La ruta de la muerte

NOGALES, ARIZONA - Hoy, en esta frontera, va a morir un inmigrante. O quizás dos. Mañana se repetirá la historia. Y pasado mañana también. Son muertes terribles e innecesarias. Los inmigrantes se pierden en el desierto, sin agua y usualmente mueren de insolación en dos o tres días a sólo unas millas de la ciudad más cercana.

En los últimos años se han construido unas 350 millas de muros entre México y Estados Unidos. Es increíble que en 2013 sigamos hablando de muros. El Muro de Berlín, que sólo tenía 87 millas, empezó a demolerse en 1989. Me tocó verlo. Fue emocionante presenciar cómo los jóvenes alemanes de ambos lados destruían con cincel y martillo lo que los separaba. Por eso es tan aberrante ver cómo ahora quieren construir 350 millas más de muro en la frontera entre México y Estados Unidos.

La verdad, sin embargo, es que los muros no sirven para nada. A sólo 15 minutos en auto de Nogales, Arizona, se acaba el muro grande, el que tiene unos 15 pies de altura. Se nota claramente dónde el gobierno se quedó sin dinero. Y es ahí precisamente a donde se van los inmigrantes para cruzar ilegalmente a Estados Unidos, sin ningún problema.

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Millonarios sin título

Regresé a la universidad. No a estudiar sino para conocer a los que están estudiando.

Mi primera escala al llegar a Estados Unidos hace 30 años fue precisamente la Universidad de California en Los Ángeles y ahora volví para participar en un foro sobre educación. La nostalgia me envolvió. Me puse a caminar por los mismos pasillos que en 1983 me llevaban a mis clases de periodismo y televisión. Por ahí también pasaba con mis grandes pedazos de pan y bolsas de lechuga (porque no me alcanzaba para mucho más con 15 dólares diarios). Pero me sentía feliz y libre: México, sus priístas, su censura y sus abusos parecían muy lejanos.

En esta ocasión, en esos mismos pasillos, me encontré a las integrantes del Grupo Folklórico de UCLA que preparaban un baile regional mexicano. Muchos de sus padres habían sido campesinos o ganan apenas el salario mínimo. Platicamos entre risas. Son jóvenes muy especiales: UCLA es una universidad difícil para entrar, y a pesar de todos los obstáculos a ellas las habían aceptado.

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Estoy harto de los muertos

Estoy harto. Estoy harto de los muertos. Estoy harto de los políticos que no hacen nada para evitar más asesinatos. Estoy harto de los gritos de los que prefieren defender sus armas en lugar de proteger a las personas. Estoy harto de escribir esta misma columna cada vez que hay una nueva masacre en Estados Unidos. Estoy harto de que no pase nada – hasta la próxima matanza.

Los datos son los de siempre: un tipo con problemas mentales agarra una, o varias, armas y mata a mucha gente inocente. El problema no es que existan personas con enfermedades mentales. El problema particular en Estados Unidos es que esas personas con un serio desbalance emocional tienen un acceso ilimitado a armas de fuego.

La última matanza en Washington, D.C., siguió exactamente el mismo patrón. Durante casi una década Aaron Alexis había actuado con violencia inusitada. En 2004, la policía de Seattle lo arrestó por haber disparado contra las llantas de un auto, al parecer en una disputa por un lugar de aparcamiento. Cuatro años más tarde fue arrestado nuevamente por conducta desordenada durante una pelea en un bar cerca de Atlanta. En 2010 Alexis fue detenido otra vez, en esta ocasión por disparar a través del techo hacia el apartamento de arriba. Supuestamente dijo a la policía que su pistola se había disparado accidentalmente cuando la limpiaba, aunque su vecina del piso de arriba dijo sospechar que Alexis estaba enojado con ella por hacer ruido.

Alguien como Alexis no debe tener armas de fuego. Punto. Pero en Estados Unidos alguien así sí puede comprar perfectamente todas las armas que quiera. Hay lugares donde ni siquiera revisan antecedentes penales. Es más, se puede comprar sin restricciones una arma semiautomática, casi igual a las que se usan en la guerra. Y por la internet se pueden comprar miles de balas. Todo sin hacer una sola pregunta.

Cinco semanas antes de que Alexis entrara al Navy Yard, el centro de operaciones de la Marina de Estados Unidos, y matara a 12 personas, el asesino llamó a la policía. Dijo que se había tenido que cambiar de hotel tres veces porque tres personas lo perseguían y lo mantenían despierto enviándole vibraciones mediante un horno de microondas. Oía voces a través de las paredes, el piso y el techo. A pesar de todo, la policía no hizo nada. No le quitó sus armas ni la Marina le retiró el permiso de entrada a zonas restringidas. Su “derecho” a usar armas, amparado por la segunda enmienda de la constitución, prevaleció sobre el peligro inminente que él representaba. Era una matanza anunciada.

La primera masacre que me tocó cubrir en Estados Unidos fue en la Universidad de Virginia Tech en el 2007. Un estudiante, Seung-Hui Cho, asesinó a 32 personas e hirió a otras 17. A pesar de haber sido diagnosticado con desorden de ansiedad, Cho pudo comprar dos pistolas semiautomáticas presentando su licencia de conducir y su tarjeta de residencia. Caminé por los mismos pasillos y salones que Cho sin entender cómo alguien así pudo planear su ataque sin que ninguna ley se lo impidiera. En ese momento creí, equivocadamente, que esa matanza era una excepción, un hecho aislado. No fue así – aquí lo normal son las masacres.

El año pasado 12 murieron por un tiroteo dentro de un cine en Colorado. Y a finales del 2012 Adam Lanza mató a 27 personas, en su mayoría niños, en la escuela Sandy Hook de Newton, Connecticut.

Después de cada cobertura especial, siempre pensé que Estados Unidos corregiría, cambiaría sus leyes y pondría múltiples restricciones a la compra y uso de armas de fuego. Me volví a equivocar.

Es un hecho absolutamente incomprensible para mí que la mayoría de los políticos de Estados Unidos haya preferido proteger el derecho histórico a portar armas en lugar de cuidar la vida de sus niños y civiles. Y no es que se trate de eliminar por completo la segunda enmienda de la constitución sino de imponer límites razonables para evitar más masacres.

¿Qué tiene de malo revisar los antecedentes penales e historial psiquiátrico de todos los que compren armas, no permitir el uso de rifles de guerra, ni armamento semiautomático? Para cazar y cuidar tu casa no se necesita ese tipo de armas.

Está claro que países como Japón, que prohíbe que sus civiles usen armas de fuego, son mucho más seguros que Estados Unidos, que le permite usarlas a cualquiera. Pero aquí nadie está escuchando. El Congreso y la Casa Blanca ya están actuando como si nada hubiera ocurrido en el centro de la marina en Washington.

Cómo le ocurre a mucha gente cuando es sorprendida por un tiroteo, los líderes de esta nación han quedado paralizados. Una y otra vez. Es el comportamiento normal en este país después de cada masacre. No ven, no oyen, no hacen nada.

Estoy harto de quejarme y de saber que todo seguirá igual. Hasta la siguiente matanza.

“Méxodo”: no es sólo por los empleos

El estadio de Columbus, Ohio, estaba vestido de rojo y blanco, los mismos colores de las siete barras rojas y seis blancas de la bandera de Estados Unidos. Busqué en el monitor de la televisión algunas camisetas verdes que indicaran la presencia de algunos fanáticos del equipo mexicano, pero no la encontré. Estaban ahí, pero no se veían.

Por eso escogieron ese estadio -no es un secreto que cada vez que Estados Unidos y México juegan un partido de fútbol en territorio norteamericano buscan un estadio donde haya más seguidores del equipo de las barras y las estrellas. Pero no es cosa fácil. El fútbol (“soccer”, como le dicen aquí) no es tan popular como el fútbol americano, el básquetbol o el béisbol. Y cuando se trata de un partido para clasificar al Mundial de Brasil 2014, los mexicanos siguen a su selección a donde sea. Incluso a Ohio. No importa cuántos años estén en Estados Unidos, siguen apoyando al equipo mexicano.

Lástima que están siguiendo a una selección perdedora. México perdió ese partido 2 a 0 frente a Estados Unidos y está a punto de ser eliminado del campeonato mundial. Esto me recuerda la época en que algunos en la prensa escrita llamaban “ratoncitos verdes” a los jugadores de equipo mexicano; por malos, por su actitud derrotista y, sobre todo, por no echarle ganas. Y desde luego, el equipo mexicano no sintió el amor de las tribunas en Ohio.

La población hispana de Columbus no llega ni al 6%, según datos del ultimo censo, a pesar de que el nombre de la ciudad lleva el apellido del descubridor de América. En comparación, los latinos somos el 17% de la población de Estados Unidos. Si el partido de fútbol hubiera sido en Los Ángeles, Chicago, San Antonio, Miami o Nueva York, el estadio habría estado pintado de verde, no de rojo y blanco. En Columbus, simplemente, no hay tantos mexicanos.

Lo ocurrido en ese estadio es la excepción. Los mexicanos nacidos en México han pasado de menos de un millón en 1970 a 11,4 millones el año pasado, según datos del Pew Hispanic Center. Es decir, estamos por todos lados.

Este “Méxodo” surgió, como todo fenómeno migratorio, por algo que los expulsaba de México y algo que los atraía de Estados Unidos. El primer impulso del Méxodo fue por la búsqueda de trabajos. Uno de cada 10 mexicanos se ha ido.

Los priístas nunca crearon suficientes empleos para evitar esta migración. La llegada de la democracia a México en el 2000 no fue una varita mágica. Sacó a la dictadura del PRI después de 71 años, pero no creo los empleos que México necesitaba. Los panistas tampoco.

Tanto el presidente Vicente Fox, del PRI, como Felipe Calderón, del PAN, me dijeron en entrevistas que podrían crear más de un millón de empleos al año. Pues habrá sido en sus sueños porque ninguno de los dos siquiera se acercó a esa cifra. Ahora, el reto para Enrique Peña Nieto es el mismo: crear las condiciones para que más mexicanos decidan quedarse en México.

Esos jóvenes mexicanos que no encontraron empleo en México los hallaron en Estados Unidos y con salarios mucho mayores. Es muy tentador para un mexicano, que gana 5 dólares al día en México, venir a Estados Unidos donde puede ganar lo mismo en media hora. Más de la mitad de todos esos mexicanos están trabajando ilegalmente en Estados Unidos. Ese es el primer Méxodo.

El segundo Méxodo es mucho más reciente. Debido a la narcoviolencia que cobró al menos 60 mil muertos en el sexenio de Calderón (2006-2012) – y que el gobierno de Peña Nieto tampoco ha podido detener -vemos algunos cambios en el tipo de mexicano que viene. La crisis económica que entró en el 2008 se ha hecho sentir y, por lo tanto, los mexicanos ya no vienen a Estados Unidos sólo a buscar trabajo.

Datos demográficos de Pew apoyan esta afirmación: en 2011, más mujeres emigraron de México a Estados Unidos que antes (47% contra 25% en 1990); la edad promedio de los inmigrantes mexicanos fue de 38 años, contra 29 años en 1990; más inmigrantes con diplomas de preparatoria llegaron a Estados Unidos (24% contra 12% en 1990), y otro tanto ocurrió con quienes tenían educación universitaria (17% contra 13%). De hecho, en el pasado los inmigrantes mexicanos quizá provinieran de áreas rurales, pero muchos de los nuevos inmigrantes son familias urbanas de clase media.

El Méxodo es un fenómeno vivo y, por ahora, no se va a detener. Setecientas millas de muro y 40 mil agentes en la frontera no podrán detener a miles de mexicanos que tiene hambre, miedo a los narcos y la esperanza de una vida mejor en el norte. Y tarde o temprano, pintarán de verde una parte del estadio de Columbus, Ohio. O en Dakota del Norte. O en Alaska. O a dondequiera que lleven al equipo mexicano de fútbol para que no se sienta solito y vuelva a perder.

 

¿Tiene algun comentario o pregunta para Jorge Ramos? Envie un correo electrónico a Jorge.Ramos@nytimes.com. Por favor incluya su nombre, ciudad y país.

Siria, la gran excusa

Los congresistas de Estados Unidos, además de sufrir unos patéticos niveles de popularidad, tienen una bien ganada fama de no poder hacer dos cosas al mismo tiempo. No se trata de comer helado y jugar al yoyo, por ejemplo. Mi gran temor es que vayan a dejar a un lado el debate sobre la reforma migratoria mientras se resuelve el conflicto con Siria. Damasco, la capital siria, está a 9458 kilómetros de distancia de Washington. Pero estos últimos días parecería estar mucho más cerca del interés del Congreso estadounidense que los 11 millones de indocumentados que viven en Los Angeles, Houston, Chicago y Miami. El sentido de urgencia que hay respecto a Siria no existe en cuanto a la reforma migratoria. Eso es muy preocupante. Continuar leyendo

El abismo de la guerra

La guerra es el fracaso. Significa que no pudimos encontrar otra opción. Que nuestra paciencia y creatividad llegaron a su límite. Que en vista de nuestra incapacidad negociadora, decidimos lanzarnos a matar al enemigo antes de que nos maten. Eso está ocurriendo tanto en Siria como en Colombia y en el conflicto del Oriente Medio entre israelíes y palestinos.

Primero Siria. Entiendo la enorme resistencia del presidente de Estados Unidos, Barack Obama, a enviar tropas norteamericanas a la guerra civil en Siria -la nación ha estado librando guerras desde 2001. Son terribles las imágenes de civiles asesinados en Siria, particularmente las de víctimas de un ataque químico, pero hoy es impensable ver tanques y tropas estadounidenses ahí. Estados Unidos podría actuar desde lejos -con diplomacia, sanciones, limitando con sus aviones el espacio aéreo sirio, y hasta con ataques con “drones”- pero no está dispuesto a caer, otra vez, en el abismo de la guerra.

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