El podio del debate

Gonzalo Sarasqueta

Pasó el primer debate presidencial de la historia argentina. Otra pieza más para fortalecer el engranaje institucional de nuestro sistema democrático. Otra excusa más para tonificar la cultura deliberativa en el tejido social. Otra vidriera más para conocer a los candidatos.

Y siguiendo la estela del último punto, ¿cuál fue la performance de los aspirantes al sillón de Rivadavia? ¿Quién logró congeniar mejor el trípode discurso-estilo-imagen? ¿Quién logró imponer su sello? En fin, ¿cómo quedó conformado el podio de anoche?

Por su capacidad argumentativa, el primer lugar es para Margarita Stolbizer. La líder de Progresistas sobresalió en lo que refiere al ¿qué? (el contenido). La sustancia discursiva. Demostró un gran aplomo para desplegar su base programática sin titubear ni caer en lugares comunes. Conjugó lenguaje técnico (para detallar) con lenguaje coloquial (para oxigenar), ambos con la dosis justa. Todo lo respaldó con estadísticas, cifras puntuales y diagnósticos certeros. Y, además, materializó su experiencia con una notable fluidez verbal. Aspecto que, en el primer minuto, le jugó en contra: sus segundos iniciales colindaron con la verborragia. Pero, con el paso de las agujas, lo afinó y encontró la métrica justa. ¿Su clímax? En el bloque temático de Seguridad y Derechos Humanos, se desmarcó del enfoque punitivo -que poseen la mayoría de los candidatos para combatir el flagelo del delito- y sacó de la galera la frase “Al delito hay que mirarlo a través de la víctima y no del delincuente”. Calado, ingenio y originalidad, los tres pilares retóricos del pensamiento progresista, presentes.

Bien cerquita, quedó Sergio Massa. El homo videns. El tigrense descolló en el cómo (la forma). Fresco, suelto y armonioso empleó perfecto las pausas (menos de un segundo; una especie de punto y seguido) y los silencios (más de un segundo; algo así como el punto y aparte). Pero no sólo eso. También varió los volúmenes de la voz, recurso que genera magnetismo y entretiene al destinatario. Supo subrayar con subidas de tono sus propuestas más jugadas –“Argentina tiene la edad de imputabilidad muy alta” y “Creo que Scioli nos faltó el respeto a todos no viniendo”-, manifestando autoridad, firmeza y decisión. Colocó varios silabeos interesantes para penetrar en la audiencia. Nunca se excedió del tiempo permitido. Y dejó en claro que su idea fuerza en esta campaña electoral es la seguridad. ¿Su valor añadido? La creatividad en transformar los treinta segundos que le correspondían para interrogar a Scioli en un pedido de silencio general. Perspicacia, empatía y sutileza: la ecuación que nunca falla.

Más alejado, apareció un Mauricio Macri algo apagado. Al jefe porteño le costó entrar en juego. Enchufarse. Prueba fehaciente: el desliz “delarruísta” que tuvo al comienzo, cuando no sabía en qué atril sentarse. Se lo notaba perdido. En su exhibición inaugural fue monótono. Sonó latoso. Después, de a poco, fue encontrando el timing. Eso, sí: nada de munición gruesa ni golpes bajos. El consenso, el trabajo en equipo y la experiencia capitalina fueron sus plataformas discursivas. Desde allí tejió su relato. ¿Su punto álgido? El cierre, donde se lo percibió espontáneo, vital y probándose el saco presidencial. La primera persona en plural -“vamos a cambiar la Argentina”, “la Argentina que soñamos”- sonó creíble, sincera y rotunda.

Cuarto, estuvieron los 36 años de Nicolás del Caño. El mesías del trotskismo autóctono no pudo ocultar sus nervios. Tartamudeó en más de una ocasión. No acompañó su narrativa con el lenguaje corporal (por ejemplo: las manos, prácticamente, estuvieron aferradas al atril durante las dos horas). Su maximalismo marxista le impidió ser preciso con problemas puntuales para el país, como el narcotráfico o la inflación. Y se tornó circular con la consigna “que la crisis la paguen los empresarios, no los trabajadores”. Sin embargo, hay que resaltar su coherencia, su combatividad y, sobre todo, su simplicidad. En otras palabras: cumplió con el perfil de un dirigente clasista. ¿La cumbre? Cuando lo chicaneó a Massa con el ausentismo al Congreso: “¿Con qué autoridad moral sostiene pedir presentismo a los docentes si usted faltó al 90% de las sesiones?” Simplemente, brillante.

El reverso del candidato del Frente de Izquierda de los Trabajadores (FIT) fue Adolfo Rodríguez Saá, el que carga más calendarios en la espalda. El puntano parece no haberse tomado en serio el dicho de Winston Churchill: “A mí me encanta la improvisación, una vez que me la he preparado”. Básicamente, dejó traslucir que paseaba por Figueroa Alcorta, vio luz en la que supo ser su Facultad de Derecho y entró a ver qué pasaba. Poca preparación y muchas redundancias. Se lo notó fuera de ritmo, a tal punto que, en un momento, Massa le tuvo que recordar la pregunta que le había formulado segundos antes. Y nunca salió de las muletillas proselitistas típicas como “terminar con la pobreza”, “pleno empleo” y “educación de calidad”. Más allá de eso, puso sobre la mesa su estirpe de peronista federal, se mostró como un estadista dispuesto al diálogo y propuso firmar un acuerdo básico entre todas las fuerzas para impulsar a la Argentina hacia el desarrollo. Poco para agregar.

El último puesto, sin duda, es para Daniel Scioli. El gran ausente de la cita, que, a la misma hora, rockeaba con la vedette Jessica Cirio sobre las tablas del Luna Park. Ejemplo palpable que su repertorio celestial de “diálogo”, “concordia” y “consenso” es solamente un juguete del marketing político. Nada más. Fuegos de artificio para esconder su raquítico programa político. Solo resta saber si el pueblo argentino castigará -o no- en las urnas este faltazo. En caso afirmativo, sería un mensaje contundente de cara al futuro: todo aquel que anhele alcanzar la máxima envestidura, deberá dar el presente en este ejercicio deliberativo esencial para la salud de nuestra democracia.