¿Ajuste heterodoxo?

Itai Hagman

Una serie de medidas de política económica tomadas en los últimos meses, que fuimos analizando en distintos artículos, permiten reconstruir la estrategia que el gobierno ha definido para enfrentar su último año y medio de mandato. Acá, acá y acá, se encuentran algunos de interpretaciones de las tensiones económicas presentes y las respuestas por parte del oficialismo.

Para resumirlo en un párrafo, decíamos que frente a las presiones más agudas que el gobierno había sufrido tanto por arriba (desde el poder económico) como por abajo (desde los sectores populares), ensayaba una fuga hacia adelante. ¿En qué consiste? En conseguir una buena cantidad de dólares vía financiamiento externo para aliviar las tensiones sin necesidad de recurrir a megadevaluaciones o ajustes fiscales clásicos, con sus respectivos efectos económicos recesivos y socialmente regresivos. De esa manera se entiende que por un lado se avanzara en los acuerdos con el CIADI, el FMI, el Club de París y finalmente con Repsol, mientras que por otro lado se anunciaran programas como el PROGRESAR, que implican un mayor gasto público y un intento de “compensación” por los efectos negativos de las otras políticas.

¿Está siendo exitoso esta suerte de “ajuste heterodoxo”? ¿Efectivamente se está logrando “compensar” los efectivos negativos? ¿En qué medida los empresarios responden a los objetivos declamados por el gobierno? ¿Qué rol se le asigna a la participación popular en este proceso? Si bien el desenlace está por verse y dependerá no sólo de la acción del gobierno sino también de las luchas sociales abiertas, creemos que es posible adelantar algunas impresiones.

¿Massa tenía razón?

Durante la última campaña electoral las distintas variantes de la oposición conservadora presentaron diagnósticos y propuestas comunes. Independientemente de las diferencias en el acento republicano del FAP-UNEN, la apelación al “primer kirchnerismo” del Frente Renovador o el liberalismo rancio del PRO, existe un trasfondo común que comparten Massa, Felipe Solá, Macri, Cobos, Binner, Carrió, Lousteau o Prat Gay. Todos coinciden en que los problemas de la Argentina se deben al populismo del gobierno que “espanta inversiones”, “no pone reglas claras”, “nos aísla del mundo” y un conocido etcétera. A partir de esa crítica se justificaba el énfasis en los problemas de “competitividad” y “atraso cambiario” (una manera elegante de promover la devaluación y la baja de salarios), de “derroche del gasto público” y “emisión descontrolada” (una forma sutil de proponer ajuste fiscal y enfriamiento de la economía).

Pero la estrategia del gobierno, que rechazaba rotundamente estos planteos, fue salir a disputar con la oposición conservadora la gracia del poder económico concentrado, tal como había adelantado en su momento la propia Cristina al reclamar la presencia de los “titulares” y no de los “suplentes” de la oposición. En este sentido durante 2013 promovió una devaluación gradual de la moneda y ofreció distintos canales a los grandes exportadores para mejorarles su rentabilidad, avanzó en el plan de sincerar la inflación y aceleró las negociaciones con el Club de París y Repsol para otorgar un baño de “confianza” a potenciales inversiones y acreedores.

El objetivo es muy claro y Cristina suele enunciarlo abiertamente en sus discursos. El gobierno quiere convencer a los grandes empresarios para que sean socios y no enemigos, que dejen de quejarse por su rentabilidad ya que la “levantaron en pala” y que inviertan en el país, que sean patriotas y sensibles y no se aprovechen de su posición dominante para aumentar abusivamente los precios. Es decir, el gobierno se esfuerza por enésima vez por formar esa burguesía nacional a la que convocaron desde el 25 de mayo de 2003, un empresariado cuyos intereses estarían asociados al desarrollo de nuestro país y no subordinados a los grandes capitales financieros internacionales.

Sin embargo, a diferencia de los años 2009 y 2010, cuando ante la adversidad el kirchnerismo no dudó en tomar medidas progresivas a costa de confrontar con sectores del poder económico, en la actualidad el gobierno tomó buena parte de la agenda de la oposición, creyendo que así lograría modificar las relaciones de fuerza a su favor y alcanzar sus objetivos. ¿Acaso tenía razón la oposición cuando planteaba la necesidad de la devaluación y bajar salarios? ¿Efectivamente estábamos aislados del mundo y ahora tenemos que hacer la tarea que nos encomiendan para volver a confiar en nosotros?

Los primeros resultados están a la vista. La brusca devaluación de enero fue la primera prueba de los riesgos de la nueva estrategia económica oficial. El gobierno jugó con fuego y se quemó. La pulseada la ganaron los exportadores que hicieron un negocio importante cuyo costo lo vamos pagando en cuotas la mayoría de la población. Las recurrentes dificultades para controlar los precios son otro elemento que comienza a mostrar los problemas de la orientación actual. Y el reciente acuerdo con Repsol, además de indignante por tener que indemnizar a una empresa que vació nuestra petrolera nacional, es otra jugada de extremo peligro ya que el gobierno especula con el ingreso de ingentes inversiones (que difícilmente lleguen antes de 2015) a costa de sumar mayores vencimientos en dólares que presionarán sobre el desequilibrio en las cuentas externas.

Argentina no quiere ser Venezuela

Muchos de quienes esperaban la profundización luego del 54% del año 2011 hoy se preguntan a qué se debe esta orientación. Algunos apelan a la “correlación de fuerzas” para explicar por qué no se avanzó con transformaciones de fondo. El concepto es discutible, ya que resulta muy difícil colocar una medida exacta de la correlación de fuerzas entre las clases para evaluar qué se puede y qué no se puede hacer. Pero aquí la apelación a ese concepto funciona como un mecanismo para justificar la falta de voluntad política de llevar adelante la promesa de “ir por todo”. ¿Acaso había correlación de fuerzas para nacionalizar las AFJP? ¿Había correlación de fuerzas para expropiar a Repsol pero no para ser más firme en el escenario internacional?

Pero más allá de ese debate, la orientación actual del gobierno nacional se distancia cada vez más de cualquier perspectiva de “radicalización”. La comparación con Venezuela no es caprichosa, ya que tanto desde la derecha como desde el propio kirchnerismo y desde la izquierda dogmática se asimilan ambos procesos y también porque efectivamente muchos de los problemas económicos que se presentan en nuestro país se encuentran en el proceso bolivariano, aun más candentes. Pero mientras que frente a problemas similares el gobierno venezolano eligió un camino de radicalización declarando una “guerra económica” a la burguesía local, la nacionalización del comercio exterior y la regulación de la ganancia empresarial, el kirchnerismo ha optado por calmar las aguas y buscar un nuevo pacto con el empresariado. Las diferencias entre ambos procesos se hacen más evidentes y desde ya no radican solamente ni principalmente en los aspectos económicos.

Quizás en este punto radique una de las explicaciones de la estrategia del gobierno, ya que una salida “a la venezolana” sin dudas implicaría intensificar muchos de los problemas que hoy emergen, cuestionando las propias relaciones sociales del “capitalismo serio” realmente existente y abriendo una perspectiva de liberación. Demandaría también apostar a la organización y movilización popular en lugar de depositar toda la energía en los canales institucionales y las negociaciones a puertas cerradas. Requeriría modificar el esquema de poder político actual asentado en el PJ que hoy se prepara para heredar el gobierno en el 2015 bajo el liderazgo de Scioli, como una opción de mayor “gobernabilidad” para el establishment y dar por cerrado su amargo capítulo del kirchnerismo.

De nuevo aquí el gobierno toma el mensaje de la oposición que asustaba en la campaña con el miedo a la “chavización” de la Argentina. Más bien las señales indican que el gobierno pretende imitar el ejemplo de lo que el intelectual liberal de derecha Mario Vargas Llosa llama la “izquierda vegetariana” (en contraposición a la “carnívora” representada por el chavismo), es decir, los gobiernos de “izquierda” que aceptan el predominio de las leyes del mercado y de las instituciones y solo aspiran a establecer regulaciones sin buscar su superación por nuevas relaciones e instituciones.