Cómo ser un pequeño saltamontes

Esto es más o menos lo que les digo a esos chicos de mis clases que contestan a la pregunta “¿Qué vas a ser cuando seas grande?” con “médico”, “arquitecto” o “neurocirujana”, con los auriculares puestos y la carpeta hecha un bollo, mientras piden a los gritos que alguien les preste una lapicera.

“Querido alumno: venir a la escuela no es sólo venir de vez en cuando a discutir conmigo si tuviste ganas de ponerte ojotas o andar con toda la panza afuera, desafiando las reglas del Consejo de Convivencia por millonésima vez. Venir a la escuela tiene que ver con hacer realidad tus sueños futuros. Dale, reite. Recién me contestaste que querías ser médico (o arquitecto, o neurocirujana, o lo que sea que hayan contestado). Bueno, vos venís a la escuela para prepararte para cumplir tu sueño”. Y al llegar ahí uso un discursito que durante décadas me resultó infalible.

“Supongamos que en lugar de médico, vos decís que querés ser luchador del UFC. Campeón. El mejor. Bueno, para lograr eso deberías entrenar mucho, ¿no es cierto? Deberías aprender varias artes marciales, primero. Supongamos que comenzás hoy, que esta es tu primera clase de, digamos, kung fu. ¿Podrías venir vestido como vos querés? No, por supuesto, hay reglas para eso. ¿Podrías estar con auriculares en tu cuello o en tus orejas? Tampoco. ¿Podrías estar tirado en el piso, con el celular, whatsappeando con tu novia o novio? Menos. ¿Podrías interrumpir a cada rato porque tenés ganas o echarte a dormir en el medio del salón? El profesor te diría que no estás participando de la clase o te llamaría la atención. Tu conducta significaría una pérdida de tiempo para todos, una molestia. Ni siquiera hace falta decir que no aprenderías absolutamente nada de kung fu. Continuar leyendo

Los adolescentes, entre el centeno y sin guardián

A veces me toca presenciar el cambio de conducta, pero lo que más me impresiona es el cambio en el rostro. Caritas que aplaudieron entusiastas el final de alguna lectura, que bajaron ojos emocionados al recibir elogios, se vuelven grises. La mirada pierde el aura que le da la inocencia, se vuelve turbia. Y el chico, luego de pasar más o menos años “portándose mal” dentro del aula, corta la conexión con la escuela, porque ahora siente vergüenza.

El abandono no es abrupto, pero tarde o temprano sucede. Lamentablemente, la escuela gimotea aliviada ante otro problema espantoso que fue incapaz de resolver.

¿Qué se hace dentro de un espacio cerrado con 20, 25, 30, 35 o más adolescentes que provienen de diversas realidades? Chicos que saben (o no saben) distintas “cosas escolares”, que se niegan a quitarse los auriculares y a abandonar sus celulares (“un ratito, es porque estoy explicando algo importante y quiero que entiendas, por favor”), chicos que se duermen cerrando los ojos más o menos, porque se quedaron toda la noche navegando en internet, buceando, buscando y buscando en el único campo que creen despejado y que en realidad está plagado de peligros y es el campo de centeno, pero sin guardián. Continuar leyendo

La dicha del aprendizaje

Empezaron las clases.

A pesar de las frases burlonas que repicaron infaltables, de fondo (“¿Cuándo llegan las vacaciones de invierno?”, “¡Se terminó la buena vida!”, “¡Volvemos al infierno!”), un montón de chicos, chicas, adolescentes y  adultos, felices y emocionados, se reunieron en muchos patios para saludar a nuestra bandera, para cantar el Himno Nacional, para volver a “la normalidad”.

Contra los que despotrican pidiendo que desaparezca la escuela porque representa “lo viejo”, “lo obsoleto” y “lo inservible”, la sociedad entera respira aliviada cada mes de marzo ante la existencia de la Escuela como Institución. Descalificada y vetusta, abre sus puertas año tras año (más o menos temprano, ciertamente, porque pelea contra la descalificación y la vetustez, que no le son innatas) y la oleada de personas es como la sangre en sus venas, la que le da vida y la nutre para poder existir.

Se acercan los papás y dejan a sus hijos en un lugar que consideran seguro, en manos de adultos responsables que van a educar, cuidar y contener a los chicos mientras aprenden “cosas”.

Se acercan los chicos solos y se reencuentran con sus pares. Interrumpen su monólogo y se insertan en la rutina de cumplir con el horario, asistir a clases, organizar carpetas, leer, escribir, hacer cuentas, resolver problemas, fabricar o escuchar bromas, inventar, tomar mate cocido con galletitas, realizar actividades, disfrutar de recreos y una larga lista de acciones, expresadas en el simple ”cosas que los chicos aprenden en la escuela”.

Según el diccionario de la RAE un alumno/na es un discípulo respecto de su maestro, de la materia que está aprendiendo o de la escuela, colegio o universidad donde estudia. Si en algo estamos todos de acuerdo, opinemos blanco, gris o negro, es en lo siguiente: crecer siendo alumno es lo correcto. 

Porque no se nace sabiendo. En cierto sentido somos alumnos toda la vida, porque jamás dejamos de aprender “cosas”.  Y la mayoría, aprendemos a ser alumnos en la Escuela. Buenos alumnos algunos; otros, no tan buenos. 

Con aulas o sin ellas, con mesas o sin ellas, con contenidos estructurados en bloques, unidades o módulos. Con correcciones en rojo, en verde, en lápiz u orales…  Con amonestaciones o sanciones reparadoras, con cantidades altas o mínimas de matemáticas, de lectura o de taller. Con docentes viejos o jóvenes, conservadores o “modernos” en extremo, la escuela atraviesa el tiempo y los obstáculos, se adapta, cambia, resiste y se rebela, patalea y se queja, pero sigue ahí.

En la escuela, los chicos aprenden a socializar con sus pares. Interactúan con un conjunto de adultos de una manera formal (más o menos, según la escuela que sea). Aprenden a ser sanos y solidarios.

En estos tiempos de sopas ideológicas, de eufemismos y mensajes contradictorios hasta el ridículo, quizás la Escuela sea una de las únicas Instituciones que permanece como un lugar en donde las reglas son claras. Prácticamente todos hemos sido sus alumnos en algún momento de nuestra vida: la escuela es algo que conocemos bien. Tal vez sea ése el origen de uno de los errores que a veces comentemos como sociedad: damos por sentado que una vez que un chico atraviesa el umbral del edificio escolar, ya es alumno y se comporta como tal. Precisamente, es la primera y fundamental “cosa” que se debe enseñar.

Enseñar a los niños y jóvenes a ser alumnos es integrarlos, es dotarlos de la capacidad de ser aprendices, de interesarse por el legado cultural que la Humanidad ha construido a lo largo del tiempo. Es enseñar a reflexionar, a ser una persona crítica y capaz de poseer pensamiento propio. A la escuela se va a aprender “cosas”, pero no todos aprenden “cosas” en la escuela. Hay que comportarse de determinada manera ante la enseñanza para poder aprender; para ser “buen alumno” o “mal alumno”, primero hay que comportarse como alumno y ser miembro activo de una comunidad educativa.

Entre risas, un jovencito contestó a mi pregunta de diagnóstico: “¿Qué te gustaría aprender durante este nuevo año?“: “No sé“. Otro dijo: “Nada, como siempre, nooo, chiste, chiste“. Otro, dijo: Yo soy revolucionario y transgresor, así que este año quiero aprender muchísimo, todo lo que pueda“.

Interesante percepción de lo que significa ser alumno en 2015, y de los buenos. ¿No les parece?

Todos contra los alumnos

Para comprender una situación es necesario contemplar todos los aspectos involucrados.

Últimamente, después de algunos hechos tremendos que tomaron dimensión pública (el presunto envenenamiento del profesor Porro, el video del docente golpeado en Formosa, la pelea de las alumnas de Monte Grande, por mencionar algunos ejemplos), se ha retomado el desagradable hilo narrativo abandonado en marzo, que tenía como protagonistas a los docentes y a los alumnos. Los “burros”, como se repitió hasta la náusea en los medios de comunicación durante los 17 días de paro docente (estos últimos, “los vagos”), se han transformado al parecer en homicidas en potencia, en pichones de Circe, en “salvajes”.

Quién diría, la vieja antinomia de la civilización y la barbarie, pulida y remozada por las camaritas de los celulares, en televisión. Continuar leyendo

Alumnos adentro, menores afuera

Como si existieran en dos dimensiones absolutamente separadas y extrañas entre sí, están los alumnos y los menores de edad. Dentro de la escuela, el menor de edad se convierte en “alumno”. Para dirigirse a él se utiliza el diálogo sereno, la paciencia, la comprensión. Si algún alumno destruye el mobiliario de la escuela, escribe las paredes y bancos o arroja cosas dentro de los calefactores, por ejemplo, se debe citar a los papás y conversar entre todos para reparar la situación y que no se vuelva a repetir. Personalmente, estoy de acuerdo con que es la manera correcta de enfrentar y resolver el problema. Así es como, en la actualidad, trabajamos los docentes.

Fuera de la escuela, el “alumno” se convierte en “menor”. No es usual que los chicos, cuando están en sus casas, escriban las paredes, las mesas o arrojen cosas dentro de los calefactores. Sin embargo, muchos se portan mal. A éstos, la gente los llama de muy diversas y coloridas maneras, que en general terminan con las palabras “de mier…”. Y, lo que se propone para “disciplinarlos”, es muy diferente (abismalmente diferente) a lo que se dice y hace adentro de la escuela.

“Disciplina” no significa lo mismo en los hogares, en la calle, en la escuela. Los alumnos lo saben.

Un conjunto de adultos que ingresa en una escuela de Quilmes llevando cadenas en sus manos y desmaya a un profesor, le rompe la mandíbula, le rompe un dedo a otro, le da piñas en el pecho a una auxiliar, por el simple hecho de ser pariente de “una alumna” y estar adentro de la escuela, es denominado como “un grupo familiar con el cual hay que trabajar intensamente”. Estoy de acuerdo, evidentemente existe un grave problema allí. ¿Qué sucedería si lo mismo, exactamente lo mismo, pasara en un ámbito que no fuera el escolar? Si un grupo de adultos con cadenas en sus manos ingresara en un Ministerio y lastimara a un conjunto de ministros, al intendente o al gobernador, ¿cómo se lo denominaría?

Qué quiero decir con esto: que la sociedad reacciona diferente ante lo que sucede dentro y fuera de las escuelas. Que existen reglas y métodos diferentes, y eso no trae aparejado nada bueno. Lo que sucedió en Quilmes es un hecho extremo, pero ilustrativo de muchos casos cotidianos que igualmente son violentos. Un alumno “se portó mal”. Se cita a los papás. Algunos padres entablan un diálogo con sus hijos. Otros defienden la conducta inapropiada de los chicos, o, directamente, no concurren a la citación. O, en una actitud opuesta, le dan una paliza al desobediente. La escuela debe enseñar a los padres a dialogar con sus hijos, a interesarse en ellos, a comprender por qué actúan de manera incorrecta, a no utilizar con ellos la violencia en ningún sentido. Sí, la escuela también hace eso en este momento.

Es época de mensajes contradictorios. De fractura entre utopía y realidad. De falta de concordancia. De diferencia entre la teoría y su utilidad en la práctica. De una escuela desbordada, emitiendo mensajes de solidaridad, de paz, de armonía, de convivencia, en soledad.

Una abuela, en la puerta de una escuela primaria, se quejaba en voz alta ante una mamá y preguntaba: “¿Por qué, si yo me esfuerzo en hacer que mi nieto de siete años me obedezca cuando le ordeno algo, acá en la escuela, aprende que puede decirme que no y no me hace caso?”. La pregunta de esta abuela quedó sin respuesta, retórica, flotando. Recuerdo que respondí mentalmente: “Está bien que el niño aprenda a pensar por sí mismo, aprenda que tiene derecho a decir que no”. Si fuera un mundo coherente, eso sería lo ideal. Pero en este momento, ¿tiene razón la abuela que se está quejando? ¿Los chicos aprenden a no respetar las normas, paradójicamente, en la escuela, que es el lugar en donde se las enseñamos? ¿O es al revés?

El presente texto también está planteado así, como una pregunta, ante un problema que debemos resolver urgentemente. ¿No será el momento de reconciliar “alumno” con “menor de edad” e “hijo” y comprender que debemos educar en forma coherente, que los acuerdos de convivencia y los métodos para lograr que sean respetados deben ser los mismos tanto dentro como fuera de la escuela? Quizás ésa, exactamente, sea la punta del ovillo, la clave que nos conduzca a una sociedad menos agresiva y mejor.

Señores padres: eduquemos juntos

Todo docente en algún momento (o momentos) experimentó la sensación de frustración al tomar una prueba, luego de un arduo, satisfactorio y personal trabajo, y comprobar que los alumnos que creía que habían aprendido un contenido, no aprobaron. En mi opinión, en las escuelas, estamos viviendo ese momento desconcertante: la realidad nos demuestra que lo que creíamos que estábamos haciendo bien, no está dando los resultados esperados.

Personalmente creo que, además de realizar una profunda autocrítica que lleve a mejoras curriculares, actualizaciones y cambios, existen dos problemas íntimamente relacionados que exceden a los docentes, directivos, estrategias y planificaciones y que necesitan de la ayuda imprescindible de la comunidad educativa entera para ser solucionados. Me refiero al mal comportamiento creciente de los alumnos adentro de las escuelas y a su actitud pasiva e indiferente hacia el aprendizaje formal.

Puedo escuchar las voces de protesta: afortunadamente no sucede en todas las escuelas, en todas las aulas. Existen millones de alumnos excelentes. Generalizo en forma deliberada y repito: es un problema creciente que debe preocuparnos a todos, más allá de las numerosas excepciones.

Así como “la escuela”, en nuestra imaginación, no coincide con edificios deteriorados ni con las múltiples noticias de violencia que la llevaron otra vez a los noticieros, tampoco coincide la actitud de muchos de los alumnos hacia el saber formal y el aprendizaje con la predisposición que la sociedad debiera considerar como natural. Para realizar una apropiación exitosa de los contenidos, todos los especialistas coinciden en que se necesita un clima áulico positivo y libre de interferencias, y, por supuesto, sostienen que el alumno debe realizar un esfuerzo. La enseñanza de valores es considerada fundamental: es tarea de todos los docentes educar para la paz, para la convivencia, para la armonía.

Algo está fallando y tiene repercusiones en que se lleven a cabo los aprendizajes, tanto los relativos a los valores como los que tienen que ver con competencias específicas de áreas de estudio: en los diagnósticos de la secundaria, en general, se señala como principal falencia la dificultad en la comprensión lectora y la escritura. ¿Es correcto atribuir este fracaso únicamente al desempeño de todos los docentes? Los alumnos que muestran dificultades, ¿están participando activamente en el proceso de enseñanza-aprendizaje? ¿Asisten puntualmente a la escuela? ¿Prestan atención, realizan los trabajos prácticos, registran las explicaciones en sus carpetas, estudian para las pruebas, investigan, leen cotidianamente, producen textos orales y escritos? Los adultos responsables de esos alumnos, ¿controlaron, estimularon, ayudaron a sus hijos para que cumplieran con todo lo enumerado en la interrogación anterior? Por otro lado, “la escuela”, que debería ser un ámbito acogedor, en donde los alumnos se sientan contenidos y protegidos, es según el Mapa Nacional de la Discriminación de 2013 del INADI, el cuarto lugar en donde existe la mayor discriminación (debajo de los boliches, la calle y las comisarías y por encima de la televisión). Éste es un factor que incide, entre muchas otras formas indeseables de violencia aprendida fuera de las escuelas, en que el “clima del aula” no sea el apropiado para llevar a cabo el aprendizaje.

Parece una tontería, pero puede resumirse en una frase, en un ejemplo: en “Lengua”, sólo se puede comenzar a trabajar provechosamente cuando el alumno que tiene problemas para comprender deja de decir “el texto no se entiende” y dice: “no entiendo el texto”. Es fundamental el cambio de actitud del alumno para que pueda aprender, y en la tarea de motivar, ayudar, estimular, despertar interés, muchas veces, los profesores estamos solos.

Los docentes, cuando existe un problema, pedimos el cuaderno de comunicados y escribimos una nota a los “señores padres”. Los “señores padres”, los adultos responsables que cumplen ese rol, son los educadores principales, juegan un papel fundacional y fundamental en la personalidad de los futuros adultos que tienen entre sus manos. Amar, proteger, cuidar y educar a los niños es su principal función. Vivimos en una sociedad que dista de ser amorosa y atenta. Si los niños están creciendo rodeados de un ambiente en donde la violencia, los insultos y el desprecio por el saber se consideran naturales, ¿cómo vamos a pretender que por sí sola, como si fuera un ambiente esterilizado y ajeno a la realidad, la escuela produzca ciudadanos instruidos y responsables?

Si un niño crece escuchando y viendo que todos los “otros” son dignos de desprecio, que la maestra es una inepta, que las mujeres tienen que dedicarse a lavar los platos, que llorar es de débiles, que estudiar no sirve para nada, que los que triunfan en la vida son los “vivos” y los buenos son los tontos, que a los pobres (o a los ricos), a los de Boca (o a los de River), a los que cortan la calle o estacionan mal, a los que sea que “molesten” por algo “hay que matarlos a todos”, que la única forma de solucionar los problemas es gritando y agarrándose a piñas (y podría seguir la enumeración durante varias páginas, pero me revolvería el estómago), ¿cómo vamos a pretender que los alumnos, junto al docente, se desenvuelvan en un “clima de aula” agradable y motivador para el estudio?

Para que la educación formal sea una herramienta poderosa y positiva, debe adecuarse a la realidad y dejar de trabajar en soledad. La sensación de frustración que mencioné al principio de este texto es desagradable, pero reconocerla es el primer paso. Señores padres: ustedes también son responsables de la tarea educativa que tenemos por delante. No sólo se educa en la escuela. Si los adultos continuamos enviando mensajes contradictorios, únicamente lograremos una sociedad contradictoria, lejana de esa Argentina unida, igualitaria, plena de armonía, justicia social y seguridad, que todos deseamos.