Los rusos quieren más

MILAN – Los rusos están por todos lados. Dos adelante y cuatro detrás de mí en la fila para mostrar el pasaporte en el aeropuerto de Venecia. El único funcionario italiano que nos atiende habla ruso.

Seis damas rusas, con bolsas y bolsas de compras, se apoderan de una mesa en un restaurante de moda cerca de Via della Spiga en Milán. Afuera, en un hermoso patio interior, un padre ruso llega con sus tres hijos perfectamente uniformados con chaquetas fosforescentes, verde y naranja. Pide en ruso una mesa, y el mesero italiano se la da inmediatamente.

El cuarto de mi hotel ofrece seis canales en ruso y sólo tres en español. En el de Londres, unos días antes, fue la misma historia. Un diario local describía cómo los inversionistas rusos, temerosos de guardar su capital en Moscú, han invadido el mercado de valores londinense y disparado los precios de las propiedades en la que ya es, sin duda, la ciudad más cara del mundo.

No es algo nuevo para mí. Vivo en Miami, donde los rusos veranean todo el año y su presencia en clubes, los malls y en restaurantes de lujo ha dejado de llamar la atención.

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En México, misión imposible

La pregunta es fácil. ¿Cómo promover el turismo en un lugar donde roban, violan, matan y secuestran? La respuesta es un baile, con un pasito p’alante y otro p’atras.

Empecemos por lo básico: México es un país geográficamente bendecido. Sin duda, México es uno de los lugares más bellos del mundo y, por lo tanto, digno de visitarse y revisitarse. Pero, al mismo tiempo, es una de las naciones más peligrosas. El promedio extraoficial de muertos por la narcoviolencia –que ronda en unos mil al mes– no se ha reducido significativamente con el nuevo gobierno del presidente Enrique Peña Nieto.

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El fin de los secretos

Iba caminando por uno de los más de 400 puentes de esta maravillosa ciudad cuando me entró una llamada en mi celular. No debí contestar. Estaba de vacaciones. Quien fuera que estuviera tratando de localizarme bien podría dejarme un mensaje.

Pero siempre tenemos esa absurda idea de que la llamada puede ser importante. Saqué el teléfono del bolsillo de mi pantalón, deslicé mi dedo sobre la pantalla del iPhone para contestar y ahí, como si tuviera vida propia, se me zafó de la mano, rebotó en mi rodilla y fue a parar al fondo de un canal veneciano.

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