¿Cómo combatir realmente la informalidad laboral?

El pasado miércoles el Congreso Nacional aprobó un proyecto de ley para promover el trabajo registrado y combatir la informalidad y el fraude laboral. El objetivo declarado es reducir la proporción de trabajo “en negro” del 33,5% actual a un 28% en un plazo de un año. La metodología elegida es mediante incentivos económicos a los empresarios (descuentos de contribuciones patronales) a cambios de blanqueo o contratación de nuevos trabajadores formales. En caso de lograrse la meta, por supuesto que se trataría de una mejora para cientos de miles de trabajadores, pero programas similares fracasaron en años previos y tanto el diagnóstico como la solución no parecen ajustarse a las necesidades de poner fin a una práctica que afecta de manera directa a casi 5 millones de familias en nuestro país, y de manera indirecta al conjunto de la clase trabajadora.

La nueva ley supone que la principal razón de la informalidad laboral son los altos costos de las empresas (sobre todo las Pymes), de allí que las exenciones impositivas sean el mecanismo ideado para facilitar el blanqueo, ya que reducir la carga fiscal permitiría a las empresas aliviar sus costos y dar margen para asumir el pago de las cargas sociales que implican formalizar el empleo. Supongamos por un momento que esto es cierto y las Pymes efectivamente enfrentan un problema de rentabilidad, habría no obstante varios aspectos discutibles que el proyecto de ley no asume.

La nueva ley invisibiliza la responsabilidad de las grandes empresas

Si bien es cierto que la mayoría del trabajo informal se concentra en las Pymes, es equivocado asumir que se trata un problema exclusivo o aislado de ese sector, ya que nuestra estructura productiva gira alrededor de las grandes empresas, muchas de ellas multinacionales, que aquí se ubican fuera del radar. Y es que en gran medida estas pequeñas y medianas empresas son proveedoras de las grandes industrias y en muchos casos directamente empresas tercerizadas de las grandes cadenas, una modalidad de producción que se ha extendido en todos estos años, a medida que se fue fortaleciendo una estructura económica inserta en las cadenas de valor del capitalismo global. Lógicamente, el poder de las grandes firmas les permite fijar precios que las Pymes asumen como dados y por tanto compensan sobre-explotando a sus trabajadores al “contratarlos” en negro. En cualquier caso la variable de ajuste siempre es el salario y el trabajo, es el eslabón más débil de toda la cadena.

Pero lo que no se puede soslayar es el rol de las grandes empresas en la estructuración del mercado de trabajo. La tercerización es una forma que las firmas líderes tienen para “lavarse las manos” de sus responsabilidades y traspasarlas a las Pymes. Un proyecto de ley que se proponga combatir la informalidad laboral no puede eludir esta realidad y concentrarse en bajar los costos de las pequeñas empresas. Dicho de otro modo, la informalidad laboral no es otra cosa que la contracara de la altísima rentabilidad de las empresas más concentradas de nuestra economía, por lo que resulta imposible atacar verdaderamente un aspecto dejando inmutable al otro. Aunque en apariencia sean cuestiones separadas, las brutales condiciones laborales de los trabajadores y trabajadoras del campo, por ejemplo no son independientes de las enormes ganancias de las grandes exportadoras.

La nueva ley elude el problema de la democracia sindical

Las razones por las cuales una empresa “negrea” no son sólo de costo salarial en un sentido directo. La informalidad permite, además de bajar costos, evitar la conquista de la estabilidad laboral y por sobre todas las cosas el “dolor de cabeza” que significa para los empresarios la sindicalización. El “negreo” es la forma más directa de evitar que los trabajadores se organicen para reclamar por sus derechos. Si incluso en empresas que contratan mano de obra de manera formal existen todo tipo de artilugios para evitar la organización gremial, más difícil aún resulta para quienes no cuentan con ningún amparo formal.

En este sentido la nueva ley sólo tiene en cuenta como sujeto para resolver el problema de la informalidad a los empresarios de las Pymes y no a sus trabajadores, quienes no son convocados a reclamar, organizarse o movilizarse para exigir sus derechos. De esta manera no se asume otra dimensión clave para terminar con la informalidad y precarización laboral: promover la organización y la democracia sindical en los lugares de trabajo. Distintas estadísticas laborales demuestran que los establecimientos laborales que cuentan con delegados sindicales electos por sus compañeros no llegan al 15% del total. Asumir esta realidad y esta dimensión de la precarización laboral, permitiría un abordaje mucho más serio y efectivo para terminar con el trabajo informal. Incentivar la sindicalización y sobre todo la democratización de la representación gremial en los lugares de trabajo, daría mayor capacidad a los trabajadores y trabajadoras para pelear por trabajar en condicionar dignas y con derechos plenos.

Vale la pena mencionar también el ninguneo a los trabajadores de la Economía Popular que vienen organizándose gremialmente en la Confederación de Trabajadores de la Economía Popular (CTEP) y exigiendo su reconocimiento al Ministerio de Trabajo. En lugar de concentrarse exclusivamente en beneficios impositivos para los empresarios, otorgar legalidad a un sindicato integrado por trabajadores precarizados o informales, sería una gran herramienta para avanzar en la lucha contra el fraude laboral.

Ausencia de una perspectiva integral

En resumen, aislar el problema de la informalidad laboral constituye un diagnóstico equivocado, que explica los fracasos previos. Incluso concediendo que las exenciones impositivas puedan llegar a ser un mecanismo útil, lo cual también es discutible, lo concreto es que hecho de manera aislada probablemente no produzca los resultados esperados y sobre todo no permita resolver la cuestión de fondo. Es que la precarización laboral en un sentido amplio y en particular el “negreo”, no son problemas sectoriales, sino un rasgo estructural del conjunto del mercado laboral que se fue diseñando en las últimas décadas.

Por eso, combatir la informalidad debería contemplar derogar las leyes de flexibilización laboral, discutir una ley para terminar con el fraude laboral de las tercerizaciones de las grandes empresas y promover la organización democrática de los trabajadores. Puede parecer utópico, pero en realidad es la única vía hasta en el sentido más pragmático del asunto. Lo que sin dudas resulta utópico es pretender combatir la informalidad con políticas focalizadas de dudosa aplicabilidad.

Quién maneja la economía

En estos días de corridas cambiarias, golpes de mercado y cambios en la política económica oficial, pocos de los análisis que se ofrecen en los medios de comunicación presentan a los actores sociales y a los intereses en juego detrás de estos movimientos. En cambio, la mayoría prefiere aludir a cuestiones técnicas o hablar de la ineficiencia de tal o cual aspecto de la gestión gubernamental. Por eso no pueden explicar que el gobierno haya convalidado – al menos parcialmente – las exigencias que le hacía el poder económico concentrado. Como ya no pueden decir que los males de la Argentina se deben al atraso cambiario – actualizado en un 60% en el último año – ni al llamado “cepo”, ahora salen a plantear que en realidad no eran esos los problemas sino una deficiencia general – casi emocional – de falta de confianza hacia el gobierno por parte de los mercados. En definitiva, todo apunta a la idea de que no importa lo que se haga, las inversiones no vendrán y la cosa sólo se podría resolver con un cambio de gestión en el 2015. Pero cuando el relato liberal habla de “los mercados”, no se refiere a poderosos grupos económicos con capacidad de formar precios o realizar maniobras especulativas en búsqueda de ensanchar sus ya abultados márgenes de ganancia, sino pobres “agentes” víctimas de un clima de incertidumbre, a su vez hijo de la improvisación de un plan económico deficiente.

Sin embargo, lo ocurrido en los últimos días no es otra cosa que un rotundo triunfo de estos victimizados “mercados”,  y muy por el contrario del imaginario que los ubica como presos de los vaivenes de la política oficial, en realidad han demostrado que tienen y siempre tuvieron la sartén por el mango (y el mango también diría María Elena Walsh). El gobierno perdió una de las pulseadas más fuertes con los exportadores y, de declamar su rechazo absoluto a sus pedidos, pasó a convalidarlos. Primero defendió el tipo de cambio como ancla de precios contra los argumentos devaluacionistas, para luego adoptar la política de “devaluación gradual” contrapuesta a la “brusca” impulsada por el poder económico. Finalmente ahora se defiende los ajustes bruscos en el tipo de cambio contrapuestos a la “megadevaluación” que promueven los mercados.

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