Macri y la peronización

He venido escuchando y leyendo incesantemente, bajo autoría de pretendidos especialistas en campaña electoral, medios, analistas y políticos, que Mauricio Macri “desperonizó su campaña”, que ahora va a “peronizarla”, y que sube o baja en las encuestas como consecuencia de tales supuestos imprecisos.

Para saber si alguien se peroniza o desperoniza hay que subir primero una cuesta complicadísima y de múltiples senderos, casi todos conducentes a la nada, que implica definir qué es el peronismo. En principio, soy de la idea de que tal concepto encierra una serie de nociones vinculadas a equiparar las posibilidades de todos los ciudadanos, cualquiera sea su origen, estableciendo principios de justicia social, tanto discursivamente como en los hechos. En definitiva, ese es el gran legado del peronismo a la historia argentina: el establecimiento como ineludibles de una serie de derechos del pueblo que ya nadie niega.

En tal sentido, es harto evidente que Mauricio Macri no necesita peronizar su campaña, dado que ya está altamente peronizada, no solamente desde las declaraciones públicas como candidato, sino especialmente desde sus hechos en el Gobierno en la ciudad de Buenos Aires. No ha habido, si tal es el concepto de peronismo, un Gobierno más peronista que el de Macri en esta ciudad. En retrospectiva histórica, es imposible encontrar un mayor y mejor acceso a la salud y la educación públicas que en la gestión macrista. Es imposible recordar que algún otro Gobierno local se haya empecinado de la forma en que lo hizo el de Macri en hacer progresar con infraestructura las zonas más empobrecidas y postergadas históricamente en la ciudad de Buenos Aires, como La Boca, Barracas o Parque Patricios. Continuar leyendo

Disparate jurídico y abuso propagandístico

En los últimos tiempos, diversos dirigentes políticos pusieron sobre la palestra la presunta necesidad de declarar imprescriptible la acción penal sobre los sujetos imputados por delitos de corrupción administrativa. La sucesión de gobiernos cuyo final se ve envuelto en una marea de corruptelas diversas ha generado un intenso reclamo social, y la respuesta política parece vincularse con la derogación del instituto de la prescripción respecto de tales delitos.

Debo adelantar que tal propuesta es un disparate jurídico de proporciones. Es cierto que la jurisprudencia internacional penal ha declarado imprescriptibles los delitos de lesa humanidad como el genocidio, pero el fundamento de tal imprescriptibilidad se basa en la profundidad y generalidad del daño causado, y es relativo a las altas penas que les correspondería. Digamos que si por un homicidio simple pueden corresponder 25 años de prisión, un genocidio requiere el homicidio de muchas personas, y que se fundamente en razones religiosas o étnicas o políticas o raciales, es decir consistiría en una suma de homicidios agravados penados con prisión perpetua, por ende si la prescripción operase transcurrido del tiempo del máximo de todas esas condenas sumadas no operaría jamás.

Antes de continuar hay que profundizar sobre el origen, espíritu y naturaleza de la prescripción. Dicho instituto se basa en la necesidad de certezas jurídicas para los justiciables. El Estado tiene una herramienta punitiva extraordinaria consistente en la sanción penal y su aplicación, pero en el estado de derecho los poderes encuentran siempre límites y uno de estos es el temporal. Habiendo cometido una persona determinado delito, y luego transcurrido todo el plazo de una eventual condena sin cometer otro, y siendo en esta hipótesis que el Estado se mostró incapaz de determinar en ese lapso las responsabilidades del caso, sería ilógico que el Estado traslade a los particulares el costo de tal incapacidad, creando un estado de inseguridad jurídica eterno, que resulta repulsivo a cualquier concepto de Justicia.

De hecho, la noción de “plazo razonable” de un proceso podemos encontrarla en la Declaración Americana de Derechos y Deberes del Hombre, en la Convención Americana sobre Derechos Humanos, y en el Pacto Internacional sobre Derechos Civiles y Políticos, todas convenciones internacionales incorporadas a nuestro cuerpo constitucional en la reforma de 1994. Por ende, en caso de intentar derogar el delito de prescripción de nuestro ordenamiento para los delitos de “corrupción”, debería modificarse la Constitución Nacional.

Ahora bien, al margen de tal impedimento, deberíamos analizar la razonabilidad de la iniciativa. En principio los delitos de corrupción administrativa son socialmente lacerantes de modo masivo. Es decir, en tal aspecto resultan similares a un genocidio, puesto que el dinero común mal habido por unos pocos, resulta una perdida sustancial en los derechos de muchos, que concluyen en muertes por deficiente atención médica, carencia de expectativas por falta de educación, o deficiencias de por vida por no haber incorporado los alimentos adecuados.

No obstante, dichas consecuencias son mucho más indirectas que en el caso del genocidio. Por otro parte ¿cuánto más dañoso para la sociedad es un acto de corrupción que la violación de una menor o el homicidio de un anciano? Y sin embargo ambos delitos prescriben. En principio podría creerse que solo se trata en tales casos, de un particular damnificado y no de toda la sociedad, aunque también puede leerse que tales actos nos afectan a todos.

Siguiendo la lógica de la masividad del daño, ¿por qué sería imprescriptible un “prevaricato” y no lo sería una “traición a la patria”? O en todo caso ¿por qué sería imprescriptible una “negociación incompatible con la función pública” y no lo sería alzarse en armas contra los poderes constitucionales? Parece carecer de toda lógica jurídica y tratarse de un abuso propagandístico de quienes proclaman la idea.

De hecho, el legislador ha encontrado como mucho más grave un “homicidio simple” que un “incumplimiento de deberes de funcionario público”, puesto que lo ha penado con mucha más severidad en cuanto a los montos de condena. ¿Cómo podemos seriamente pretender transformar en imprescriptible un delito cuya pena mayor alcanza los dos años de prisión?

Bien posible resulta incrementar las penas para tales delitos de corrupción y con dicho incremento, se prolongaría de hecho el plazo de la prescripción de los mismos, otorgando así más tiempo a la Justicia para hacerse de las pruebas necesarias.

Pero lo más efectivo sería generar los mecanismos para contar con una Poder Judicial activo y eficiente para dilucidar los casos de corrupción, menos influido por el poder político, menos preocupado por seguir los tiempos de otros poderes; en síntesis, más independiente. Un Consejo de la Magistratura con concursos totalmente transparentes, y procesos de sanción y destitución que juzguen adecuadamente los desempeños, al margen si se investigó a tal o a cual. Lo que es necesario es madurez institucional y una sociedad preocupada por alcanzar tal madurez, como requisito sine qua non para el desarrollo social y económico.

En tanto, los políticos que utilizan discursos con propuestas inaplicables, basándose en las necesidades sociales para abusarse de la buena fe del pueblo, haciéndole creer que es posible algo que no lo es, flaco favor le hacen esa imprescindible madurez.

Fundar la Tercera República

Puede considerarse que la Primera República en la Argentina, nació el 15 de enero de 1863 cuando se estableció la composición inicial y se puso en funcionamiento la Corte Suprema de Justicia de la Nación. Pese a que la misma fue creada por la Constitución Nacional de 1853, no se consiguió hacerla operativa sino 10 años después. Allí la realidad fáctica nos entregó la plena articulación entre los tres poderes del Estado, independientes, pero basados en un esquema de controles el uno al otro, la Primera República.

Sin embargo esa República fracasó. Desde 1880 se sucedieron una serie de gobiernos basados en el fraude electoral, la supresión del peso de las mayorías en las decisiones que afectaban a todos, y el sistema de gobierno fue republicano por enunciación y oligárquico en los hechos. Pudo haberse considerado la ley Sanz Peña de 1912 y su primera aplicación en 1916, como el inicio de una segunda república, pero lo cierto es que el período de vigencia real fue demasiado breve: ya en 1930, comenzó una sucesión de gobiernos de facto a cargo de fuerzas militares que hicieron trizas el republicanismo. La interrupción más larga de dicho proceso fue el gobierno del General Perón entre 1946 y 1955, en la cual además, se introdujeron cambios constitucionales profundos, pero nuevamente se trató de una fase muy breve y casi todos los cambios mencionados fueron derogados por el gobierno de hecho que lo desplazó del poder.

Por ende, podemos establecer que la Segunda República nació el 10 de diciembre de 1983, con la asunción del presidente Raúl Alfonsín. Como primera medida porque el sistema republicano que restituye ya lleva más de 30 años de vigencia. Desde entonces la división de poderes funciona, con tropiezos pero lo hace; el soberano pueblo impone su voluntad sin mayores inconvenientes, no ha habido elecciones presidenciales formalmente fraudulentas; y la libertad de expresión, los derechos civiles, sociales y políticos están presentes en la cotidianeidad argentina. Se puede decir que la Segunda República inaugurada por Alfonsín, generó la certeza y conciencia social de la necesidad impostergable de que el sistema se mantenga vigente y pleno.

Ahora bien, desde el fin del gobierno del líder radical a nuestros días, esta Segunda República se ha ido deteriorando sustancialmente. A diferencia de lo que era previsible, el sistema republicano y democrático ha perdido intensidad y plenitud a medida que pasaron los gobiernos. Un ejemplo claro son los decretos de necesidad y urgencia. En 5 años y medio de mandato, Alfonsín firmó 10 de ellos; pero en un decenio de ejercicio, su sucesor Carlos Menem impuso su voluntad por decreto en 545 ocasiones; Fernando de la Rúa los utilizó 73 veces; pero quien completó su mandato, Eduardo Duhalde, rubricó 158 en un año y medio; y su sucesor Néstor Kirchner, 270 en solamente cuatro años. Esto es ni más ni menos que el uso de violencia jurídica sobre la división de poderes y la voluntad popular de modo masivo, un comportamiento autocrático. Que si bien es cierto, mermó con el gobierno de Cristina Fernández, bien puede creerse que esto ocurre por el control que la misma ha tenido del Congreso Nacional, dado que su marido y antecesor, también disminutó la cantidad de decretos firmados a partir de 2006, cuando se hizo se control casi absoluto de ambas Cámaras parlamentarias.

No es el único dato que prueba la descomposición republicana. Los organismos de control, como la Fiscalía Nacional de Investigaciones Administrativas que ocupaba el centro de la escena en 1983 (los memoriosos recordarán al fiscal Ricardo Molinas en acción) ya casi no existen. Se ha cambiado el número de miembros y la composición de la Corte Suprema de Justicia reiteradamente de acuerdo a las necesidades del gobierno de turno. Desde la creación del Consejo de la Magistratura, el mismo también ha sufrido variaciones con idénticos fines e intentos gravísimos de cambiar el régimen a una elección directa de sus componentes jueces, que no han prosperado, pero el mero intento implica una muestra de “desentendimiento” republicano.

A todo ello puede sumársele la supresión de fiscales “molestos” que han pretendido controlar al poder, la manipulación de la pauta publicitaria del Estado a los medios como un modo sofisticado de censura, la aprobación de concursos irregulares de origen en la designación de magistrados, y los más variados etcéteras. Por eso es que la Segunda República ya ha transitado la decadencia y se encuentra en estado terminal.

La sociedad buscará, en las elecciones del año próximo, al grupo político que sea capaz de fundar la Tercera República. Algo que no implica mucho más que demostrar que se puede gobernar eficientemente y a la vez cumplir la ley y respetar las instituciones. Que acepte que “democratizar” en muchos casos implica intensificar los controles sobre los organismos y agentes públicos, y que aún controlado, pueda gobernar. La Tercera República deberá demostrar que se puede combatir el delito y respetar los derechos humanos de todos, al mismo tiempo; y también que los intentos de eternización en el poder son nocivos para la sociedad. En síntesis, deberá mantener la esencia de la Segunda República pero en la práctica y prolongándola en el tiempo. Con instituciones sólidas y controles férreos, la corrupción se diluye, la educación, la salud y el trabajo cobran la dimensión que deberían tener, me veo tentado a decir que “se come, se cura y se educa”, porque es cierto. Los franceses van por su quinta república, nosotros podemos concretar nuestros sueños fundando la Tercera.