Todo el mundo tiene éxtasis

—Papá, ¿qué son las drogas?

Oscilamos entre las dudas y el miedo. Sabemos de memoria cómo forma nuestro equipo de fútbol, las películas de Alfred Hitchcock. Les pedimos que no se droguen, mientras apagamos el vigésimo cigarrillo de la mañana de la marca número uno. Los funcionarios que se drogan les piden a los chicos que no se droguen. Un comisario es la cabeza de una banda de narcotraficantes.

La palabra “sintéticas” no figura en el diccionario del Ministerio que nos cuida.

Un pibe baila desnudo en una fiesta pública durante ocho horas. Tememos verlo. Así en crudo parece un animal herido.

Francisco de Quevedo está en baja. Metáfora vencida: el tiempo es un enemigo que mata huyendo. Time Warp significa ‘deformación del tiempo’. Ahora lo que ocurre se curva, se deforma en las mentes vírgenes. Los títulos de los diarios asustan: “Los chicos consumen éxtasis a partir de los 15 años”. Drogas caras. El paco sólo mata a los pibes pobres.

—Papá, ¿quién hace las drogas? Continuar leyendo

Oro rojo

Banco de sangre, 12 de junio, 9:40 de la mañana. En unos minutos seré una más de las personas que en Argentina donan sangre. Una más entre miles. Un donante anónimo. Sin embrago, quienes donan en forma regular se sienten héroes. Tienen instinto solidario porque saben que unos 400 centímetros cúbicos de su líquido sanguíneo pueden salvarles la vida al menos a tres personas.
Sergio –un donante frecuente y voluntario -dice que la sangre es un bien humanitario tan preciado como un metal precioso. Y que su escasez varía según las épocas del año.
-Ahora en otoño –dice -hay más cantidad de donantes porque en verano la gente se va de vacaciones y se olvida de donar.
-¿Te sentís un héroe?
-Bueno, algo así.
Sergio cree que cada vez que dona su sangre forma parte de una “conciencia global” que hay que sostener en el tiempo, dado que hay países como la Argentina que aún no alcanzan a cubrir las necesidades transfusionales a nivel nacional. Siente que forma parte de un sistema de salud pública que tiene altos y bajos, pero que guarda especial interés por sus donadores.
-Desde hace dos años estoy en un registro de Donantes-, comenta.

Sergio –alto, morocho y cara angulosa- es una de los cientos de personas que forman parte del Registro de Donantes de Sangre (Redos) creado en 2013 por una resolución ministerial. La coordinadora del Plan Nacional de Sangre, Mabel Maschio, explicó en su momento que “el Redos permitirá saber en tiempo real cuál es la cantidad de gente que dona, su edad, grupo sanguíneo y lugares de donación”. De todos modos, en la Argentina sólo el 1,5 por ciento de la población dona sangre. Es decir, que de los más de 40 millones de habitantes que viven en el país, sólo 600 mil personas son donantes.
La escasez de líquido sanguíneo es un problema social crónico que puede poner en riesgo la vida de cualquier ciudadano. Esta realidad, sin embrago, no modifica nuestra conducta –comprender, por ejemplo, que en algún momento podemos necesitar una trasfusión de urgencia-. A pesar de las campañas que invitan a donar nuestra sangre, nos cuesta tomar la decisión.
A la fecha, los científicos no logran dar con un compuesto que la reemplace.
Hoy, la sangre artificial es un proyecto a largo plazo. Una meta fabulosa.
Un sueño de Steven Spielberg.

La recepcionista viste uniforme gris. Es pelirroja y tiene la piel blanca con pecas. Me da la bienvenida.
-Sí, me llamaste ayer. Bueno, estas son, por un lado, las preguntas del cuestionario que tenés que contestar. Después, cuando me lo entregás completo y firmado aquí –señala con la punta de su lapicera el lugar “aquí”- te doy una notificación para que leas. Una vez que me des todo, pasás a la entrevista con el doctor donde también se te hace una evaluación física.

Las preguntas son sesenta y cuatro y el cuestionario lleva por título “Historia clínica pre-donación”. Entre las consultas están las que se pueden juzgar como “de rutina” (“¿Sufre o ha sufrido hemorragias o problemas de coagulación? ¿Sufre de hipertensión arterial? ¿Le ha dado positivo un test de hepatitis? ¿Se ha hecho algún estudio para la tuberculosis? ¿Ha padecido cáncer?)  y las que pueden herir susceptibilidades (“¿Ha estado en contacto con alguna persona que padeciera una enfermedad infectocontagiosa?” ¿Ha inhalado cocaína? ¿Ha tenido sexo anal sin uso de preservativo, ya sea como miembro insertivo (activo) o receptivo (pasivo) de la pareja? ¿Ha sido víctima de violación, abuso sexual o cualquier forma de contacto sexual contra su voluntad?) Sin embrago, no hay consultas sobre la sexualidad de los pacientes, luego de que el ministerio de Salud ordenara suprimir o modificar en forma sustancial “las preguntas que tengan relación tengan con los actos privados de los donantes”.

La recepcionista me entrega una nueva ficha. Lleva por título “Información para el donante”. La notificación -me ha dicho -formará parte de la entrevista y de la evaluación clínica. Leo algo que me llama la atención. “¿Qué es el período Ventana?” La explicación: es el intervalo de tiempo que existe entre el momento en que una persona se infecta con un germen X (un virus, una bacteria) y el momento en que esta infección puede ser detectada (diagnosticada) con un análisis de sangre. El período ventana varía también según la enfermedad o infección, por ejemplo, para la hepatitis B puede ser de hasta un año. Dicho de otra manera: si un donante posee un virus, su período ventana puede cursarlo sin síntomas, es decir, la persona se siente sana y se considera apta. Sin embrago, presenta en su sangre un agente infeccioso que puede trasmitir al paciente que recibirá la donación. Y nada consigue detectarlo. Las preguntas se amontonan: ¿Entonces no hay sangre completamente segura, a pesar de los estudios rigurosos de laboratorio que se le practica una vez extraída? La respuesta es no. Pero las medidas que se toman para evitar contagios son extremas y se impulsarán a partir de las respuestas que dé el donante en una “entrevista en profundidad”. Y, por supuesto, en base los análisis de laboratorio. Éstas son las únicas formas de reducir el período de “ventana inmunológica”.

-Para nosotros, que realizamos análisis moleculares en el caso del VHI, el período ventana queda reducido a once días –me explica el licenciado Facundo Aguilar, especialista en hematoterapia –es decir, podemos detectar la infección después de once días de haberla adquirido el donante. De todos modos –aclara –esto varía en cada persona. Casi todos los infectados por el VIH tendrán anticuerpos detectables al cabo de tres a seis meses de producirse el contagio.

La entrevista que mantengo con el profesional no es más que la reafirmación o negación oral de lo que he respondido en el cuestionario. Una vez finalizada, firmo la “Declaración y consentimiento libre e informado del donante”. Es aquí en donde autorizo, entre otras cuestiones, a que se efectúen las pruebas necesarias para detectar infecciones transmisibles y la posibilidad de que la institución en la que he donado me notifique cualquier novedad que considere relevante.
Enseguida el especialista me toma mi nivel de hemoglobina, peso, pulso, temperatura y tensión arterial. Todo esto sin darme cuenta –me ha dicho – que cerca de 1,8 billones de mis glóbulos rojos quedarán depositados en una bolsa.

Antes de someterme a la donación, supe que no era necesario concurrir en ayunas y que la seguridad del donante está sustentada por estrictas normas de seguridad internacionales, es decir los elementos de extracción y depósito son descartables, por lo que resulta imposible contraer una infección. De todos modos, también se deben tener en cuenta algunos requisitos generales para donar: Tener entre 18 y 65 años de edad, pesar más de 50 kg, estar en buenas condiciones de salud (no manifestar el día de la donación ningún malestar), no haberse sometido a cirugías el último año, ni haberse realizado tatuajes, acupuntura, o perforación para aros en el mismo período y no haber estado en riesgo de adquirir infecciones de transmisión sexual que puedan transmitirse por sangre.

En Fantastic Voyage (1966), la película del estadounidense Richard Fleischer que narra la historia fantástica de un viaje a través de la sangre, Raquel Welch, en el papel de Cora Peterson y reducida para la aventura a escasos micrones, grita aterrada cuando la atacan cientos de leucocitos (glóbulos blancos) porque de pronto la perciben como a un antígeno (agente infeccioso). A partir de esas imágenes primarias hasta nuestros días, los avances científicos en hematología han sido significativos. Hoy se sabe, por ejemplo, que con un simple análisis de líquido sanguíneo se pueden detectar diferentes tipos de cánceres, descartar infartos y trombosis, desarrollar estudios de envejecimiento y diagnosticar enfermedades crónicas como la diabetes.

La sangre nutre nuestro cuerpo con proteínas, sales y vitaminas; transporta principalmente el plasma, un líquido amarillento formado en un 95% por agua y que contiene casi tantas sales como el agua del mar. A eso se debe que la sangre tenga gusto salado. Por otra parte, un glóbulo rojo normal contiene unos 350 millones de moléculas de hemoglobina (proteína rica en hierro que le da el color rojizo). Su trabajo consiste en reunir oxígeno, elemento necesario para que las células del cuerpo quemen glucosa y generen energía.

Los glóbulos blancos, por su parte, integran la fuerza de defensa del cuerpo. Y, como un ejército estratégico, se agrupan en bloques: uno destruye a las bacterias; otro actúa como servicio de limpieza, sacando poco a poco las células muertas y otras unidades de esos bloques arremeten contra las toxinas.

Uno de los grandes avances en neonatología es el estudio que se le realiza al recién nacido es la prueba del talón del pie del bebé. A partir de la extracción de tres o cuatro gotitas de sangre, se permite detectar hasta 19 enfermedades congénitas del metabolismo. En el caso de los adultos, y en base a una mínima cantidad de sangre extraída, en la actualidad existen estudios que pueden usarse para identificar enfermedades en sus estadios iniciales, para predecir la posibilidad de recurrencia del cáncer después de que haya terminado el tratamiento.

Otro tanto sucede, y aún en etapa de estudio, con el envejecimiento. Una investigación realizada en 2013 por el Departamento de Investigaciones de Mellizos del King’s College London, permite desarrollar nuevas técnicas que servirán para tratar al paciente de una forma más eficiente y alargar su esperanza de vida.

El Ministerio de Salud de la Nación informa, a través de su página web, que la separación de la sangre en sus componentes permite dar a cada enfermo lo que necesita y optimizar las unidades enteras donadas. Por su parte, la Organización Mundial de la Salud (OMS), explica cuáles son los usos específicos que se le da a la sangre. Las pueden recibir las mujeres con complicaciones obstétricas (embarazos ectópicos, hemorragias antes, durante o después del parto, etc.); los niños con anemia grave, a menudo causada por el paludismo o la malnutrición; las personas con traumatismos graves provocados por accidentes; y muchos pacientes que se someten a intervenciones quirúrgicas, y enfermos de cáncer.

Según estadísticas de la OMS cada año en todo el mundo se donan cerca de 80 millones de litros de sangre, lo que equivale a 40 piletas olímpicas. De todos modos, las mujeres mueren por falta de sangre. El propio organismo de salud reconoce que 130 mil mujeres mueren anualmente en el mundo debido a hemorragias irreversibles en los partos por falta de sangre. En Argentina, al igual que en muchas regiones del mundo, la cantidad obtenida en donaciones no es suficiente. Estadísticas oficiales aseguran que en el país se realizan más de 4 mil transfusiones diarias. Por otra parte, el servicio de hemoterapia del Hospital Garrahan, indica que efectúa 650 transfusiones de componentes sanguíneos semanales, es decir, se necesitan 65 donantes diarios para que la entidad cubra la demanda.

“Lo que se precisa es que la gente done espontáneamente como un acto solidario”, me explica vía mail el Dr. Oscar Torres, presidente de la Asociación Argentina de Hemoterapia e Inmunohematología (AAHI). Le consulto, a nivel nacional, cuál es el déficit de donaciones que tiene Argentina. “Para ser autosuficientes deberíamos tener de 1,5 a 1,6 millones de donantes, sin embargo estamos entre 900 y 950 mil”, concluye Torres.

“No es verdad que donar sangre debilite al donante” -señala el licenciado en hemoterapia e inmunohematología Javier Hoyos, coordinador del servicio de medicina transfusional del Hospital Universitario de la Universidad Abierta Interamericana- “el organismo está preparado para soportar el volumen que se extrae con una perfecta tolerancia. La sangre está en continua renovación, y que una persona done sangre no modifica dicho proceso. Los períodos para donar sangre están legislados y comprenden dos meses para los hombres y tres meses para las mujeres, no más de cuatro donaciones anuales para ambos”. Hoyos explica que donar tampoco crea dependencia. La insistencia, si lo hubiera por parte del donante en los lapsos no establecidos será el responsable de la entrevista médica quien debe explicarle los motivos y las causas de los tiempos que deben ser respetados”.

¿Por qué no existe sangre artificial? “Desde hace muchos años la creación de la sangre artificial es motivo de investigación, pero sin éxito aún. Muchos son los motivos –aclara el especialista-; entre ellos, una cuestión de costos impide su desarrollo y utilización. En una oportunidad hubo un intento de sustituir los glóbulos rojos con fluorocarbonato, pero el efecto era de muy corto plazo, y el paciente necesitaba igualmente que se le realice una transfusión, dado que los glóbulos rojos tienen como función principal el trasporte de oxigeno hacia los tejidos”.

La mujer se llama Mónica, es técnica en hemoterapia y viste un ambo color bordó.

-Relajate –dice. Su tono es del interior del país. En los pocos minutos que dura el proceso de donación me entero de que tiene treinta y seis años y que nació en Las Lomitas, una ciudad ubicada a 296 kilómetros de la Provincia de Formosa.
La sala de extracción – la que uno imagina ordenada por alguien, por todos sus encargados – consiste en un escritorio, dos sillones tipo ejecutivo, cuatro sillas de extracción (soy el único que ocupa una de ellas), y una vitrina que ocupa la mayor parte de una de las paredes de la sala. Hay insumos médicos sobre sus seis estantes: cajas con gasas y algodón, jeringas, cuatro aparatos para medir la tensión arterial. Hay paquetes de toallas descartables y doce cajas con contenido incierto. En el último estante abundan las cánulas y tubos más gruesos, finos y transparentes. La cruz roja de los envases de alcohol destaca sobre esa bastedad blanca y gris. Y hay limpieza. Todo está limpio y ordenado.
-¡Qué limpieza! –lanzo el cometario pero nadie contesta.
-Extraer sangre -digo, mientras ciento el pinchazo en mi brazo derecho- es como sacarle agua a un río subterráneo, ¿no?
-¿Cómo? -pregunta Mónica mirando el agitador, un mecanismo colocado cerca de la silla de extracción que se utiliza para impedir que la sangre se coagule y que vibra como un celular.
-Leí que la sangre corre dentro nuestro como en un río subterráneo, un torrente con miles de ramificaciones a una velocidad media de 2 km por hora. Una maravilla, ¿no?
-Sí, sí- dice.
-Y sin darnos cuenta… -. La insistencia no encuentra respuesta.
Mis preguntas sosas tienen que ver con algo que siento cuando concurro al odontólogo: Nervios. Pero la sensación desaparece al advertir en el personal sanitario la seguridad en cada uno de sus movimientos, la tranquilidad en sus ojos. Los ojos chispeantes de Mónica.
-Quedate quietito que ya está.
-Mmmm-, digo.

En 17 minutos exactos, unos 400  cm3 de mi sangre quedan depositados en una bolsa de plástico que contiene un anticoagulante y un conservante. El agitador cortó el proceso cuando llegó al volumen requerido. De inmediato se extrae una mínima cantidad para someterlo a un ensayo llamado tipaje, a través del cual se identifica el grupo sanguíneo del donante. La muestra servirá, también, para verificar su calidad.
Mónica, de espaldas, dice: “Es cero; uno de cada dos donantes es cero –me explica- Se refiere a que soy cero positivo, el grupo más frecuente a nivel mundial junto al A positivo. Luego se dirige a un sector donde hay una centrífuga de mesa de 16 tubos de 15 mililitros cada uno. En ese aparato del tamaño de un microondas someterá la muestra a un centrifugado que permitirá conseguir la separación de sus componentes básicos (plasma, plaquetas y glóbulos rojos). Los laboratorios serológicos y de inmunohematología serán las últimas estaciones en donde se descartarán infecciones como hepatitis B y C, HIV, sífilis, Chagas y brucelosis, entre otras. A partir de allí, la sangre estará en condiciones de ser trasfundida. O, en el caso del plasma podrá quedar no más de un año guardado en un freezer especialmente potente, a -50 grados centígrados.

-¿Te sentís bien?-, pregunta Mónica.
-Sí, perfecto-, digo, negando algún síntoma de mareo u otra señal de descompensación; sólo me ocupo de apretar con fuerza el algodón con tela adhesiva adherido a mi antebrazo.
-Quedate unos minutitos sentado aquí por si te sentís mareado y luego te podes ir. Mónica dice que abajo hay una máquina de café y otra de gaseosas para tomar un refrigerio. Nos comunicamos con vos –agrega- si hace falta notificarte algún resultado.

Indago qué me quiso decir. Ante una situación de sangre anómala, el equipo del banco convocará al donante y le dará un consejo en el que busca situaciones de riesgo para confirmar una eventual reacción positiva de un agente infeccioso y lo derivará al médico especialista, según el tipo de infección detectada para que complete los estudios y pueda confirmar o descartar aquel resultado obtenido en el servicio de hemoterapia.
En estos minutos finales, leo, entre otras “Instrucciones para después de donar”, la última pauta: “Usted puede donar sangre a los dos meses sin detrimento de su salud, no espere que se lo pidan, siempre hay un paciente que puede necesitarla”.
Voy camino a escribir mi nota.
Pienso: “Los donantes de sangre, médula o de algún fragmento del cuerpo no salen en los diarios”.
Habrá que insistir.

Palabras que curan

No sé si a usted le habrá sucedido alguna vez, pero a mí me pasó el otro día. La especialista miraba el monitor de su PC, mientras intentaba explicarle el motivo de mi consulta. La doctora iba embutiendo mis palabras en la caja negra de ese extraño “género literario” llamado historia clínica. Su mala praxis modal –el esbozo de una seriedad oscura durante todo mi monólogo- y su desinterés cuando pretendía narrarle cómo y de qué forma se presentaba mi dolor hizo que mi condición de padeciente (¡Présteme el término por un rato, mí estimado Gabriel Rolón!) trocara por algo inferior: por un momento me sentí culpable de estar enfermo.

En las consultas médicas nos sentimos empequeñecidos y cosificados. Es posible que del otro lado del escritorio encontremos a una persona que, ante su actitud, nos invite a pensar que estamos solos y aislados con nuestras dolencias, acaso sin advertir que el enfermo no tiene atenuantes: somos una carretada de tripas que cada quien empuja como puede, diría el escritor Héctor Rojas Herazo. Por lo bajo, los pacientes confesamos sentirnos “incomprendidos” -aunque conocidos por nuestros doctores-, y subordinados a una chorrera de estudios de protocolo que los galenos –siempre- apuran endosarnos. Pienso en Oliver Sacks, el gran neurólogo inglés: “Los animales contraen enfermedades pero sólo el hombre cae radicalmente enfermo”.

En general, la medicina occidental ve la enfermedad, pero escatima escuchar al enfermo. Atiende sus dolencias, pero no pregunta por su origen privado: el contexto en el que vive la persona; su historia, su experiencia vital. Porque no es sólo una cuestión de empatía profesional, o un asunto de buena voluntad de los médicos lo que le hace falta a las ciencias médicas, el punto está en poder comprender qué significa escuchar al que sufre. El desafío se encuentra en saber qué hacer con las palabras que no tengan que ver estrictamente con el modelo biomédico.

Sin embargo, desde principios del 2007, un grupo de profesionales trabaja sobre la identificación de los profesionales de la salud con las narraciones orales o escritas de sus pacientes. Llaman a este movimiento Medicina Narrativa (MN), según me cuenta Silvia Carrió, magíster en psicología cognitiva y educación (FLASCO) del Hospital Italiano de Buenos Aires. Carrió, co-directora del curso de habilidades narrativas del la misma entidad, señala que “algunos sostienen que el objetivo principal de la MN es recuperar la humanidad en la relación con los pacientes. Sin embrago a mí me gusta más la idea de cultivar la capacidad de apreciar y co-crear historias”. Y agrega: “Desde nuestra perspectiva toda la medicina es narrativa, incluso la que pretende no serlo, porque es una práctica mediada por el lenguaje. La distinción entre una medicina narrativa y otra que no lo es supone que el lenguaje no crea realidades sino que simplemente es descriptivo”.

La medicina narrativa moderna comenzó en EE.UU y se está difundiendo a través de cursos para estudiantes y profesionales, con el objeto de enseñar la práctica de la comunicación y la capacidad de escuchar e interpretar las historias de los pacientes. Autores como Brian Hurwitz y Trisha Greenhalgh sostienen que las narraciones cumplen una función de puente entre médicos y pacientes, y que este canal puede ayudar a acortar la distancia entre saber a cerca de la enfermedad y comprender su experiencia.

La Dra. Rita Charon, referente mundial en MN, afirma que “el que escucha tiene que poder recibir, como una gran vasija de arcilla, todo lo que yo, el paciente, emito. Y esa persona que escucha, si sabe hacerlo, se enterará de algo muy diferente a lo que le informan las respuestas a preguntas como: ¿le arde al orinar? o “¿le falta el aire? Juntos, quien habla, el paciente, y quien lo escucha, el profesional, construirán una narración diferente de la que el enfermo pensó que tenía que decir o de la que el clínico pensó que iba a escuchar. De modo que es una creación activa y, como sabemos acerca de cualquier caso de escritura o relato, el descubrimiento ocurre al decirlo. No sabemos lo que tenemos que decir hasta que haya un receptor que lo oiga”.

Carrió me cuenta que el mayor centro de desarrollo de MN está en la universidad de Columbia, Nueva York y que en los últimos años los profesionales del equipo de Medicina Narrativa con los que trabajó inicialmente han estado en contacto con ese grupo. Con todo surge, inevitable, la pregunta: ¿los médicos en la Argentina están capacitados para recibir lo que una persona enferma tiene para decirles? Para Silvia Carrió la enseñanza de la capacidad de recibir historias suele estar ausente en los programas de formación: “¿Qué lugar tiene hoy en la educación médica el efecto de nuestros juicios? ¿Cómo se trabajan el modo en que las palabras pueden dañar y las posibilidades que se generan mirando desde diferentes perspectivas? ¿Qué peso tienen la necesidad de sentido, el poder de los detalles, la función de las metáforas? ¿Cómo cultivamos la creatividad, la capacidad poética, el don de la presencia? Creo que todos tenemos mucho que aprender de la potencia de los finales abiertos, de la ambigüedad de nuestro lenguaje,  la polisemia y la construcción de diferentes posibilidades según nuestras distinciones”.

En un trabajo científico presentado en la revista del Hospital Italiano, Carrió y colaboradores manifiestan que a pesar de vivir en esta época de la “medicina basada en la evidencia”, sabemos que los relatos de los pacientes y de nuestros pares influyen en el quehacer cotidiano. No sólo escuchar las historias de todos los días, sino también leer historias de otros, recurriendo a la literatura, aumenta nuestra sensibilidad, nos ayuda a comprender la percepción de enfermedad de nuestros pacientes y nos brinda otras miradas sobre el impacto que producimos en ellos.

Cuando a Carrió le consulto acerca de la utilización de la literatura de ficción en sus cursos, responde: “Trabajamos con fragmentos de novelas, cuentos, poesías, (no nos parece necesario centrarnos en la enfermedad o el sufrimiento) para despertar ideas, sentimientos, sensaciones. La literatura tiene la ventaja de contar historias singulares y de enunciar quién dice lo que dice, sin pretender tratar de verdades universales”.

De todos modos, conviene agregar algo más en cuanto a cómo lograr describir la enfermedad y poder integrar a esa narración, al enfermo. La MN apunta a que el profesional debe aprender a obtener los significados de la historia clínica -ya sea escrita u oral- para no quedar atrapado sólo en el cuerpo. Hay todo un mundo metafórico (silencios, movimientos corporales, etc.) que es parte de la comunicación y sólo se consigue acceder a ese territorio a través de los distintos tipos de lenguajes. ¿Con qué objetivo? La doctora Charon lo explica: “Los frutos van a ser hemoglobina A1c más baja, mejores controles de la presión arterial, menos cigarrillo, más pérdida de peso, una mejor función luego de la muerte de un cónyuge, claridad acerca de los estudios que se les solicitan: tomar las medicaciones, hacerse un Papanicolau o una mamografía. Ésas serán las diferencias. Y los pacientes se sentirán escuchados, y los médicos estarán contentos”, concluye la especialista.

Tal vez la medicina moderna deba modificar sus paradigmas comunicacionales y, con ello, consiga penetrar la trágica grandeza del destino del género humano.

El periodismo es uno solo

“El periodismo es uno solo –me dijo un día un gran maestro del oficio–, usted le pone adentro lo que quiere”. El veterano comunicador se refería a que, en verdad, no existe un periodismo policial, económico, político o de espectáculo; que ese servicio social llamado periodismo, no es otra cosa que una plantilla en la cual un profesional manipula, según ciertos criterios de gramática, estilo y temática, la información. Algo así como que el maniquí siempre es el mismo; lo que cambia es el atuendo. Yo siempre imaginé que en ese “usted le pone adentro lo que quiere” se hallaba la metáfora de un gran ravioli al que uno rellena con el condimento que más le apetece. Y que luego hay que servirlo casi siempre en un plato dispar –no importa la magnitud del medio o que el más chico se coma al más grande-. Y nunca frío –en la temperatura justa del texto está el verdadero arte-. Pero que el adobo de esa pasta igualitaria debía contener –siempre– cuatro especias básicas: veracidad, claridad, concisión y rapidez.

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La salud pública en terapia intensiva

Ahora que caímos en la cuenta de que los médicos en la Argentina están mal distribuidos (en Capital Federal hay un profesional cada 30 personas; en la provincia de Buenos Aires existe un médico cada 514 ciudadanos; mientras que en Misiones, uno cada 800), es una lástima pensar que luego de este anuncio oficial en el 132º período de Sesiones Ordinarias del Parlamento, nada se ha hecho para modificar la situación. Pero ahora se suma lo que pocos quieren escuchar: la falta de insumos hospitalarios. Porque amén de la espectacular proclama presidencial -“Somos, de la región, incluidos los Estados Unidos, el Estado que más gasta en salud pública”….,etc.-, los hospitales públicos de la provincia de Buenos Aires están al borde del colapso; al filo de la emergencia de insumos; en terapia intensiva por falta de remedios, espacio e inseguridad.

¿De qué forma se asimila una frase como esta?: “Somos uno de los mejores sistemas de salud de América latina por cobertura”, según un tramo del discurso presidencial. ¿Qué atención recibe un paciente cuando hay inexistencia de agua oxigenada, jeringas, suero, guantes de látex, placas radiográficas (por nombrar materiales básicos) en la mayoría de los centros de salud estatales? Porque para una atenciónsaludable”, muchos pacientes deben contar con sus provisiones de medicamentos, además de sus dolencias. Dramático, no hay dudas.

En estos días, la situación por la que atraviesa gran parte del sistema de salud bonaerense, provocó renuncias y despidos: Alan Berduc, director de la Región Sanitaria VII, renunció porque  “la falta de pago a proveedores hace que los pacientes sufran la escasez de fármacos para el asma, el cáncer y otras aflicciones”. En tanto que Juan Chichillitti, director ejecutivo del hospital San José de Pergamino, fue separado de su cargo al comprobarse serias fallas en el funcionamiento de la entidad. Mucho antes, Gustavo Crivelli,  jefe de cirugía del mismo hospital, había confesado que debieron organizar “una rifa para comprar toallas de papel para que los profesionales pudieran secarse las manos”. Patético.

En 2012, la titular del gremio de médicos y profesionales de la salud (Cicopi), Viviana García, había dicho que se registra “una escasez generalizada” de insumos, situación que, en algunos hospitales, “obliga a ejercer el trueque de jeringas por sueros”. Virreinal, ¿no?

Un médico de planta del área de clínica médica del Hospital General de Agudos Manuel Belgrano de la localidad de San Martín, provincia de Buenos Aires, me cuenta que, cuando faltan insumos, se los piden en préstamo al Hospital Eva Perón (ex Castex) porque lo tienen cerca. Y así hasta que lleguen las partidas correspondientes.

Volvamos al principio. En el país hay un médico cada 200 personas (de las 10 escuelas públicas se reciben más de 4 mil por año). Esto nos coloca, por debajo de Italia, en la región con más profesionales de la salud por habitante en el mundo. Pero tenemos déficit de galenos (grosero) en Santiago del Estero (1 cada 670); Chaco (1 cada 600); San Juan (1 cada 580); Corrientes (1 cada 535); La Rioja (1 cada 530), amén de la descuidada Misiones.

Nadie objeta que los exámenes de ingreso a medicina deban ser más duros, menos politizados. Sin embargo, no se entiende por qué se piensa en situar el dique selectivo sólo en esa dimensión, cuando también se debiera poner coto por provincia, región, área o distrito cuando de distribución profesional se trata. Por otra parte, la falta de enfermeros en la provincia de Santa Fe sigue siendo  preocupante. En 2011, la viceministra de Salud provincial, Débora Ferrandini, confirmó a un matutino que Santa Fe cuenta con 1,55 enfermeros cada mil habitantes, y reconoció: “Estamos lejos de alcanzar las fórmulas internacionales”. La funcionaria se refería a lo que recomienda la Organización Mundial de la Salud (OMS): 8 enfermeros por cada mil personas. Desde entonces, todo sigue igual. Hay mucho más bullicio, pero se corre el peligro de dejar sordo al más sordo que se hace el sordo.

Hemos ido y vuelto en esta charla y no hemos avanzado casi nada. Porque lo que abruma es saber que sobra capital humano. Pero está mal distribuido, mal pago, maltratado, a veces hacinado y sin insumos. ¿Se puede hacer atención primaria de calidad, como muchos creen que se practica en toda la Argentina, con esta realidad inocultable? Como en muchas áreas sensibles de la sociedad, en salud se habla más de lo que se hace. Es de esperar que esto no siga sucediendo, que no tome envión de relato eso de que a falta de insumos pronto nos manden a los pacientes, como ordenó alguna vez Sócrates, a inmolar un gallo para Esculapio.

Eutanasia infantil: preguntas al azar

Desde el mes pasado, Bélgica cuenta entre sus leyes con una de las normas más polémicas de los últimos años: la legalización de la eutanasia infantil. En la Argentina, y ante la sanción de leyes impensables (Ley de Matrimonio Igualitario, por ejemplo), no sólo el debate de la eutanasia en niños es materia de discusión pendiente: más temprano o más tarde, habrá de producirse. Porque la idea de la muerte sin sufrimiento físico aún es cuestionada, puesto que la Ley 26742 de muerte digna en el país, no ampara la celeridad del fallecimiento de una persona.

Quiero decirlo desde el vamos: no tengo ninguna opinión respecto de si la decisión del parlamento de esa sociedad es aberrante o civilizada. A juzgar por lo que implica el impacto social que genera en cualquier región del planeta tamaña medida (desde el 2002 Bélgica posee la ley de eutanasia para adultos), supongo que a estas alturas habrá corrido algo de tinta en los medios de prensa; evidencias argumentales que juzguen la noticia del país de las tres comunidades lingüísticas.

Imagino que los periodistas de esos espacios informativos harán lo necesario para que las fuentes de información sugeridas a sus editores sean las correctas,  las más cualificadas y, con ello, permitirle al lector asirse de opiniones varias. Confieso que estoy tan lejos de utilizar ese recurso periodístico como de dominar el tiempo. Porque lo único que tengo son preguntas sin respuestas. Preguntas al azar. Interrogantes que me demuelen cualquier conjetura, acaso el intento de bordear una opinión. Porque creo que hay cosas que sólo le  pertenecen tanto al cielo, a la biología, como a la Nada. Los creyentes acaso no eviten pensar que la muerte  de un niño es el momento en que Dios abre su mano y deja que uno se estrelle contra el fondo del absurdo. Quizás los dogmáticos del conocimiento científico especulen con que la enfermedad terminal de una persona se deba a un deterioro celular inevitable, y eso los conforme. Tal vez los prosélitos de Heidegger o Sartre, consigan explicar todo a partir de la construcción de su propia moral y ética y eso, también los satisfaga.  Juzgue usted, estimado lector, si estas incertidumbres que prosiguen a esta introducción son tan siquiera una de las formas de la certeza.

¿Qué es el dolor? El escritor Abelardo Castillo dice que el idioma carece de palabras para diferenciar el dolor espiritual de los padecimientos de la carne. Las voces -dice- herida,  sufrimiento, desgarramiento; los verbos lastimar padecer, destrozar, son ambivalentes. Esto vendría a probar que es cierto, que el dolor pasa siempre por el cuerpo. “Yo sólo concibo un dolor espiritual más intenso que el del propio cuerpo: la tortura del cuerpo de un ser querido”, confiesa Castillo. Probablemente el autor, sin quererlo, me haya dado la posibilidad de indagarme sin determinismo alguno;  mediante la liberación de la duda.

¿Pueden los niños decidir su muerte ante el dolor extremo, ante lo irremediable de una enfermedad terminal? Si un chico pide morir, ¿qué alternativas quedan para convencerlo de lo contrario? ¿Existe infanticidio encubierto mediante la práctica de la eutanasia infantil? ¿Qué cosas experimenta un niño cuando dice basta? ¿Qué tan consciente es de su desintegración? ¿Hay una edad mínima para decidir una eutanasia? ¿Hay una edad en la que el sufrimiento no debe estar circunscripto a la madurez? ¿Se puede legislar sobre el padecimiento ajeno? ¿Cabe el cuerpo en el derecho? Si la eutanasia en adultos en Bélgica no trajo un aluvión de pedidos en torno a su práctica (incluso se han realizado en hospitales católicos), ¿qué nos atormenta? ¿El sufrimiento es privado o social? La ley debatida en el país europeo dice que sólo es aplicable a niños con discernimiento. ¿Cómo se mide el criterio de un niño? ¿Qué  razón es más convincente ante lo insoportable de una dolencia, ante una postración física irremediable? Una mirada devastada por la enfermedad, ¿es un argumento legítimo para darle validez a la práctica citada? Y si los que promueven la medida son oportunistas políticos, ¿en qué medida afecta esta ideología al tema de fondo? ¿Qué es el buen morir? Extender la muerte de un niño, ¿es un juego esperanzador? ¿Para quién? ¿Cuál es el límite de un paliativo? ¿Su precio? ¿Su legalidad?  ¿Tiene decisión un chico huérfano? ¿O acaso su voz debe ser la de un juez oficinesco? ¿Qué tanto nos pertenece la vida? ¿De quién es nuestro destino?

Mientras cierro esta columna, cavilo sobre la ignorancia humana. Me interrogo acerca de si la muerte es tan sólo una experiencia motriz como la de  balancearse en un columpio. Entonces pienso, ante mi flaqueza inquisitiva, que lo más cercano a una verdad, en este caso,  deba ser la preservación de la vida de nuestros chicos hasta sus últimos quejidos. Y respetar su libertad hasta las últimas consecuencias.

Automedicación: ¿un bien de consumo?

“Toma mi amorcito tu medicamento para que en unos años te hagan tu diálisis”. El spot publicitario es patético pero esclarecedor: la voz en off de una madre que ofrece un medicamento a su hijo muestra una realidad tan evidente y actual en el país como la inflación: la automedicación en niños y adultos, un mal social que avanza sin tregua.

En estos días, la Confederación Farmacéutica Argentina (COFA) advirtió que según una encuesta realizada en 2013, el 82% de los entrevistados utilizaba medicamentos de venta libre y la mitad desconocía los efectos adversos que podían provocar en combinación con otras drogas. Y agregó: “alrededor del 11% de todos los casos de insuficiencia renal terminal son atribuidos al consumo de analgésicos y el 40% de los casos de hemorragia digestiva alta son atribuibles al consumo de aspirina y al resto de los antiinflamatorios no esteroides”.

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Hablemos de mosquitos

Los mosquitos (“zancudos” para otras latitudes de América Latina) matan a más personas que cualquier otro insecto o animal sobre la tierra. Su nocividad se debe a la transmisión de varias enfermedades tropicales imposibles, hasta ahora, de erradicar: dengue, fiebre amarilla, paludismo, malaria y encefalitis, entre otras. Pero hay algo más desalentador: según un estudio publicado recientemente en la revista Proceeding of the National Academy of Sciences (PNAS) de la Universidad de Stanford, los repelentes son cada vez menos eficaces. Al parecer, estos insectos que pican mucho antes de que Aristóteles les diera prensa en su Historia Animalium, hoy poseen una resistencia al protector más común, cuya base es un compuesto químico identificado con las siglas DEET. Según los especialistas, esa inmunidad se está propagando a gran velocidad entre los Aedes aegypti, única especie de las 3500 reconocidas que transmite el dengue y que el año pasado contagió en nuestro país a 2218 habitantes.

Si bien en la Argentina, ante la invasión de mosquitos en diferentes localidades del Gran Buenos Aires y del interior del país aún no se han detectado casos de gravedad por el virus del dengue, no hay certeza de que no ocurran contagios que revistan peligro de vida (en 2011 se produjo en Salta la muerte de un adolescente). O lo que es peor, una epidemia.

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¿Por qué marginamos a personas con tartamudez?

Los disfluentes (término científico con el que se reconoce a aquellas personas con trastornos de comunicación oral, y que se caracterizan por tener interrupciones involuntarias en la fluidez del habla) recurren a incontables modos de expresión cuando tratan de disimular su problema: toser, esquivar la mirada o bien elegir el silencio para no ser descubiertos. A la pregunta ¿qué es la tartamudez?, los expertos responden casi al unísono: es un trastorno del funcionamiento motor del habla, de base biológica -al hemisferio cerebral izquierdo le cuesta mantener los comandos del habla-, que se desencadena por factores de tipo motor, lingüístico o afectivo. Nuevas investigaciones revelan que una de sus causas es neurofisiológica. “Padecen este trastorno cinco varones por cada mujer. “Hay un elemento hereditario ligado con el sexo, pues se debe a una utilización distinta de las zonas cerebrales relacionadas con el lenguaje”, me dice Beatriz Biain de Touzet, fonoaudióloga, presidenta honoraria de la Asociación Argentina de Tartamudez (AAT). Además, algunos especialistas aseguran que el exceso de una hormona llamada dopamina en el cerebro influye en la disfluencia. Pero esta evidencia científica no es concluyente. Según cifras oficiales, existe alrededor de un millón de personas que tartamudean en la Argentina (un 1,5% de la población mundial padece disfluencia).

Por supuesto, no hay estadísticas que informen acerca del grado de tolerancia que tiene el resto de la sociedad con personas que tartamudean. En mayor o en menor medida, toda comunidad tiende a excluir a los habitantes que no se ajustan al patrón que establece el sistema: somos parte de una sociedad que no tiene tiempo de escuchar al “otro”. Y en el peor de los casos, nos burlamos a costa de las limitaciones y los defectos del prójimo como si, ensañándonos contra quienes padecen alguna anomalía, nos vacunáramos contra el riesgo de contraerla.

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Chagas: a un paso del diagnóstico inmediato

La noticia no logró ni por asomo lo que se esperaba de ella. La información acerca de la creación de un kit para detectar la enfermedad de Chagas Mazza desarrollado por científicos argentinos, es la que en estas últimas semanas debió ocupar un lugar en las tapas de los diarios. Porque según me comenta la doctora Carolina Carrillo, investigadora del Conicet y directora del proyecto premiado en Innovar 2013, su desarrollo permitirá, en poco más de una hora, detectar el Chagas (Médicos sin fronteras habla de 4 millones de portadores de la enfermedad en el país) en los recién nacidos. Y con esto, anticipar su tratamiento y curación.

El uso del kit es casi tan sencillo (y económico) como manipular un test de embarazo. Aunque si bien la prueba no se desarrolló con el propósito de su venta libre, cualquier personal vinculado a la salud puede tomar la muestra y realizar el test. La forma de transmisión más habitual de la enfermedad es a través de la vinchuca, un insecto que puede ser el portador del Trypanosoma Cruzi, parásito que provoca la enfermedad de Chagas (nombre de su descubridor).

Hasta ahora, y pensando que en el país mueren anualmente 5 mil personas a causa de la enfermedad, los métodos empleados para el diagnóstico en neonatos no son tan rápidos como el desarrollado por el equipo de Carrillo. En ese sentido, su diagnóstico temprano, aclara la especialista, “hace más efectivo el tratamiento”. Sin embargo, para que todo esto tome forma, habrá que esperar hasta 2015, año en que se prevé su utilización masiva en hospitales y centros de salud.

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