Entre el ingeniero y el Cuervo, la política

Gonzalo Sarasqueta

Fecha: 31 de octubre de 2012. Con el dedo levantado, la garganta encendida y una arenga de barricada, el diputado nacional Andrés Larroque trona: “Nunca escuché en la historia hablar de narcosocialismo”. La Cámara Baja se transforma en una caldera a punto de reventar. Vale todo. Insultos cruzados entre los legisladores. El presidente Julián Domínguez pidiendo —en vano y sin autoridad— calma. Silbidos. Más descalificaciones. Y, como si fuera poco, con una sonrisa altanera, el Cuervo ultima: “Ustedes son esclavos de las corporaciones”. El recinto termina de convertirse en una gallera.

Tres años y veintitrés días después, Mauricio Macri agradece por doquier. “Esperanza, “juntos” y “alegría” son las muletillas que pueblan su discurso. A continuación, llueven globos de todos los colores. El dj sacude con Tan Biónica a Patricia Bullrich y Diego Santilli. El Presidente electo saca de la galera un swing inédito. Difícil de superar. Una mezcla de Mick Jagger y Michael Jackson con algunos retazos de Gilda. Alfredo de Angeli, estático, sabe que esta parte de la película no es su fuerte. Abajo, oficinistas sub 40 acompañan con un pogo sincronizado. Rebota el pabellón 6 de Costa Salguero. El país mágico está al palo.

Dos instantáneas de la Argentina. Dos relatos en búsqueda del sentido común de la ciudadanía. Dos interpretaciones de la política: una que puso, permanentemente, el dedo en la llaga del conflicto y otra que decodifica a la democracia como la posibilidad del consenso absoluto. El domingo, ante dicha bifurcación, la mayoría escogió el segundo tramo para recorrer los próximos cuatro años. ¿Agotamiento? Puede ser: fueron doce almanaques a pura adrenalina.

Desde diferentes rincones del edificio social, se venía reclamando bajar los decibeles. Periodistas, intelectuales, dirigentes de la oposición y hasta sectores del mismo kirchnerismo pedían tolerancia. Más oxígeno. Más espacios para el disenso. El debate, en los últimos años, había mutado en una especie de riña donde se medía quién tenía el agravio más filoso. Y vale la pena señalar que esta lógica no fue patrimonio exclusivo de una fuerza política. Si bien es cierto que el Frente para la Victoria, quizás obnubilado por la pluma de Ernesto Laclau, armó el cuadrilátero, pocos de la ribera de enfrente rechazaron la propuesta de calzarse los guantes, morder el bucal y subir a probar suerte al ring. Casi todos tuvimos nuestro round. Algunos más que otros, seguro, pero la autocrítica vale para el conjunto.

Pero parece que esa dinámica es pretérita. Como lo dejó en evidencia el speech dominical de Macri, los vientos están cambiando de dirección. El futuro inquilino de la Casa Rosada, en el medio de la euforia, aseveró —alrededor de cinco veces y de manera distinta— que va a “gobernar para todos”. ¿Es posible? ¿Sin jerarquizar demandas? ¿A favor de todos, en contra de nadie?

La narrativa consensual que crece sobre los cascotes del kirchnerismo es tan perjudicial para la democracia vernácula como aquella que esgrimían Cristina Kirchner y sus huestes. Negar el conflicto es ni más ni menos que impugnar la política. Todo entramado social plural está supeditado al choque de intereses contrapuestos. Es sencillo de comprender: mientras haya desigualdades, la tensión siempre va a dar el presente. ¿De un tirón, sin ser aguafiestas? El conflicto permanecerá entre nosotros mientras haya personas que piensen que merecen algo y no lo tienen.

Como la economía existe para solucionar el problema de la escasez (en un pueblo donde todo fuera abundante no sería necesaria), la política se presenta ante nosotros como una herramienta para solventar los enfrentamientos (en una sociedad donde todo fuera armónico prescindiríamos de ella). Su función cardinal es mantener esas colisiones dentro del campo de las instituciones democráticas, la Constitución y la palabra, e impedir que se llegue a la instancia de la coacción física.

El silencio levanta sospechas en democracia. Siempre. Y con razón. Por más que no se las mencione, las disputas siempre están latentes. Listas para transformarse en pugnas concretas. Se inician, se coagulan y, dependiendo de la cintura de los líderes políticos, sociales o sindicales, se descomponen rápida o lentamente. Sin duda, el proceso de desarme de cualquier conflicto se inicia con su identificación. Nombrándolo. Mapeándolo. Colocándolo en la agenda. De ahí la importancia de interpretar a los discursos como proyectores de un orden social, cultural y político. De ahí la relevancia de parar las antenas cuando nos quieran endulzar los oídos con diálogo, optimismo y frenesí para todos.

La política es bipolar por antonomasia. En su seno habitan tanto el conflicto como el consenso. Los estadistas son aquellos líderes con hocico para olfatear en qué momento darle cuerda a uno o a otro. El flamante jefe del Ejecutivo, en el postescrutinio, en lo que podría definirse como el minuto cero de su gestión, cayó en una simplificación que orilló con la demagogia. Claro que a contramano de Cristina. Mientras la abogada opta por el guion dicotómico schmitteano (amigo-enemigo), el ingeniero se compenetra con un libreto carente de adversarios, obstáculos y fricciones. La diferencia radica en que, para la primera, el poder comienza a ser una nostalgia y, para el segundo, un horizonte. Ergo: está a tiempo de encontrar el equilibrio.