Por qué los buenos maestros dejan la escuela pública

Un docente entusiasta, apasionado por la Literatura y la escritura, anuncia en su muro de Facebook algo que puede sintetizarse así: “Hasta acá llegué”. Debajo de los incomprensibles “me gusta” aparecen comentarios de agradecimiento y saludos: nadie pide explicaciones. Yo tampoco.

Los tiempos cambian, los profesores históricamente han ido amoldándose, acomodándose a las formas de vestir, a las jergas, a los contextos que influyen en el comportamiento de los niños y adolescentes. Desde “arriba”, durante los últimos quince años, han “bajado” cambios que marcaron el ritmo del baile… que nunca se caracterizó por ser lento ni tranquilo. Entre el “arriba”  y la sociedad, hoy suena una intrincada milonga. El que no puede seguir el ritmo o hacer bien los firuletes, queda caído en el borde de la pista, o con la lengua afuera, por lo menos, hasta que logra tomar nuevamente aire para seguir.

Sucede algo nuevo y descorazonador. Los roles se han desdibujado, las contradicciones (que provocarían una sonrisa al ser vistas desde “afuera”), asoman por todos los agujeros y agujeritos. Cantidades de agujeros y agujeritos, rincones y rinconcitos. La sociedad, ante cualquier noticia relativa a menores que se cuela por uno de esos orificios pregunta, impetuosa y petulante: “¿Y dónde estaba el adulto responsable cuando sucedía eso?”. Contestar parece en vano: los adultos no responsables parecen interpelar sin estar dispuestos a oír respuestas. Sólo se acusa, se señala, se culpa. Al parecer, a nadie le interesa escuchar los porqué. Quizás ésa sea la razón, la “culpable” de la crisis educativa, el motivo que lleva a dejar las aulas a un docente de inmensa vocación que “antes” “lograba” que los alumnos que no leían “con nadie”, con él, lo hicieran.

Ojalá alguien quisiera escuchar o espiar un poco por los agujeritos para entender por qué estamos teniendo problemas con la calidad educativa en las escuelas públicas. Por un lado, como siempre, es cuestión de dinero: salarios bajos, problemas edilicios. A eso, uno puede acostumbrarse, a pesar de la carga simbólica que coloca sobre los hombros de los integrantes de la comunidad estar en un lugar indigno y la falta de dinero. Repito: uno puede acostumbrarse. Pero hay cuestiones a las que, sencillamente, no puede. Cuestiones que te declaran la guerra a nivel personal, cuestiones que te despabilan y te enfrentan a tomar decisiones como la que tomó mi colega.

Se necesita ayuda en las escuelas. Gabinetes con personal preparado para afrontar situaciones conflictivas todos los días, todos los turnos. Personal capacitado para resolver conflictos. Reglamentos nuevos para prevenir y manejar problemas. Todo eso que está escrito, en teoría, se vuelve complejo al llevarlo a la práctica. El comportamiento de los chicos, de las familias, el ausentismo, las situaciones que surgen a diario, no facilitan en nada el aprendizaje ni el trabajo de nadie. Se necesita urgentemente un cambio de actitud general y que cada cual asuma su rol con coherencia. Los profesores no son otra cosa que profesores… y necesitan que los chicos sean alumnos para poder enseñar las disciplinas que les corresponden. No son médicos, ni psicólogos, ni guardianes, ni animadores de cumpleaños, ni personajes de caricatura, ni superhéroes, ni carceleros, ni niñeras, ni acompañantes terapéuticos, ni padres de hijos ajenos, ni cocineros, ni auxiliares, ni conductores de televisión, ni directivos, ni preceptores, ni asistentes sociales, ni campeones de artes marciales mixtas, ni una larga lista de sustantivos que indican profesiones para las cuales no están preparados. Dejando ironías de lado, la solución es simple: o se prepara a los docentes de los nuevos tiempos en otros campos o se agrega personal idóneo en las escuelas para cumplir los roles que sean necesarios. De esa manera, los docentes podrán dedicarse a la tarea que les compete: enseñar.

Existe un peligro mayor al de perder buenos docentes si la milonga sigue siendo ejecutada de forma tan vertiginosa. Podemos comenzar, al igual que sucede con lo salarial y lo edilicio, a acostumbrarnos a que cada vez se enseñe menos, a que se aprenda menos y menos. Cambiemos la milonga por el Antón Pirulero, entonces, y que cada cual atienda su juego, antes de que nos acostumbremos a más cosas impensables.

La importancia de un aula digna

En los viejos tiempos de mi trayecto por Humanidades de La Plata no existían los llamados “Talleres de Vida Universitaria”; te pasabas unas semanas perdido en pasillos, escaleras o baños con claraboyas buscando el aula 203 o la 305, entre pancartas y anuncios colgando y una marea de gente que, según uno creía, no dejaba de mirarte acusadoramente ante tu atrevimiento de novato. Cualquiera de los subsuelos hubiera merecido un capítulo aparte en el mencionado “Taller” de haber existido, y podría haberse titulado “Supervivencia en la húmeda oscuridad” o algo por el estilo. La nostalgia me hace ir por las ramas y ser contradictoria. Vuelvo.

A pesar de que a todas luces es evidente la influencia del espacio escolar en el desempeño de los alumnos, continúan levantándose voces que recuerdan su propia juventud transcurriendo sin estufas, sin ventiladores y en lugares inhóspitos. Yo misma, como alumna universitaria, puedo traer a esta página la descripción de memorables clases de Literatura Alemana en un aula del subsuelo mencionado en el primer párrafo, sin ventilación, dando la espalda a paredes por donde chorreaban líquidos de dudosa procedencia y poco dudoso aroma… y la conclusión es la misma: realicé mi proceso educativo igual.

Pero eran otros tiempos, en la actualidad, el viejo edificio espera su demolición, los alumnos cuentan con nuevos lugares de estudio y eso es lo correcto: por más que se alcen miles de voces que aseguren que las condiciones ambientales que rodearon sus estudios no fueron las óptimas, no se tiene por qué seguir así. Si uno tiene la suficiente fuerza de voluntad, puede aprender en un rancho, debajo de un árbol, en un club, una iglesia o un sindicato, con o sin estufa, con o sin ventilador (he dado clase en lugares no tradicionales  y escribo desde la experiencia). Sin embargo, nótese el resaltado de la frase “suficiente fuerza de voluntad”: estar en lugares semidestruidos, incómodos, con frío o calor extremos no colabora en absoluto y suma un factor terrible a la larga lista de problemas que debemos solucionar;  una deficiente infaestructura es considerada, en los informes de la UNESCO, una falla en la eficacia, algo que puede generar una crisis en todos los niveles en la escuela y producir un colapso en su funcionamiento.

En Enfoque, situación y desafíos de la investigación sobre eficacia escolar en América Latina y en el Caribe, F Javier Murillo sostiene: “Los datos indican que el entorno físico donde se desarrolla el proceso de enseñanza y aprendizaje tiene una importancia radical para conseguir buenos resultados. Por tal motivo es necesario que el espacio del aula esté en unas mínimas condiciones de mantenimiento y limpieza, iluminación, temperatura y ausencia de ruidos externos…”. Durante el mes de febrero y parte de marzo los medios y redes sociales mostraron docentes declarando que sus escuelas y sus aulas dejan mucho que desear. Y las imágenes que circularon del problema fueron más que elocuentes.

¿Es tan difícil reconocer que hay que atender con urgencia el reclamo sobre las condiciones de los edificios escolares hecho durante el paro del comienzo del año por los docentes? Terminó el paro, los alumnos están dentro de las escuelas, pero muchísimas aulas están a años luz de la descripción idealizada de Murillo. No pertenezco a ningún gremio, sólo soy una docente de escuela pública de provincia. Nunca estuve dentro de un aula container, portable o como quieran denominarlas, pero no estoy en otro país sino en éste y conozco a fondo las paredes de durlock decoradas espontáneamente con hongos, la falta de ventilación, la humedad, las paredes electrificadas, los enchufes expuestos, los agujeros, la falta de vidrios, el ruido… todo eso sigue estando ahí. Las estufas pronto deberían encenderse, por más que todos los cuarentones salgamos a decir que “en nuestros tiempos no había estufas en la escuela y aprendimos igual”.   Debería escribirse un curso de “Vida en la escuela”, pero no para alumnos sino para docentes novatos, en donde se explique que su trabajo futuro se desarrollará en lugares increíblemente desagradables, entre paredes escritas y rotas, agujeros, humedad y clima desastroso, ruidos insoportables, etc.etc.

No, mejor no escribamos eso, escribamos esto y pidamos nuevamente a las autoridades que cambien ese factor imprescindible que afecta la calidad educativa. Rápido. Porque se viene el invierno y ni los docentes ni los alumnos nos merecemos esto, por más que muchos nos acordemos de los sabañones y ese tipo de cosas por el estilo, que deben quedar en la idealización de los tiempos pasados y no hacer el daño que están haciendo en el presente.