el número de tigres y dragones o a Latinoamérica, donde la transición democrática parece irreversible dado el marco de cierta confusión ideológica. Estas regiones del planeta que hasta hace poco parecían compartir con los árabes la cruz del subdesarrollo y de la arbitrariedad política, lejos aún de alcanzar la paridad con el Occidente industrial y democrático, al menos gozan de compensaciones que dan motivos para no caer en la desesperanza. En algunos casos se perciben avances democráticos contundentes; en otros, un crecimiento económico y tecnológico destacable que hasta provoca la envidia de Europa; en otros más, una capacidad de iniciativa en las relaciones internacionales; y en ocasiones incluso se aprecia todo a la vez. Mientras tanto, el mundo árabe padece una carencia cruel en todas estas esferas.

Es cierto que el inmenso sentimiento de impotencia del que nace parece alimentarse del duelo frustrado ante la grandeza pasada, acrecentado en la medida en que se la compara con un referente histórico que poco tiene que ver con el problema, pero que lo hace mucho más doloroso al mostrar que no siempre ha existido. Dicho de otro modo, el infortunio y la dificultad de los árabes radica en la impotencia de ser después de haber sido.

Sin embargo, desgraciadamente, ni siquiera eso es cierto. El duelo por la grandeza pasada, si bien fue determinante en la formulación del nacionalismo moderno y de los pseudoprocesos de liberación nacionales en el mundo árabe, ahora ha perdido sustento y se probó que su eficacia era y es nula en la era post primaveras árabes. Estas no han sido más que revueltas violentas capitalizadas por grupos radicalizados en lo religioso.

El efecto debilitador del infortunio árabe ha alcanzado un punto en el que se prescinde de la historia para abandonarse a una sensación de impotencia perenne que anula toda posibilidad de un nuevo despertar.

La sensación de impotencia se ha convertido, sin duda alguna, en el emblema de la gran frustración y la dificultad mayor para el mundo árabe actual. Impotencia para ser lo que uno cree que debería ser. Impotencia para afirmar su voluntad de ser, aunque sólo fuera como una posibilidad frente al otro que lo niega, lo desprecia y, ahora, de nuevo lo domina. Impotencia y frustración para amordazar el sentimiento de que uno no es más que una pieza insignificante sobre el tablero mundial, más aun cuando la partida se juega en su propio campo. Se trata, es cierto, de un sentimiento irreprimible desde que la guerra de Irak ha llevado la peor imagen posible: ejércitos árabes en una coalición occidental combatiendo contra otro ejército árabe. Por eso, luego de la primera guerra iraquí ya nada fue igual.

No obstante y pese a la “resistencia”, hay que decir también que el discurso árabe de la resistencia no ha logrado incorporar la noción de heroísmo cotidiano. Ello, más allá de la propaganda en la que se ha focalizado su propia dirigencia, tan terminante como taxativa, pero poco exitosa, en la cual la percepción de Palestina permanece determinada por lo categórico, más por parte de los árabes que de los propios palestinos. Y si bien los palestinos fueron responsables de su orientación exclusivamente guerrillera desde los años sesenta, han sido los medios árabes los que han impuesto la consigna “Intifada” a partir del levantamiento de 1987-1989, hasta el punto que los palestinos sean considerados un pueblo de revolucionarios profesionales cuya valentía consuela y, a modo de catarsis, tranquiliza la conciencia de quienes los observan de lejos y aplauden ante su televisor.

Se trate de palestinos o libaneses, la resistencia armada no hace más que poner de relieve un sentimiento de impotencia generalizada en la falta de un elemento de consenso que posibilite progreso real en materia de superación del conflicto.

La segunda intifada, de septiembre de 2000, lo confirma a diario. El movimiento fue tan fuerte que la sola idea de someterla a la sana crítica se considera de inmediato como una traición. Es más, la sacralización de la resistencia a partir de una extrapolación exagerada del ejemplo libanés impide cualquier debate sobre los medios empleados e incita a adoptar los más espectaculares, por muy contraproducentes que sean, tal es el caso de ataques y utilización de suicidas (shahids).

Al mismo tiempo, la islamización de la lucha palestina, a pesar de ciertos hechos que halagan el orgullo perdido en la opinión pública árabe, está lejos de disipar la impotencia y la imagen del fracaso y el infortunio. Por el contrario, las amalgamas entre Palestina, Siria e Irak, que no benefician a ninguna de las partes, sólo consiguen ahogar en un inmenso río de sangre la imagen que los árabes de Oriente Medio tienen de sí mismos, así como la que el mundo está adquiriendo de ellos.

Tal vez no haya fácilmente una receta que permita acabar con la era del infortunio, pero al menos nos permitiría reinterpretarla como un momento. Sin la reconquista de esta parte de esa historia, la relación del mundo árabe en el siglo XXI con la modernidad seguirá siendo, a la vista de los árabes, tergiversada y, a consideración del presente de sus pueblos, una entelequia que generará mayores dolores y frustraciones.

En otras palabras, aquellos que dan la bienvenida a la tercera intifada que está germinando por estos días y aplauden el levantamiento palestino solamente están viendo el árbol, pero no el bosque. Lo que están aplaudiendo es más infortunio, más destrucción, frustración y muerte.