El falso debate de confrontar libertad y seguridad

George Chaya

En general, y a través de la historia, un país no escoge entrar o no en una guerra: la guerra le es declarada. De igual manera, un país no elige dónde librar una guerra, depende del enemigo que se la declara. Cuando estas circunstancias se producen, un país no está en condiciones de elegir qué guerra quiere librar: el tipo de guerra le es impuesta por el agresor.

Nunca se elige ni contra quién, ni cómo ni dónde se hace la guerra, salvo en muy escasas ocasiones. Estas tres sencillas verdades han pertenecido durante siglos a la tradición política y estratégica occidental, aunque los dirigentes y las sociedades de lo conocido como mundo libre las hayan olvidado en las últimas dos décadas. Desde la caída de la Unión Soviética, los europeos han vivido unas vacaciones estratégicas y han alimentado tres peligrosas ilusiones: a) que pueden elegir libremente a quién hacer la guerra, b) que pueden elegir de qué manera librarla, y c) que pueden elegir dónde combatirla.

Luego de la masacre de París, los europeos continúan encerrados en esa ilusión. Aunque deben reconocer —cuanto antes— que no depende de ellos librar o no esta guerra. La tienen encima, dentro de sus ciudades, se la declaró el yihadismo con sus fatwas desde mediados de los años noventa, y esta declaración ha sido renovada por las organizaciones radicales, hasta llegar actualmente al ISIS. La guerra ya ha sido declarada por quienes consideran la civilización occidental como una perversión y un mundo a destruir, y ya es muy claro que se han dado a la tarea de aniquilarlo.

Tampoco han elegido los occidentales qué tipo de guerra librar contra el ISIS. Uno debe aferrarse semánticamente al término guerra —por más desagradable que suene— y aunque otros lo nieguen y pongan sobre la mesa miles de páginas de derecho penal, derecho internacional y derecho de guerra para demostrar que esto no es una guerra, sus esfuerzos se tornan estériles cuando quien se sienta al otro lado en la mesa porta una arma o un chaleco de explosivos. Lo acepte o no Occidente, es este elemento que ha definido el tipo de guerra que le ha sido declarada. Y lo que es peor, los occidentales tampoco han elegido librar la guerra en las calles de las ciudades europeas o estadounidenses: esa guerra ha sido llevada allí por el islamismo radical.

En 2001, los norteamericanos tenían al menos el consuelo de descubrir que sus atacantes procedían del exterior y llegaron para destruir las Torres Gemelas por órdenes de Osama Bin Laden. Los europeos no tienen esa suerte: sus enemigos poseen pasaporte de la comunidad, viven en barrios europeos, visitan centros comerciales y acuden a eventos deportivos donde eligen a las personas que asesinarán. Eso ocurrió en París, Londres y Madrid, y sucederá en más ciudades si no hacen algo al respecto.

La actual no es más que una guerra librada contra el sentido mismo de la civilización occidental, es total en sus objetivos y medios y pretende convertir a Occidente en un campo de batalla general y amplia. Todo lo cual señala claramente un frente interior. A ningún occidental le gusta ese escenario, muchos lo niegan, pero lo cierto es que está ahí. Esto exige cambios profundos en la forma de pensar y actuar en materia de seguridad.

La evolución del yihadismo en territorio europeo y estadounidense es lo suficientemente grave como para rever cuanto antes las medidas adoptadas por Estados Unidos tras el 11-S, y que la progresía europea —tan alegremente— criticaba entonces.

Por desgracia, parafraseando la conocida broma norteamericana —“Cuando los estadounidenses tienen un problema, aprietan el botón, pero cuando lo tienen los europeos, difunden un comunicado”—, cierta y verdadera, los europeos, en vez de actuar, discuten acaloradamente sobre la alternativa libertad-seguridad. En verdad, esta misma discusión no sólo es falsa, sino que es peligrosa e imprudente para sus propias sociedades.

Es falsa porque la amenaza yihadista ya está extendida sobre Europa como la peor de las servidumbres, la que afecta al alma de sus habitantes. La verdadera falta de libertad es la que a golpe de kalashnikov ya se está instalando en el interior de la conciencia europea a partir de los ataques a París, y cada atentado islamista en el corazón de Europa está siendo ya un recorte real de las libertades de los ciudadanos europeos.

Europa está semisumergida en su día a día y el miedo a la represalia y a la venganza, a la rendición, los ataques parisinos, las suspensiones de conferencias y exposiciones acerca del islam, la autocensura de cineastas, novelistas, escritores, artistas y cantantes lo demuestra. De ataque en ataque, de bomba en bomba, los yihadistas ya están asaltando con éxito el alma europea.

No hacer nada al respecto es imprudente, porque el ataque de París y la repercusión vital en toda Europa muestran que el Viejo Continente está agrietado moral e intelectualmente y no podrá soportar muchos más ataques.

En estas condiciones y ante estas consecuencias, la inacción y la pérdida de tiempo de las élites políticas, intelectuales y mediáticas europeas convierten este debate en algo imprudente, irresponsable e insensato.

Ante los ataques a la conciencia misma de Occidente, a su forma de vivir, de pensar y de expresarse, la única reacción posible es tomar medidas que no tienen por objetivo a los ciudadanos occidentales, sino a quienes los asesinan en cafés, teatros y campos deportivos. Que vayan dirigidas a actividades delictivas y terroristas muy concretas, alejadas de la cotidiana vida europea u occidental. Que tienen un carácter excepcional y cuyos responsables de ponerlas en marcha a nivel gubernamental saben y conocen muy bien.

Las verdaderas democracias adaptan sus instituciones de seguridad a las necesidades del momento, que es la forma auténtica de mantener a salvo los principios, los valores y los modos de vida de sus sociedades. Y hoy pasa por actuar en tres direcciones. Como primera medida, las fuerzas de seguridad y las agencias de inteligencia deben poder acceder cuanto antes, y de la manera más completa posible, a las fuentes de información, para eliminar restricciones burocráticas. En segundo lugar, se debe evitar que los yihadistas planifiquen y preparen con libertad sus masacres, lo que exige cambios legales que permitan reforzar la seguridad y los controles en fronteras. Y en tercer lugar, sólo se ganará la guerra que ellos han declarado si es posible detenerlos, desactivarlos e interrogarlos con las mayores garantías que disponga la labor de las agencias de inteligencia y las fuerzas de seguridad dentro del marco democrático.

El lector puede pensar, y con toda razón, que también es cierta la existencia de un detalle no menor. Es que quizá los europeos no quieran librar esta guerra con estos instrumentos y de esta manera. Sin embargo y desgraciadamente, ante este cuadro de situación generado por el atacante externo, no tienen opción. O tal vez sí la tienen, y esa otra alternativa es perderla.