Hacia un nuevo rol del Congreso

Horacio Minotti

Si analizamos con cierto detenimiento la función democrática representativa del Congreso Nacional, desde un punto de vista teórico, deberíamos concluir que es el Poder donde dicha conjunción de términos se expresa en plenitud. En el Congreso, se ve reflejado el modo de votar del pueblo soberano, las preferencias ideológicas, los temas que son de su mayor interés, y de un modo equitativo, quien recibió más votos, tiene más legisladores. La votación legislativa es donde la expresión de la voluntad real deja de lado las encuestas, y los candidatos que han hecho las propuestas temáticas de mayor interés social, reciben el mandato de los ciudadanos, el aval para plasmar esas propuestas en su vida cotidiana.

Allí se observan además los consensos para elaborar políticas, es decir, representantes de dos o más partidos alcanzan acuerdos para sancionar normas que nos benefician a todos, respetando la ideología que exhibieron al postularse, pero también requiriendo los apoyos de quienes piensan diferente para alcanzar objetivos. Es el reflejo de la necesaria armonía social.

Si bien el Poder Judicial es fruto de un proceso democrático indirecto, cumple funciones más específicas en la aplicación de las normativas generales emanadas del Congreso a casos particulares. Y por su parte el Poder Ejecutivo es fruto de una selección democrática, pero se encarna en una sola persona: el presidente. Todos los demás funcionarios que lo acompañan son asesores, colaboradores, no los eligió nadie sino ese presidente, es decir no representan la voluntad popular. No existe en dicho Ejecutivo proporcionalidad alguna, porque lo representa una sola persona.

Por ende, la pieza fundamental del sistema republicano para la representación democrática es el Congreso. Ahora bien, casi desde inicios del menemismo hasta estos tiempos, con alguna excepción muy puntual, el Congreso en nuestro país carece de funciones específicas en tal aspecto. Los bloques mayoritarios de ambas Cámaras suelen responder a los oficialismos del Poder Ejecutivo y transformarse en una extensión de este, impulsando normas que le son enviadas de la Casa Rosada o bloqueando otras que al Poder administrador no le convienen. Y los bloques menores no son capaces ni siquiera de articular entre ellos pequeños consensos, salvo también ante eventos muy específicos, pero casi nunca, para legislar.

Así las cosas, el mayor agravio a la calidad de la representación política en la Argentina, el déficit más profundo, se encuentra en el Poder del Estado que debería plasmar tal representación. Ciertamente se trata de un aspecto de la carencia de cultura democrática, tanto de los ciudadanos como de los dirigentes. No existen antecedentes de un corte de boleta que consagre un nuevo presidente y al mismo tiempo un Congreso variopinto que exija consensos. Y a la vez, si esto ocurriese, el Ejecutivo se vería paralizado por una oposición que bloquearía cualquier iniciativa.

Algunos, hace ya tiempo, creemos que resulta imprescindible un cambio, que obligue a buena parte de la dirigencia política a consensuar y a cogobernar. Pero ese cambio implica una reforma constitucional y un cambio de sistema, y cuando un gobierno pretende modificar la constitución en pos de egoístas interés políticos de eternidad, los que proyectamos cambios nos vemos obligados a archivarlos para no quedar envueltos en ese juego de mezquindades.

Sin embargo, todo indica que en los próximos tiempos se producirá una variación de estilo político y una renovación dirigencial, que permite volver a pensar en estas cuestiones.

Como se dijo, la elección directa del conductor del Poder administrador, conlleva a la inversión del esquema representativo. Es decir, la necesidad de votar la boleta del candidato a presidente que creemos mejor preparado para ello, hace que incluyamos en el mismo sobre, sin darle mayor trascendencia, a los candidatos a legisladores que lo acompañan, sea por comodidad, o porque creemos que de otro modo no podrá gobernar. Eso es consecuencia de un profundo y disfuncional presidencialismo.

En los países con sistema parlamentario, la ecuación se invierte. El pueblo vota a sus representantes y son éstos los que forman el gobierno. Si el bloque más votado alcanza los consensos, forma un gobierno y designa al encargado de llevar el Poder administrador (en la mayoría de los casos primer ministro). Generalmente, por las mayorías requeridas constitucionalmente, no puede hacerlo solo, debe alcanzar acuerdos con otros bloques, y en ese caso, comparte el gobierno, seguramente algunos de los ministros responderán a otro partido político.

La característica casi natural del sistema parlamentario es el cogobierno, donde participan  al menos dos partidos, los más votados. No son necesarios grandes “Pactos de Moncloa” en dicho esquema, de hecho para formar gobierno hay que consensuar. La responsabilidad se comparte, porque se basa en la verdadera representación del mosaico de voluntades diversas de la sociedad, reflejadas en el Congreso o Parlamento. Las arbitrariedades o la soberbia no tienen mayor espacio, porque el juego es necesariamente de acuerdos.

Por cierto, no se trata de una solución mágica para nada. Pero debe observarse que resulta complejo encontrar en el mundo, un presidencialismo exitoso que se haya acercado al desarrollo como sociedad. Con la excepción claro de los Estados Unidos, que no obstante, muestra una diferencia sustancial con el nuestro: el federalismo. La autonomía de los estados norteamericanos del poder de Washington es tan profunda, como lo es la dependencia de nuestras provincias del poder de la Rosada. Y si quisiésemos arribar a tal grado de federalismo, también deberíamos reformar la Constitución Nacional, como para trocar nuestro sistema presidencialista a uno parlamentario.

No es para hoy, ni para mañana, pero la esperanza de un próximo gobierno con vocación plural y voluntad de poner a nuestro país en la carrera del verdadero desarrollo institucional, indispensable para el desarrollo económico y social, nos obliga a volver a considerar la opción de una reforma que establezca un sistema parlamentario de gobierno, de necesarios consensos, acuerdo y cogobierno.