Decálogo del arte del debate

Gonzalo Sarasqueta

Tiempo de esgrima retórica. Tiempo de confrontar ideas. Tiempo de legitimarse. Hoy millones de argentinos serán testigos del primer debate presidencial a dos bandas en la historia del país. Una instancia deliberativa en la que los dos candidatos, Mauricio Macri y Daniel Scioli, serán evaluados minuciosamente. Parte del electorado aguarda este evento para orientar su voto del domingo próximo. Por eso, es primordial ajustar el lente crítico, estar atento a los detalles y hacer una lectura rigurosa del evento. A continuación, un pack de tips para sacarle el máximo provecho a este espectáculo dialógico que estimula los principales músculos de la democracia: pluralismo, libertad de expresión, competencia pacífica y respeto a las reglas.

El kick off. La primera intervención –en este caso, será sobre “Desarrollo Económico y Humano– es fundamental. Es el momento ideal para inclinar la balanza. La audiencia está fresca, sensible y con un nivel de atención elevado. El candidato que esté más sólido, suelto y agudo acá, tendrá medio debate “en el bolsillo”.

¿Negatividad? Sí, pero no tanto. La idea de un debate es erosionar la imagen política –credibilidad, carácter y estética– del contrincante. Mostrarle a la sociedad los puntos débiles del oponente. Todo, obvio, dentro de los marcos del respeto. Sin caer en los golpes bajos. Mostrarse agresivo, despreciable e inestable puede llegar a ser contraproducente. En cualquier situación de ataque desproporcionado, los indecisos siempre se ponen del lado de las víctimas.

Capacidad argumentativa. Saber pasar de lo abstracto a lo concreto, traducir lo complejo en ejemplos cotidianos, manejar cifras contundentes, mechar citas memorables, emplear un amplio vocabulario (pero sencillo a la vez), son algunos de las habilidades que deberán mostrar los candidatos si quieren convencer. El logos es una de las piedras basales de este encuentro cívico.

Reflejos y humor. Nada más acertado que salir de un ataque contundente por la tangente del ingenio. Demostrarle al espectador que, hasta en los momentos de mayor intensidad y estrés, se posee una cuota de humor. Esto genera empatía, proximidad y confianza. Es conocida la anécdota del ex presidente norteamericano Ronald Reagan que, ante la pregunta del moderador sobre si, a los 74 años, todavía contaba con energías para conducir un país, contestó: “Sí, y además, no voy a explotar con fines políticos la juventud de mi oponente y su inexperiencia”. Algo exagerado, su contrincante, el demócrata Walter Mondale, admitió semanas después que había perdido las elecciones por esa chicana.

Lenguaje corporal. Solo el 7% de lo que absorbemos en un acto comunicacional proviene de las palabras; el 93% restante pertenece a los gestos, los ademanes, el tono de la voz, las miradas, la postura, las expresiones faciales y la apariencia. Ambos presidenciables tendrán que ser minuciosos en este aspecto. Richard Nixon, en el primer debate presidencial televisivo (1960), lució agotado, con ojeras, transpirado y dejado. ¿Resultado? Los medios lo dieron como claro perdedor frente a un John Kennedy fresco, descansado, prolijo y bronceado, que, a sabiendas de la envergadura de este aspecto, se había asesorado con el famoso rat pack: un grupo de actores y artistas –entre ellos, Frank Sinatra y Peter Lawford (cuñado del que sería el primer y único presidente católico de Estados Unidos)– que manejaban los códigos, lenguajes y efectos de la pantalla chica.

Los componentes paralingüísticos. Más sencillo: ¿cómo nos expresamos? Los cambios de volumen, tonos y velocidades son fundamentales para magnetizar. A través de ellos se cautiva. El disertante que caiga en la monotonía, la lentitud y la opacidad distraerá al público. Y una vez que se pierde la atención del espectador, es muy difícil –por no decir, imposible– recuperarla. Dos ejemplos patentes del uso correcto de estos elementos son Cristina Kirchner y Elisa Carrió.

Fluidez verbal. Se dice que los debates no se ganan: se pierden. Bueno, un tartamudeo, la reiteración de balbuceos o, en el peor de los casos, quedarse con la mente en blanco, pueden llevar al candidato a las arenas del ridículo. Y de ahí, claro está, no se vuelve. Por eso es imprescindible que las exposiciones estén aceitadas, sean dinámicas y tengan cadencia.

Cronométrica. Los aspirantes a la Casa Rosada deben ajustarse a un tiempo determinado: un minuto para preguntar, responder, repreguntar y volver a responder, y dos minutos para exponer sobre cada tema. Si las ideas son interrumpidas por el timbre del reloj o el moderador, llegarán “turbias” a los destinatarios. Es crucial que los oradores sepan amoldar sus intervenciones al formato temporal estipulado.

Lenguaje emocional. La literatura en comunicación política sostiene que cuando colisionan una idea y un sentimiento en una persona, prevalece este último. Ergo: eso que Aristóteles denominaba como pathos, será sustancial para seducir. Sin duda, los dos minutos de cierre que tendrá cada uno será la oportunidad perfecta para apelar a las emociones de los televidentes.

Mensaje compacto. Todo lo anterior será en vano si el candidato no deja en claro su idea matriz. O sea, su relato, además de coherencia, debe tener un título. Todas las intervenciones tienen que estar sujetadas a ese rótulo. Cuanto más claro, sencillo y articulado sea ese concepto, más posibilidades tendrá el político de tallar al imaginario social con su propuesta.