Hablemos de mosquitos

Guillermo Marín

Los mosquitos (“zancudos” para otras latitudes de América Latina) matan a más personas que cualquier otro insecto o animal sobre la tierra. Su nocividad se debe a la transmisión de varias enfermedades tropicales imposibles, hasta ahora, de erradicar: dengue, fiebre amarilla, paludismo, malaria y encefalitis, entre otras. Pero hay algo más desalentador: según un estudio publicado recientemente en la revista Proceeding of the National Academy of Sciences (PNAS) de la Universidad de Stanford, los repelentes son cada vez menos eficaces. Al parecer, estos insectos que pican mucho antes de que Aristóteles les diera prensa en su Historia Animalium, hoy poseen una resistencia al protector más común, cuya base es un compuesto químico identificado con las siglas DEET. Según los especialistas, esa inmunidad se está propagando a gran velocidad entre los Aedes aegypti, única especie de las 3500 reconocidas que transmite el dengue y que el año pasado contagió en nuestro país a 2218 habitantes.

Si bien en la Argentina, ante la invasión de mosquitos en diferentes localidades del Gran Buenos Aires y del interior del país aún no se han detectado casos de gravedad por el virus del dengue, no hay certeza de que no ocurran contagios que revistan peligro de vida (en 2011 se produjo en Salta la muerte de un adolescente). O lo que es peor, una epidemia.

Según las autoridades sanitarias “se han extremado las medidas de prevención a partir de las últimas lluvias”. Esto significa haber fumigado y limpiado sectores poblacionales aptos para la cría del insecto. Pero su origen, como en la mayoría de las enfermedades tropicales, está en otro lado. El dengue, al igual que el Chagas, es una enfermedad de la pobreza. Todo lo que se hace, año tras año, es sólo un paliativo contra un padecimiento cuya erradicación pertenece a una decisión política, amén de la sanitaria. Las estadísticas demuestran que el virus reapareció con mayor fuerza en el continente americano luego de haber utilizado la fumigación como una forma para combatirlo. Además, se sabe que los pesticidas utilizados en la emergencia son altamente tóxicos y que en cada ciclo de utilización pierden su eficacia.

Poco se dice sobre que la construcción de viviendas dignas, el tendido de redes cloacales, la eliminación de basurales a cielo abierto, el sistema de flujo de aguas servidas y agua potable, son factores determinantes para la erradicación definitiva del dengue. Generalmente, el amontonamiento de basura y el agua estancada en zanjones de barrios carenciados propician el desarrollo de las larvas de mosquitos. Otro tanto sucede con la falta de agua potable. Quienes no la poseen (9 millones de argentinos carecen de ella, según el Informe del Foro Mundial del Agua, La Haya, 2006) suelen acumularla en baldes, estanques o aljibes que se convierten en inmanentes criaderos.

El cambio climático, la inmigración de países limítrofes, las lluvias torrenciales o vaya uno a saber qué otras explicaciones pasmosas son el mejor artilugio para ocultar una palabra que irrita al funcionario de turno: inacción. El polvo bajo la alfombra. La transformación del entorno geográfico, unido a una educación sanitaria coherente, pondrá freno a una enfermedad evitable, acaso tan eludible como la desidia que contagia el poder.