¿Emergentes o maduras?

Organizar una Copa del Mundo o unos Juegos Olímpicos cuando se aspira a ser una potencia deportiva es un reto formidable. Sólo pueden realizarlo con comodidad aquellos países que, gracias a su régimen político autoritario, pueden concentrar los recursos del Estado no sólo en la parte logística, de infraestructura y publicidad, sino también en un desempeño atlético sobresaliente. Es el caso de Beijing hace seis años; de Moscú en 1980 (aunque se fue todo al traste debido al boicot por EU y otras potencias occidentales); y EU en los JJOO de 1984 en Los Ángeles, donde la confusión de los ámbitos públicos y privados permite la concentración de recursos necesaria.

La fácil es la de Sudáfrica o Corea con las Copas anteriores, incluso de México en 1970 o 1986: se pudo separar el desempeño de los deportistas nacionales de la capacidad organizadora del país. Se esperaba que México y Sudáfrica organizaran bien los eventos, pero en ningún caso alguien esperaba un éxito deportivo de dichos países; no somos ni seremos potencias deportivas. Las cosas se complican cuando al desafío de la organización y recepción de cientos de miles de turistas se suma la convicción de que el país anfitrión va a salir airoso de las competencias que organiza. China lo pudo hacer, a Inglaterra no le pedían tanto, pero a Brasil, en 2014, le han pedido todo. Como era previsible, no pudo con el paquete.

No es que su desempeño haya sido malo: llegar a semifinal para cualquier país es un gran avance, que nosotros los mexicanos nunca hemos logrado. Evitar grandes fracasos organizativos y accidentes es una hazaña en un país cuyas dimensiones de desarrollo complican cualquier tarea de esa naturaleza. Pero tener que cumplir con dos series distintas de expectativas puede parecer imposible. Es lo que sucedió con Brasil, por lo menos en lo que a sus resultados futbolísticos se refiere; ya veremos cuando se haga el balance de lo demás, si el gobierno de Dilma pudo más que la escuadra de Scolari.

El problema es tanto de sociedad como de instituciones y de desarrollo. Los brasileños le piden demasiado a su selección, y de cierta manera también a su gobierno. No tienen con qué responder, como tampoco podríamos nosotros. La sociedad alemana pide menos en materia futbolística a su equipo y a su gobierno, y puede mucho más. Todavía hay clases sociales entre países. Cuando empezó la moda de los BRICS (Brasil, Rusia, India, China y Sudáfrica) o de las llamadas potencias emergentes, muchos decían que era sólo justicia. El orden internacional del final de la Segunda Guerra entronizó la correlación de fuerzas de la victoria aliada y la derrota del eje, y apenas comenzaba la descolonización. Era lógico que sólo los cinco países victoriosos tuvieran un escaño permanente en el Consejo de Seguridad de la ONU, y que las economías “modernas”, aunque destruidas, tuvieran mayorías abultadas de votación en las instituciones de Bretton Woods. Medio siglo después, parecía absurdo que países como la India, Brasil o de otra manera Alemania y Japón, siguieran sin presencia permanente en el Consejo de Seguridad, o que Bélgica tuviera más votos en el FMI que China.

Algunos sostuvimos que, aunque esto era injusto, no era necesariamente “malo”. Subrayábamos que transformar dictaduras como China y Rusia a medias en el equivalente de democracias hipócritas pero reales no era una gran idea. Darle poder de veto a países como Alemania y Brasil, que no querían ejercerlo sino hacerse tontos en todo lo que ahí se discute, tampoco era una idea genial. Yo no sé si quienes postulamos esta tesis tenemos o no razón, pero sí sé que en materia de economías emergentes me quedo con las ya maduras, así como para las cosas de la vida moderna. Para las demás, prefiero las sociedades en vísperas de alcanzar el umbral de la modernidad. Sobre todo para pasarla bien. En otras palabras, para la música, el baile o el cine, me quedo con Brasil. Para el futbol, los autos, los aeropuertos y la ropa, me quedo con Alemania.

La culpa del retraso

La semana pasada comentábamos que para no pocos actores y analistas de la evolución política de México, en 1994 la resplandeciente transición mexicana desaprovechó una excelsa oportunidad para consumarse a tiempo, y cuando finalmente sobrevino, ya no pudo surtir todos los efectos deseados, ni logró detonar los círculos virtuosos anhelados. La reforma energética de Peña Nieto ¿correrá la misma suerte?

Hoy los protagonistas más capaces del PRI, como los que se encuentran en el gobierno, o Manlio Fabio Beltrones y David Penchyna en el Congreso, reconocen de una manera u otra que quizás la reforma de fondo ahora aprobada pudiera haberlo sido doce o seis años antes. Saben bien, porque allí estuvieron, que tanto Vicente Fox como Felipe Calderón, con las habilidades y torpezas de cada uno, se propusieron una abertura a la inversión privada en CFE y Pemex, y que fracasaron porque el PRI no quiso regalarles esa medalla. Especialistas de gran talento y simpatía por México como Daniel Yergin postulan, posiblemente con razón, que sólo un presidente del PRI hubiera podido enterrar la herencia del PRI: Nixon en China, como nos lo anunció Enrique Peña Nieto en La hora de opinar hace casi dos años. Todos concluyen, de alguna manera, que fue una lástima que todo esto -lo cual, como ya dije, aplaudo y aquilato- no haya sucedido antes, pero lo esencial es que haya acontecido ahora. ¿Y si no? ¿Podrá pasar lo mismo que con la transición a la democracia, o la apertura de la economía?

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Snowden: nadie come lumbre

El tragicómico episodio del vuelo presidencial boliviano entre Moscú y La Paz encierra, como buena novela de espionaje, todo tipo de enigmas, engaños, excesos y connotaciones. Seguramente, en los próximos días nos enteraremos de una de parte los chismes pertinentes y otros permanecerán en el misterio. Por lo pronto podemos utilizar el incidente -grave por la resonancia y, como hubiera dicho una tía de Héctor Aguilar Camín, ”el retintín’’ europeo frente a los países tropicales- pero también envuelto en lo que en algunos momentos parece ser una comedia de mayor o menor mal gusto. Como todo es especulación, conviene proceder por preguntas sin respuestas.

Para empezar, ¿por qué uno de los gobiernos más pobres de América Latina tiene un avión presidencial Dassault Falcon 900 de fabricación francesa con autonomía de vuelo de 7,400 kilómetros? Uno puede legítimamente preguntarse si un país que padece el atraso de Bolivia debe enviar a su presidente a decenas de miles de kilómetros de distancia a una conferencia, por importante que sea, en avión privado. De haber viajado en avión de línea, nada de esto le hubiera sucedido a Evo.

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O momento brasileiro

Fue predecible la derrota de la Selección mexicana contra la brasileña en el partido de ayer; es comprensible que el año entrante en el Mundial con sede en Brasil nos vaya igual que siempre: octavos de final y ya. También es perfectamente lógico que ahora resulte que la supuesta edad de oro del gigante sudamericano no sólo fue efímera y superficial, sino que desembocó en protestas sociales, sobre todo de jóvenes, como nunca se habían visto en las ciudades San Pablo, Río de Janeiro, Belo Horizonte y otras, desde mediados de los años ochenta.

Lo incomprensible estriba en el error que cometieron muchos brasileños al creerle más a los medios internacionales, a las casas de bolsa, a las corredurías y a los supuestos analistas financieros y económicos de los grandes bancos de Wall Street y de la City en lugar de confiar en sus instintos y sus propios conocimientos. Cuando todas estas fuentes de sabiduría y de presunta recopilación de informes y datos cantaban extraordinarias loas al desempeño de la economía brasileña, del Banco Central, del gobierno de Lula, del programa Bolsa Familia, del surgimiento del gigante verde amarelo, los magníficos estudiosos y comentaristas brasileños de las grandes universidades, medios de comunicación y think tanks, como la Fundación Getulio Vargas, debieron haber detonado señales de alarma explicando que no era así de sencillo: que tal o cual banca de inversión en Nueva York o en Londres, o empresa, o hedge fund y private equity fund, tuviera razones de interés directas.

También debieron haber escuchado a aquellos que les dijeron que realizar a dos años de distancia los eventos de la Copa Mundial y los Juegos Olímpicos no es nada del otro mundo; más aún, el último país latinoamericano que lo hizo, a saber, México 1968 y 1970, lo único que conserva en su memoria colectiva al respecto es la matanza de Tlatelolco. Pudieron haberle preguntado a los sudafricanos, a los ingleses y a muchos más, quienes les habrían confesado con cinismos y resignación que esos acontecimientos no traen inversión extranjera más allá de la que había de todas maneras; no atraen un mayor número de turistas de modo duradero, y que sobre todo la infraestructura en la que se invierten enormes cantidades de recursos no suele servir de nada más tarde. Sólo puede sacarle verdadero provecho a un evento de este tipo un país como China, que puede canalizar enormes esfuerzos y recursos a un evento de Estado, y reprimir si es necesario a quien se oponga a él. Eso no lo puede hacer el gobierno de Dilma Rousseff afortunadamente, pero sin eso, este tipo de eventos no suele prosperar.

Las protestas en Brasil contra el aumento en transporte público, la mala calidad de la educación pública, las deficiencias del sector salud y las inmensas inversiones en los nuevos estadios, caminos, aeropuertos, etcétera, necesarios para el Mundial y los Juegos Olímpicos, seguramente llegarán a su término pronto. Brasil es una auténtica democracia, y existen muchas maneras de canalizar ese descontento por vías institucionales. Además, en vista de que el gobierno de Rousseff es un gobierno a la vez eficaz y sensible, seguramente tomará medidas para atender las demandas y las quejas de los manifestantes. Lo que se habrá roto, quizás sea justamente la burbuja brasileña o el espejismo brasileño que nunca debió haber adquirido las dimensiones que tuvo.

Todo esto debiera servirnos también en México. Decía hace unas semanas en una cena Luis Rubio, con la perspicacia que lo caracteriza, que cuando todo era fantástico en Brasil y todo en México era un desastre, aquí seguíamos creciendo al 3%. Aguas con los medios internacionales, aguas con el optimismo beato de los analistas internacionales increíblemente superficiales, aguas con el momento de México. Hay mucha gente que sabe manipular a los medios internacionales, a las casas de bolsa, a los fondos y a las corredurías. Habría que preguntarles a ellos para no creernos cuentos sobre el destino nacional.