Así no se hace un Código Penal

El estudio de un nuevo código penal no puede ser desvinculado del contexto democrático actual, que requiere ubicar la deliberación sobre el código en un ámbito de debate desinhibido y robusto. En pocas palabras, será poco democrático un código cuyo texto no sea realmente debatido, tanto en el Congreso como fuera—con una participación ciudadana capaz de influenciarlo substancialmente. Ahora bien, ¿qué tipo de discusión?

En primer lugar, una discusión que se base en razones. Y estas razones deben ser, justamente, razonables. La idea no es discutir prejuicios, proposiciones sin sentido o teorías que no tengan base en la realidad. En segundo lugar, la discusión no debe ser utópica, sino pragmática (o prudente, si se prefiere). Un código penal para Argentina no puede ser igual que un código para Suiza. Los problemas son distintos, las historias diferentes, las tradiciones jurídicas diversas. Es decir, un código debe tener raíces. Se pueden adoptar soluciones comparadas, siempre y cuando sirvan; lo que no se puede es dejar de lado lo concreto y actual que acontece en la Argentina de 2014: ¿cuál es la situación carcelaria?; ¿cuáles son los tipos de delitos que se cometen más frecuentemente?; ¿qué influencia tiene el consumo de estupefacientes en los crímenes violentos?

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Cómo se combate la corrupción

Es frecuente en las columnas políticas argentinas sostener que la corrupción carece de peso electoral en épocas de bonanza, pero recupera importancia en períodos de crisis. Previsiblemente, el pedido de indagatoria al vicepresidente Amado Boudou no hará más que aumentar la relevancia del asunto en la agenda pública.

Ahora bien, si queremos pasar el foco del diagnóstico al tratamiento, la pregunta que debemos hacernos es simple: ¿cómo se hace para combatir la corrupción? 

La respuesta no es tan fácil—y menos lo es su puesta en práctica. Sin embargo, tampoco es imposible. Vayamos por partes.

En primer lugar, para entender el fenómeno debe ampliarse la perspectiva. Tal como sostiene Lawrence Lessig, profesor de la Universidad de Harvard, la corrupción no es sólo política, sino institucional. Un ejemplo puede explicar bien la necesidad de ensanchar el panorama: si una compañía farmacéutica hace un regalo a un médico, ¿está influyendo en la manera en la que este médico hace sus recetas? Este comportamiento ¿genera confianza o desconfianza en el público en general? ¿Entra esta acción dentro de la idea de corrupción?

En segundo lugar, hay que intensificar el control en cuatro variables distintas.

Primeramente, es necesario un control judicial efectivo sobre las transgresiones a la ley. Para esto, se necesitan jueces independientes (tanto del gobierno como de los particulares), capaces y con recursos. El ranking elaborado por The World Justice Project, en el que la Argentina quedó muy relegada a nivel de lo que suele llamarse “estado de derecho”, es sólo una de las pruebas de que en materia de independencia judicial Argentina no viene cumpliendo una buena labor. Agustín Mackinlay, en su blog Contrapesos, mide la independencia judicial a través de distintos criterios entre los que incluye la forma de nombramiento y permanencia de los jueces. Situaciones  como la del fiscal Campagnoli muestran un panorama sombrío. En cambio, el nombramiento de los jueces de la Corte Suprema durante la presidencia de Kirchner muestran que el proceso se puede desarrollar con transparencia y eso construye institucionalidad.

A nivel gubernamental, una fiscalización administrativa intensa es otro pilar importante. Se requiere aquí que quien controla a la Administración Pública no dependa de quien ejerce la gestión. Si quien debe dar el visto bueno a una contratación pública puede ser removido sin mayores dificultades por el funcionario que quiere contratar, el incentivo para controlar no es demasiado alto.

El tercer criterio es un control social eficaz, a través de una prensa que investiga y una sociedad civil que presiona. Medios de comunicación fuertes son fundamentales—y esto quiere decir, sin temor a la incorrección política, medios grandes—aunque no oligopólicos—con espaldas para aguantar presiones del gobierno u otros grupos de poder. Un ejemplo muy claro al respecto: las revelaciones de Wikileaks no hubieran producido el impacto que tuvieron sin The Guardian, el New York Times, o El País difundiéndolas. Ahora bien, los medios de comunicación también pueden traicionar la confianza pública cuando ocultan información que perjudica sus intereses o cuando operan con fines partidarios. La ley de medios ataca un punto crítico en este sentido: la relación de las empresas de medios con las prestadoras de servicios públicos. 

El cuarto aspecto engloba al resto: se precisa control político. Es decir, que las oposiciones, nacionales y provinciales, ejerzan su rol con eficacia. Una oposición endeble dificulta la independencia judicial, hace insostenible la libertad de expresión, debilita a la sociedad civil y deja sin sanción política la falta de control administrativo.

 

¿Cuál es el rol de quien gobierna? Pues puede verse básicamente en dos niveles. Por un lado, debe promover activamente el gobierno abierto y transparente—por ejemplo, a través de las leyes de acceso a la información pública. Por el otro lado, evita presionar indebidamente a la prensa y los jueces. Recalco el término “indebidamente”: impulsar un juicio político a un juez corrupto no puede ser contado como una presión indebida.

 

La carrera por 2015 ya largó y la revolución de internet pone a disposición de cualquiera  los datos para incrementar la visibilidad de las acciones de los candidatos en relación a estos temas. Una ciudadanía activa puede hacer la diferencia y lograr una decisión popular más consciente e informada. Se necesita tiempo (y ganas), pero los beneficios pueden ser enormes.

30 años de democracia, saqueos y derechos

El festejo por los 30 años de democracia se ha transformado en un velorio. Saqueos, muerte, pobreza, narcotráfico, inflación. Todos contra todos, sin nadie que ponga orden. Miles de argentinos en las villas viven como si la ley no existiera: realmente ahí no existe. Ni la ley, ni el Estado. La educación y los servicios son malos, el dinero escasea. La droga y la violencia abundan. En medio del conflicto, la clase media sufre.

El miedo al castigo -el más primitivo de los controles sociales- es inexistente. Comerciantes que se defienden como pueden. La falta de policía ha demostrado que las reglas de convivencia son débiles y puedan quebrarse ante cualquier amenaza.

Una década ganada en derechos, se escucha. Un Estado presente. Dos eslóganes que hacen mal. 

¿Por qué? Porque hemos mal entendido la idea de los derechos. Pensando todo en términos de derechos, quizás nos hemos vuelto individualistas. Cuando el otro, el del costado, tiene un problema, miramos para otro lado. Total, no soy yo quien lo tiene que ayudar. Para eso está el Estado. Y así, en el anonimato colectivo, hemos mirado sin ver como crecían la pobreza y la marginación.

Sin embargo, como decía el poeta, ningún hombre es una isla. Y la primera parte de la sentencia de Ortega y Gasset, “yo soy yo y mis circunstancias”, cada día reclama su olvidado remate; ese que reza: “y si no las salvo a ellas, no me salvo yo”.

La idea de los derechos humanos es una gran conquista para todos. Ahora bien, precisamente, se conquistan, se merecen. Se lucha por ellos. Se necesita que el Estado los respete y los promueva. Esto es fundamental para lograr un cambio sistémico. Pero cada uno de nosotros está llamado, personalmente, a trabajar por ellos.

Desde la sociedad civil y el Estado, estos 30 años reclaman que nos involucremos más. Es tiempo de hacernos responsables de lo que está pasando. ¿Qué hay otros más responsables? Puede ser. La gran mayoría silenciosa de los argentinos trabajadores, donde sea que vivan, no tiene la mayor responsabilidad. Sin embargo, la hora reclama más compromiso. ¿O vamos a esperar qué nos saquen del pozo quienes al pozo nos empujaron?

Por eso, en este triste festejo, vaya un homenaje a aquellos que no han esperado las condiciones ideales para trabajar por los demás. La gente de Un techo para mi país, Abel Albino y Conin, Juan Carr y la Red Solidaria, el Banco de Alimentos. Los que enseñan a jugar al rugby en las cárceles, enseñando virtudes. Los curas villeros, muchos amenazados por los narcos. Esa gran mayoría de funcionarios y empleados estatales que ven su trabajo con vocación de servicio. Las millones de familias que en los momentos de crisis funcionan como el primer y más importante ministerio de vivienda, educación y salud. Los entrenadores deportivos que quitan horas a su descanso en montones de clubes a lo largo del país para educar a los chicos. Los jueces y fiscales que se toman la justicia en serio. Los miles de médicos y enfermeros que se afanan sin descanso, tantas veces sin siquiera lo mínimo. Los empresarios que generan trabajo digno. Ellos no han mirado para otro lado, ni han esperado a que otro se haga cargo. Han decidido intentar salvar las circunstancias, han escuchado que cuando las campanas suenan, doblan por todos. Y por eso, todos debemos comprometernos.

La cultura del encuentro de la que tanto habla el Papa Francisco se trata de ayudar al otro. Tal vez no podemos cambiar toda la situación, pero podemos cambiar una parte. Esa parte vale la pena.

Despartidizar la sociedad

Meses atrás, la agencia tributaria estadounidense se vio envuelta en un escándalo cuando medios de comunicación sacaron a la luz que había investigado con mayor celo a algunos grupos relacionados con el partido republicano. La reacción de Obama fue inmediata: “Los estadounidenses tienen derecho a estar enojados al respecto, y yo estoy enojado al respecto. No debería importar la línea política en estos temas. Lo cierto es que el Servicio de Impuestos Internos tiene que operar con absoluta integridad”, declaró el presidente. El New York Times, que suele apoyar la agenda de Obama, cubrió la noticia y criticó lo ocurrido. Diversas ONG cercanas a los demócratas repudiaron lo sucedido. Los hechos derivaron en la renuncia de tres altos funcionarios. Lo acontecido en Estados Unidos ofrece algunas pautas interesantes para reflexionar sobre un aspecto de la realidad argentina: la sobrepartidización de lo público.

Intentaré explicarme mejor. Imaginemos que el ascensor de un edificio tiene fallas. Si se convoca una reunión de consorcio para discutir el tema, será esperable una división lógica entre los propietarios de arriba –que desean el arreglo para evitar que el ascensor se caiga mientras lo usan– y los de abajo –que, supongamos, no tienen un especial interés en el gasto, ya que ellos se bastan con las escaleras–. Ahora bien, si los consorcistas se dividiesen entre quienes apoyan al gobierno y quienes lo rechazan, en vez de agruparse entre los que quieren arreglarlo y los que no, la discusión terminaría muy lejos de las cuestiones pertinentes al ascensor.

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¿Se puede pensar bien de los que no piensan como vos?

Elena Kagan es, sin duda, una mujer exitosa. Egresada de Harvard, ejerció durante seis años como decana de su Facultad de Derecho, hasta que, en 2009, Barack Obama la nominó como procuradora general de Estados Unidos. Poco tiempo después, fue designada jueza de la Corte Suprema. A lo largo de los años, sus posiciones políticas fueron claras y coherentes, con una notoria opción por la plataforma demócrata en los temas morales y sociales que dividen hoy a Estados Unidos. Así, promovió el aborto como un derecho, criticó la política militar de “no preguntes, no cuentes” en materia de homosexualidad, y apoyó el matrimonio entre personas del mismo sexo. Tuve la oportunidad de escucharla recientemente en un diálogo con estudiantes de derecho de todo el mundo. Respondió preguntas de lo más variadas, algunas personales, otras profesionales. El tono de las contestaciones no fue académico, sino familiar, casi campechano.

En un Estados Unidos profundamente dividido entre los llamados liberales y conservadores en temas morales, económicos, en el que existen dos fuerzas políticas de ideas contradictorias muy definidas (demócratas y republicanos), y en el que la misma Corte Suprema tiene dos alas marcadas de “conservadores” y “liberales”, una alumna le preguntó, en tono cómplice, cómo se llevaba con los otros jueces, particularmente con los conservadores. Tal vez la estudiante esperaba un frontal y directo “pésimo, cómo me voy a llevar bien con esos que no quieren la igualdad o los derechos de la mujer”. Supongo que la edulcorada contestación de manual hubiera sido una apelación diplomática a las buenas formas. Sin embargo, la respuesta de Kagan fue simple y concisa: “perfecto”. Y la palabra quedó flotando en el aire, ocupando el espacio y tiempo por su contundencia.

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