Cuando los economistas son parte del problema cambiario

Luego de 70 años de una fuerte inestabilidad cambiaria y encendidos debates en torno al valor correcto de la moneda extranjera (en especial, el precio del dólar estadounidense), resulta muy difícil entender cómo aprendimos tan poco sobre este tema. Quizás la exagerada impronta neokeynesiana de los cursos de macroeconomía, economía internacional y teoría monetaria (entre otras áreas) que se han dictado y se siguen dictando en este país han deformado tanto la cabeza de los economistas que no logran captar las cuestiones más elementales del análisis económico.

En línea con el argumento más utilizado por los economistas locales, debemos analizar la evolución del tipo de cambio real de la moneda de Argentina respecto de la de los Estados Unidos desde 1950. En este sentido, la evolución del tipo de cambio real muestra dos características esenciales: (i) una continua tendencia a la apreciación de la moneda y (ii) una gran volatilidad en la serie. Esta situación se podría racionalizar con un caso de equilibrios múltiples donde en alta confianza, como ser la década del 1960, el inicio de la tablita cambiaria y la convertibilidad, la moneda se aprecia, mientras que en la década del 1950, la primera parte de la década del 1970 (con un pico en el Rodrigazo), la década del 1980 (con pico en la hiperinflación) y lo que va del siglo XXI (con un salto en la salida del plan de convertibilidad) son momentos caracterizados por un alto nivel de desconfianza. Continuar leyendo

Cómo retornar a la senda del crecimiento

Desafortunadamente para nuestro país, la irresponsabilidad fiscal keynesiana (ver capítulo 22 de la Teoría General de Keynes), los delirios monetarios de los estructuralistas y la idea de lucha de clases marxista no sólo se han llevado puesto 5 o 6 signos monetarios, sino que han logrado hacer de un país rico uno de frontera, menos que un emergente. A mediados del siglo XX, nuestro país tenía un producto por habitante que representaba el 97% del de los Estados Unidos, mientras que hoy, no sólo que estamos en torno al 20% (medido al tipo de cambio oficial) sino que además, la destrucción del capital físico, humano, institucional y social nos pone en un sendero que, de no modificarse, haría que en 50 años caigamos irreductiblemente a la categoría de país pobre. En este sentido, Argentina, junto a Venezuela, se ha convertido en uno de esos casos raros en los que no se cumple la convergencia (mayor crecimiento del producto per-cápita en los países de menores ingresos que de largo plazo tienden a igualarse con los desarrollados), siendo la base de dicho fracaso el desmadre de la política fiscal.

Al igual que para el resto de la historia argentina, esta década no ha sido la excepción. Desde el año 2004 en adelante, el resultado fiscal primario sin rentas en términos del PIB no ha parado de caer. Así, desde una posición inicial superavitaria de 2,3% del PIB hoy nos encontramos con un déficit del 4,7%, pese a contar con la mayor presión tributaria de toda la historia argentina y con el empuje recaudatorio de toda recuperación cíclica. A su vez, si este déficit fiscal primario se corrigiera por la nueva medición del PIB, el mismo se ubicaría en 3,7%. Puesto en blanco y negro, dado que la capacidad de pago viene dada por el valor presente de los superávits primarios futuros, ello implica que, de no cambiar la política fiscal, el país es insolvente.

Argentina hoy presenta un stock de deuda en torno a los USD 270.000 millones, mientras que el PIB se ubica en los USD 600.000 millones, esto es, la relación deuda-producto de la economía es del 45%. A su vez, si uno toma el riesgo país promedio histórico y una tasa de interés libre de riesgo del 3,5%, la tasa de la deuda sería del 9% (un supuesto optimista a la luz del fracaso en el intento de canje reciente). Bajo este conjunto de hipótesis y tomando un crecimiento de largo plazo para el PIB del 3%, el país, para alcanzar la solvencia intertemporal (repago de la deuda) necesitaría lograr un superávit primario en términos del PIB del 2,6%. En otras palabras, si Argentina no hace un ajuste de 6,3 puntos porcentuales, más temprano que tarde, terminará cayendo en un nuevo default. Por otra parte, si la idea fuera convivir con una tasa de inflación en torno al 5%, el ajuste podría reducirse a 5,6% del PIB. Alternativamente, frente a este esquema de ajuste de shock, con un gobierno con reputación y que resulte creíble, se podría instrumentar un ajuste gradual que implicaría una mejora del resultado primario de USD 4.000 millones año tras año, que puesto en términos del PIB representaría un salto inicial de 0,7%, donde dicha carga iría disminuyendo en la medida que la economía crezca.

En función de lo anterior, vuelve al centro del debate las ventajas y desventajas de las políticas de shock sobre las gradualistas. Sin embargo, desde mi punto de vista, esa discusión solo tiene sentido en el marco de la falacia keynesiana -motivo por el cual perdió escandalosamente en el debate con los monetaristas y la corriente principal de la profesión trabaja sobre el marco de una economía intertemporal- pero no en la vida real. En cuanto a este punto, la experiencia argentina es contundente. Nuestro país ensayó programas antiinflacionarios de shock en los años 1952, 1959, 1967, 1973, 1985 y 1991 (los programas de 1976 y 79 fueron gradualistas) y salvo el de 1959, ninguno fue recesivo. Es más, en el caso de los programas a cargo de los Ministros de Economía Krieger Vasena (1967), Gelbard (1973), Sourrouille (1985) y Cavallo (1991) no sólo no fueron recesivos, sino que además fueron expansivos. Por otra parte, el ajuste de 1959, la esencia de dicho plan fue una devaluación acompañada por un apretón monetario que, dado el salto inicial de los precios, redujo el poder de compra de los agentes y ello deprimió la demanda agregada generando una recesión. Sin embargo, esta situación no es asimilable con el presente de nuestro país, ya que en el plano monetario existe un exceso de pesos del orden de 5% del PIB, el cual actuaría como una suerte de colchón sobre las tenencias reales de dinero.

En cuanto al ajuste del gasto el mismo tendría dos partes. Por un lado se deberían cortar de cuajo los subsidios económicos (¡no los sociales!), lo cual permitiría ahorrar cerca de 5% del PIB, al tiempo que el resto vendría por la licuación de partidas, que deberían crecer 4% por debajo de la inflación. Este ajuste no será recesivo ya que elimina las transferencias a un grupo de agentes que consumen solo una fracción de sus ingresos, para dejar de cercenarle vía el impuesto inflacionario el ingreso disponible al grupo de bajos ingresos quienes consumen prácticamente todo su ingreso. En este contexto, dada la transferencia entre agentes, el consumo de la economía aumentaría. Por otra parte, la suba de tarifas permitirá que las inversiones queden a manos de las empresas, las cuales no sólo serán seleccionadas con mejores criterios que el utilizado por el sector público, sino que al eliminar la transferencias entre sectores, el flujo de fondos de las firmas aumentará potenciando la inversión. Naturalmente, habría un impulso extra derivado de la caída de la tasa de interés por el menor riesgo país. Por lo tanto, este programa no sólo que no será recesivo, ya que la mejor distribución del ingreso impulsará el consumo y las señales de precios impulsarán a la inversión, sino que además al extirpar la inflación y frenar el drenaje de divisas, permitirá levantar el traumático cepo cambiario.

Si bien el programa mencionado permitiría bajar la inflación sin tener que enfrentar una caída del nivel de actividad y del empleo, ello no será suficiente para volver a crecer de una manera vigorosa. Para retornar a la senda del crecimiento será necesario que la economía recomponga la competitividad y que a su vez aumente el ahorro para financiar una mayor inversión. En cuanto a la competitividad, esta viene dada por la presencia de economías de escala, bajas tasas de interés, salarios alineados con la productividad y baja presión fiscal. De más está decir que la política económica de la última década cerrando la economía, tasas de interés exorbitantes a causa del riesgo país, mecanismo de aumentos de salarios en un contexto distorsionado por la inflación y una presión fiscal que asfixia al sector privado (sin una contrapartida de calidad en el gasto público) no han ayudado en lo más mínimo para favorecer un mayor crecimiento.

Finalmente, trabajando con el modelo de Jones-Manuelli (el cual conjuga crecimiento de largo plazo y presencia de convergencia) calibrado para el caso argentino, la tasa de crecimiento anual compuesto para los próximos diez años en el caso de shock sería del 6,6%, mientras que para el caso gradual sería del 6,2%. Al mismo tiempo, si el tamaño del sector público se lo llevara a los niveles de la década del 90 la tasa se incrementaría a niveles del 7,6%. En este contexto, el PIB per-cápita durante la próxima década se incrementaría en un 108,7%. Por último, si sumamos a ello que la caída en el riesgo país aceleraría la convergencia del tipo de cambio real a los valores de equilibrio de largo plazo (cerrando 1/3 de la brecha), el producto per-cápita se ubicaría dentro de una década en torno a los USD 33.000. Por lo tanto, estos ejercicios dejan de manifiesto que no existe conflicto entre ajuste fiscal y bienestar de la población. Lo que si hay es un conflicto de intereses entre aquellos que se benefician del gasto público y los que deben implementar el ajuste.

El triunfo de la racionalidad y el bienestar general

El marco imponente que ofrecía el Monumento a la Bandera frente al río Paraná, las pegatinas de afiches y pintadas de paredes de los días previos y las consignas de los manifestantes, todo parecía una trampa que condujera a Cristina Fernández de Kirchner a envalentonarse en un discurso casi tan peligroso como la decisión de Adán y Eva en los inicios de la humanidad. A pesar de ello, la Presidente, y a modo de homenaje a los economistas en su día, pegó un golpe de timón que nos evitará caer en el abismo de un nuevo default.

Lejos de posiciones absolutistas e inconducentes que hubieran llevado al hundimiento de la economía, la mandataria brindó un discurso en torno a la problemática de la deuda que muestra el triunfo de la racionalidad intertemporal por sobre la miopía ideológica. Triunfó el pragmatismo. En este sentido, reconocer cómo acreedores dignos de recuperar sus inversiones tanto al grupo del 92,4% que ingresó a los canjes de 2005 y 2010 como a los que decidieron no hacerlo es una gran noticia para los ciudadanos de nuestro país, los presentes y los futuros.

Frente a la negación de la Corte Suprema de Justicia de los Estados Unidos de tomar el caso, la posibilidad de extender el momento de la negociación con los holdouts más allá del 2014 (cuando vence la cláusula RUFO) quedó abortada, por lo que el fallo del juez Thomas Griesa quedaba en firme. Así, al Gobierno se le presentaban tres caminos: (i) buscar una forma de pago para compensar a los inversores litigantes; (ii) no acatar el fallo y buscar hacer el pago mediante el cambio de jurisdicción; y (iii) defaultear tanto a los bonistas que ingresaron a los canjes de 2005 y 2010 como a los holdouts.

Si bien la Presidente había manifestado su intención de dar cumplimiento con el pago a aquellos bonistas que ingresaron a los canjes de 2005 y 2010 descartando la tercera de las posibilidades, elegir el cambio de jurisdicción, frente a su imposibilidad práctica (al tiempo que caeríamos en desacato y en default selectivo) parecía indicar que íbamos camino a un nuevo default.

En este sentido, de haber optado explícita o tácitamente por un nuevo default, no hubiera sido algo libre de costo. Desde el punto de vista de la macroeconomía del corto plazo, la volatilidad y la incertidumbre si habrían desbordado. El riesgo país se hubiera disparado y con ello la tasa de interés, produciendo una abrupta caída de la inversión. Por otra parte, una mayor incertidumbre hubiera generado los incentivos para convertir los ahorros en moneda extranjera poniendo mayor presión sobre el tipo de cambio y los precios. Ante dicho contexto hubiera tenido lugar una fuerte descoordinación entre el ahorro y la inversión, lo cual destruiría el nivel de actividad, el empleo y el salario real.

Por otra parte, desde una perspectiva de mediano y largo plazo los resultados tampoco resultaban atractivos. En primer lugar, no sólo hubiera persistido el problema con los litigantes, sino que la extensión del default hubiera retraído la situación a la previa de 2005, por lo que frente a un problema de fácil solución hubiéramos caído en uno mayúsculo, ya que ante el fallo del Juez Griesa nadie tendría incentivos para ingresar a una nueva reestructuración con quitas. En segundo lugar, no sólo hubiéramos mostrado desacato y que sólo cumplimos con las reglas cuando nos resultan favorables, sino que nos hubiéramos puesto de espaldas a la principal fuerza del crecimiento: el respeto de los derechos de propiedad. Al mismo tiempo, y en relación con lo anterior, hubiéramos tirado por la borda todo el crecimiento potencial asociado con la nueva infraestructura a desarrollarse en los próximos años.

Diversos estudios sobre los requerimientos de infraestructura para los próximos diez años arrojan que es necesario invertir cerca de USD 295.000 millones. A su vez, Redes Viales, Energía Eléctrica y Gas y Oil representan el 86% del total. Puntualmente, Oil y Gas demandará inversiones por USD 107.000 millones derivados de USD 29.000 millones para petróleo y gas convencional, USD 29.300 millones para shale oil, USD 34.700 millones para shale gas y alrededor de 14.000 para downstream.

En cuanto a Energía Eléctrica, los requerimientos totalizan 38.000 millones de los cuales 25.000 millones son para generación y 13.000 millones para distribución. A su vez, la puesta al día y el mantenimiento de las inversiones demandarán 50.000 millones más. En cuanto a las redes viales, estas demandarán 58.000 millones, ferrocarriles y subtes 34.500 millones, agua y saneamiento 6.500 millones y telefonía móvil USD 1.000 millones (cifras en dólares en todos los casos). Naturalmente, con un default inmanejable estas inversiones se perderían y dado en nivel de saturación de la infraestructura presente, el propio aumento de la población nos llevaría a un colapso. A su vez, el nivel de madurez mostrado junto a una mejora de las instituciones podría adelantarlas en el tiempo, cuya consecuencia sería una aceleración de la tasa de crecimiento de la economía.

Finalmente, ahora surgirán las preguntas acerca de la transición. Sin embargo, como un resultado impensado frente a la generosidad política traducida en pragmatismo, es muy probable que, dados los fundamentos de la economía, nos encontremos frente a una oleada de fondos externos que nos permita transitar el camino sin sobresaltos. Y si los hubiera, nunca serían tan duros como los derivados de un nuevo default.