Por qué los buenos maestros dejan la escuela pública

Graciela Adriana Lara

Un docente entusiasta, apasionado por la Literatura y la escritura, anuncia en su muro de Facebook algo que puede sintetizarse así: “Hasta acá llegué”. Debajo de los incomprensibles “me gusta” aparecen comentarios de agradecimiento y saludos: nadie pide explicaciones. Yo tampoco.

Los tiempos cambian, los profesores históricamente han ido amoldándose, acomodándose a las formas de vestir, a las jergas, a los contextos que influyen en el comportamiento de los niños y adolescentes. Desde “arriba”, durante los últimos quince años, han “bajado” cambios que marcaron el ritmo del baile… que nunca se caracterizó por ser lento ni tranquilo. Entre el “arriba”  y la sociedad, hoy suena una intrincada milonga. El que no puede seguir el ritmo o hacer bien los firuletes, queda caído en el borde de la pista, o con la lengua afuera, por lo menos, hasta que logra tomar nuevamente aire para seguir.

Sucede algo nuevo y descorazonador. Los roles se han desdibujado, las contradicciones (que provocarían una sonrisa al ser vistas desde “afuera”), asoman por todos los agujeros y agujeritos. Cantidades de agujeros y agujeritos, rincones y rinconcitos. La sociedad, ante cualquier noticia relativa a menores que se cuela por uno de esos orificios pregunta, impetuosa y petulante: “¿Y dónde estaba el adulto responsable cuando sucedía eso?”. Contestar parece en vano: los adultos no responsables parecen interpelar sin estar dispuestos a oír respuestas. Sólo se acusa, se señala, se culpa. Al parecer, a nadie le interesa escuchar los porqué. Quizás ésa sea la razón, la “culpable” de la crisis educativa, el motivo que lleva a dejar las aulas a un docente de inmensa vocación que “antes” “lograba” que los alumnos que no leían “con nadie”, con él, lo hicieran.

Ojalá alguien quisiera escuchar o espiar un poco por los agujeritos para entender por qué estamos teniendo problemas con la calidad educativa en las escuelas públicas. Por un lado, como siempre, es cuestión de dinero: salarios bajos, problemas edilicios. A eso, uno puede acostumbrarse, a pesar de la carga simbólica que coloca sobre los hombros de los integrantes de la comunidad estar en un lugar indigno y la falta de dinero. Repito: uno puede acostumbrarse. Pero hay cuestiones a las que, sencillamente, no puede. Cuestiones que te declaran la guerra a nivel personal, cuestiones que te despabilan y te enfrentan a tomar decisiones como la que tomó mi colega.

Se necesita ayuda en las escuelas. Gabinetes con personal preparado para afrontar situaciones conflictivas todos los días, todos los turnos. Personal capacitado para resolver conflictos. Reglamentos nuevos para prevenir y manejar problemas. Todo eso que está escrito, en teoría, se vuelve complejo al llevarlo a la práctica. El comportamiento de los chicos, de las familias, el ausentismo, las situaciones que surgen a diario, no facilitan en nada el aprendizaje ni el trabajo de nadie. Se necesita urgentemente un cambio de actitud general y que cada cual asuma su rol con coherencia. Los profesores no son otra cosa que profesores… y necesitan que los chicos sean alumnos para poder enseñar las disciplinas que les corresponden. No son médicos, ni psicólogos, ni guardianes, ni animadores de cumpleaños, ni personajes de caricatura, ni superhéroes, ni carceleros, ni niñeras, ni acompañantes terapéuticos, ni padres de hijos ajenos, ni cocineros, ni auxiliares, ni conductores de televisión, ni directivos, ni preceptores, ni asistentes sociales, ni campeones de artes marciales mixtas, ni una larga lista de sustantivos que indican profesiones para las cuales no están preparados. Dejando ironías de lado, la solución es simple: o se prepara a los docentes de los nuevos tiempos en otros campos o se agrega personal idóneo en las escuelas para cumplir los roles que sean necesarios. De esa manera, los docentes podrán dedicarse a la tarea que les compete: enseñar.

Existe un peligro mayor al de perder buenos docentes si la milonga sigue siendo ejecutada de forma tan vertiginosa. Podemos comenzar, al igual que sucede con lo salarial y lo edilicio, a acostumbrarnos a que cada vez se enseñe menos, a que se aprenda menos y menos. Cambiemos la milonga por el Antón Pirulero, entonces, y que cada cual atienda su juego, antes de que nos acostumbremos a más cosas impensables.