Rigideces

En las últimas semanas el gobierno de Enrique Peña Nieto (EPN) ha logrado éxitos innegables, profundizado en la transformación del país. Con independencia de las implicaciones a largo plazo en materia de violencia e inseguridad, haber capturado a El Chapo, abatido a El Chayo, domesticado a las autodefensas en Michoacán, y estabilizar (no estoy tan seguro de lo apropiado del verbo disminuir) las ejecuciones, los secuestros y la extorsión, son logros indiscutibles. Asimismo, las decisiones recientes del Ifetel, más allá de las consecuencias a mediano y largo plazos que entrañan para los monopolios de telecomunicaciones, son pasos en la dirección correcta. El lento, pero parece que continuo, avance de las disposiciones secundarias en materia de reforma política, energética y educativa puede también verse como parte de esta buena gestión gubernamental.

Entonces, ¿por qué las rigideces tan severas en materia de encuestas y de desempeño de la economía en su conjunto? Hay algo aquí que conviene analizar aunque sólo sea de manera preliminar, entendiendo que no llevamos ni medio sexenio de EPN pero tampoco sólo unos meses. Empecemos por las encuestas.

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Consulta y pregunta

Este lunes Milenio publicó una entrevista con Videgaray donde decía: “Respecto a la eventual consulta popular para echar atrás los cambios energéticos, [...] se mostró seguro de que no afectará; sin embargo, indicó que mucho tendrá que ver la pregunta que se le haga a la población, por lo cual lo más importante es cuidar cómo sea…”. Para alguien que suele hablar con precisión, la declaración puede leerse como una aceptación tácita de la consulta popular sobre la reforma energética que ha pedido la izquierda. Con una condición: que la pregunta se formule de una manera que no sesgue el referéndum hacia el “no”.

Se trata de un cambio importante y positivo. No sé cuántos seamos, pero algunos estamos totalmente a favor de la reforma energética de Peña Nieto, y a la vez a que se someta a una consulta popular vinculante. La discusión jurídica sobre la misma tendrá lugar en los meses que vienen y en caso de no haber un acuerdo político, será zanjada por la Suprema Corte. Pero si se llegara a un entendimiento entre por lo menos una parte de la izquierda y el gobierno sobre los puntos torales, representaría un gran avance para todo el mundo.

Algunos buenos amigos legisladores priístas me han comentado que independientemente de lo que diga el nuevo artículo 35 de la Constitución, fracción VIII, tercer párrafo, la Constitución no puede ser modificada por la vía de la consulta popular. La razón que esgrimen es que el artículo 135, sólo prevé una vía para cambiar el documento de 1917, a saber, “por el voto de las dos terceras partes [del Congreso de la Unión] y por la mayoría de las legislaturas de los Estados”. Pero esta interpretación presupone otra, no necesariamente correcta.

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La culpa del retraso

La semana pasada comentábamos que para no pocos actores y analistas de la evolución política de México, en 1994 la resplandeciente transición mexicana desaprovechó una excelsa oportunidad para consumarse a tiempo, y cuando finalmente sobrevino, ya no pudo surtir todos los efectos deseados, ni logró detonar los círculos virtuosos anhelados. La reforma energética de Peña Nieto ¿correrá la misma suerte?

Hoy los protagonistas más capaces del PRI, como los que se encuentran en el gobierno, o Manlio Fabio Beltrones y David Penchyna en el Congreso, reconocen de una manera u otra que quizás la reforma de fondo ahora aprobada pudiera haberlo sido doce o seis años antes. Saben bien, porque allí estuvieron, que tanto Vicente Fox como Felipe Calderón, con las habilidades y torpezas de cada uno, se propusieron una abertura a la inversión privada en CFE y Pemex, y que fracasaron porque el PRI no quiso regalarles esa medalla. Especialistas de gran talento y simpatía por México como Daniel Yergin postulan, posiblemente con razón, que sólo un presidente del PRI hubiera podido enterrar la herencia del PRI: Nixon en China, como nos lo anunció Enrique Peña Nieto en La hora de opinar hace casi dos años. Todos concluyen, de alguna manera, que fue una lástima que todo esto -lo cual, como ya dije, aplaudo y aquilato- no haya sucedido antes, pero lo esencial es que haya acontecido ahora. ¿Y si no? ¿Podrá pasar lo mismo que con la transición a la democracia, o la apertura de la economía?

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El retraso mexicano

A lo largo de las próximas semanas y meses, proliferarán los análisis y recuerdos de acontecimientos decisivos para el país, todos ellos sucedidos durante el fatídico año de 1994. Entre otros, el número de enero de la revista Nexos incluirá textos recordando el alzamiento zapatista, la entrada en vigor del TLCAN, el asesinato de Colosio, la campaña presidencial, la ejecución de Ruiz Massieu, los errores de noviembre y diciembre y el consiguiente colapso de la economía a fin de año. Los sucesos de ese año fueron muchos, y marcaron el destino del país por mucho tiempo -hasta la fecha. Nos dejaron muchas enseñanzas, pero una lección de suma pertinencia hoy en día puede haber pasado desapercibida. Quisiera dedicar mis dos últimos artículos de este sexagésimo año de mi buena vida a esa lección y su relevancia actual. Se trata de lo que no aconteció en 1994.

La resplandeciente transición mexicana desaprovechó una excelsa oportunidad para consumarse a tiempo, debido a la ceguera de Carlos Salinas, a la indiferencia de los poderes fácticos, y a la insuficiente ambición de Diego Fernández de Cevallos. Algunos lectores recordarán cómo a partir del debate presidencial de finales de mayo, gracias a la aplastante victoria de Diego y la inmisericorde derrota de Zedillo (y de Cárdenas), se invirtieron las tendencias de las encuestas. Ascendió el panista, y aunque su campaña se pasmó, de no haber sido por la incorporación completa de Salinas y del gobierno federal a la contienda (a través del gasto, de la propaganda, del activismo del presidente y del aparente destierro de Diego de las pantallas de televisión), el PRI podría haber perdido.

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Encuestas a un año

No me da buena espina lo que sucede en el Congreso en torno a las llamadas reformas político-electoral y energética, pero supongo que conviene esperar hasta el desenlace para pronunciarse sobre el contenido, y no el mero enunciado, de dichos cambios legislativos. Me sigue persiguiendo el leve temor de que en estos dos casos sucederá lo mismo que con otros en este sexenio: el gobierno ha adquirido la insólita habilidad de transformar buenas ideas y buenas intenciones en malos resultados. Pero aguardemos.

Lo que sí conocemos ya es el resultado de las encuestas al año de haber tomado posesión Enrique Peña Nieto. Además de la de esta casa, se pueden consultar la de Ulises Beltrán, en Excélsior; la de Francisco Abundis y Parametría; la de Jorge Buendía, en El Universal, y algunas otras de radio o privadas. Todas reflejan la misma tendencia, con campos de variación mayores o menores según la ficha técnica de cada sondeo. Los números son malos y deben ser preocupantes. La aprobación y calificación del presidente y del gobierno han caído entre una cuarta y quinta parte; la evaluación del desempeño gubernamental en temas específicos también, y los augurios negativos para el futuro se han elevado.

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