Sensación de seguridad

Dicen que viajar agranda el alma y si bien seguramente es cierta la frase de Balzac sobre que “el viajero no ve nada a fondo y su mirada solo resbala sobre los objetos sin penetrarlos”, hay obviedades que sí penetran con facilidad y hacen ver el fondo de las cosas.

Arribado hace días de un inolvidable recorrido por la Toscana italiana, extendido luego a Génova y la Liguria, lugares todos donde es imposible sustraerse de la belleza de paisajes que por momentos dejan sin aliento, llegó la hora de las conclusiones. Todo viaje genera comparaciones con nuestra vida cotidiana que entran y salen de nuestra cabeza hasta sin quererlo. Toda esta introducción “casi turística” viene a cuento de que hay aspectos que no se pueden dejar de comparar y dudo que cualquier viajero argentino no note rápidamente las diferencias, aun contra su propia voluntad.

Luego de manejar durante cientos de kilómetros y de recorrer ciudades y pueblos de todo tipo y condición, fue imposible no detenerse en un hecho que saltaba a la vista: la ausencia policial. Escasísima de verdad, solo algún patrullero circunstancial en la ruta o algún agente de paso y casi siempre distraído. En esas regiones de Italia, la sensación de seguridad existe, ¡y cómo existe! Uno se relaja y lo nota de inmediato, transita por los lugares públicos con plena libertad, con cualquier artefacto electrónico a la vista y dejando de pensar en “quién viene por lo de uno”. Lo notable es que esa sensación se vive tanto en los más costosos lugares de la Liguria como en los arrabales del puerto de Génova, poblado de inmigrantes africanos con sus típicas bandejas de pulseras y relojes.

Sin duda, como en cualquier otro lugar del mundo, uno puede dar con algún “amigo de lo ajeno” e incluso podría vivir la peor tragedia en manos de algún alienado. Lo que sí queda claro es que eso sería consecuencia de un acto individual y no de un estado general de peligro e inseguridad constante. Aun más, ese estado de bienestar y tranquilidad se extiende a las nimiedades que hacen que la vida sea más vivible. Uno ve una conducta de confianza general en las rutas, los hoteles y en cualquier calle, algo a lo que hoy estamos tristemente desacostumbrados en la Argentina. En Italia, la actitud hacia el desconocido es tal que nadie espera de él un posible acto de inconducta, tan común hoy por estas tierras.

El regreso genera en el viajero siempre una relación ambivalente. Por una lado, la nostalgia por lo vivido, y por el otro, la natural alegría de volver a su “lugar en el mundo”. Mantenemos algunas semanas esa costumbre de comparar casi naturalmente las experiencias vividas con las de nuestra propia casa. Siendo absolutamente sincero, algunas de esas comparaciones invitan al desaliento. Y ese desaliento excede las consideraciones políticas de la actualidad, ya que los resultados de lo que vivimos se han incubado durante décadas, imposible imaginarlo de otro modo. Hoy nuestra sociedad acepta el mundo que le toca vivir con resignación, una resignación que se parece a un estado general de anomia del que auguro mucho nos costará salir.

Sin necesidad de encuestas ni porcentajes, hay simples preguntas que confirman estas sensaciones antedichas: ¿quién hubiera pensado hace quince o veinte años que en cualquier barrio habría puestos fijos con gendarmes vestidos de fajina con la finalidad de protegernos? “¿De qué nos están protegiendo?”, habría sido entonces la pregunta de cualquier vecina. Saludo cotidianamente a los instalados en mi propia esquina y me resulta inevitable hacerme otra pregunta: ¿quién los reemplaza en Río Turbio, en San Javier, en los límites con Bolivia y otros sectores sensibles al contrabando y al narcotráfico?

Son necesarios hoy aquí, pero ni ellos ni la policía ni otros servicios destinados a nuestro cuidado logran evitar el estado de alerta continuo que todos vivimos. Eso ocurre aun dentro de nuestras casas, en la calle, al tomar el tren o al guardar el auto en el garaje. Un tremendo y continuo gasto de energías que consumimos diariamente, intentando evitar lo que a muchísimas personas en nuestra sociedad les sucede. Creo también que está claro que esa “sensación” no se vincula solo con la violencia directa, con el robo, con el arrebato o el asesinato por nada, a veces solo por un par de zapatillas o monedas. Ese desasosiego también se manifiesta en el tránsito, en la relación con las personas, en la discusión constante o en la falta de diálogo, en la escuela o en la tristísima pobreza de los programas de televisión en horarios que deberían estar dedicados a los chicos. Casi nadie se salva de estas apreciaciones y casi todo se transforma en un ejercicio constante de “valoración de disvalores”, que rompen con la base de un contrato social ya muy deteriorado.

Hace ya muchos años, tuvo gran éxito una película americana llamada Deliverance (1972) (aquí titulada La violencia está en nosotros), dirigida por John Boorman, con Burt Reynolds y Jon Voight, entre otros. En ella, cuatro empresarios de Atlanta deciden pasar un fin de semana en contacto con la naturaleza y realizar un descenso en canoa por un río de los remotos bosques de Georgia. Apenas iniciada la aventura, surgen irreconciliables diferencias con los habitantes del lugar, lo que augura un final trágico, como de hecho finalmente sucede. La película retrata como pocas veces el oscuro clima generado entre estos grupos humanos, en el cual es imposible imaginar una solución buena al conflicto. Cualquiera sea el camino que se tome, conducirá indefectiblemente a la desgracia y la muerte.

La mención de esa emblemática película de los años 70 no es gratuita; hoy tenemos en nuestra sociedad un ambiente triste y complejo que hace que, puertas afuera de nuestros hogares, temamos enfrentarnos siempre con la dificultad y el apremio en lugar de con la natural convivencia social. En el viaje por Italia, reconocí fácilmente la “sensación de seguridad” y también fácilmente la perdí al regresar a casa, a la casa de todos nosotros. “Pena, penita pena”, rezaba la entrañable Lola Flores en su vieja y famosa canción.

Narcotráfico: la salsa y el 11/14

Cuenta la leyenda que, cuando el cantante panameño Rubén Blades le presentó a su productor Gerry Masuchi la canción Pedro Navaja, este la vetó instantáneamente por prolongada (duraba más siete minutos) y por considerarla poco bailable. Corría 1978 y, gracias a la insistencia de su autor, fue grabada y se convirtió finalmente en la salsa más escuchada de la historia. Esta canción urbana, de la cual García Márquez dijo haber querido ser el autor, narra una escena violenta y estereotipada en un barrio pobre latino. Con inesperado humor negro, participan tres actores principales: Pedro, el maleante que no había encontrado presa en su día; la prostituta, también sin clientes para “hacer pesos con que comer”, y el borracho presencial que aprovechará el drama que se está por desatar. El recorrido lleva a Pedro a intentar robar a la mujer, a quien en el forcejeo apuñala, mientras esta saca una Smith & Wesson con la que le dispara y lo hiere de muerte; la casual presencia del tercer actor lo lleva a aprovecharse de la situación huyendo con el puñal, el revólver y el escaso dinero de los caídos. “La vida te da sorpresas, sorpresas de te da la vida, ay, Dios”, canta en la huida el afortunado con su botín.

Esta maravillosa canción, tan valiosa en sí misma, está tomada de una obra de Bertold Brecht y se transformó en un clásico eterno al contar las desventuras que la pobreza, la droga y la ausencia de oportunidades provocan en los más desvalidos. Un camino que lleva o a un desenlace fatal o, en el mejor de los casos, a una triste vida de desaliento y miseria. Ambientada en el bajo Manhattan, en Nueva York, en una zona habitada por inmigrantes puertorriqueños en barrios de alta tasa de criminalidad, podría en realidad trasladarse a muchas de las ciudades de Centroamérica de la época sin casi ningún cambio escenográfico.

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