“Engaña pichanga”

Dalmacio Vélez Sarsfield sostuvo en la Convención de 1860 que la libertad de prensa era un derecho absoluto. Creo que exageró -aunque las circunstancias de la época lo justificaban- porque todos los derechos son relativos pues están sujetos a su coexistencia con los demás derechos. Pero creo y sostengo que la libertad de opinión, de crítica y de expresión, es el menos relativo de todos los derechos. La regla del artículo 28 de la Constitución que fija y exige la “inalterabilidad” de la sustancia de los derechos al tiempo de su reglamentación, guardando la plenitud de su “contenido”, está particularmente connotada con la libertad de prensa a tenor de los artículos 14 y 32 de la Ley Suprema, reforzados por el siguiente artículo 33, que extiende su protección a los derechos y garantías no enumeradas pero que nacen del principio de la soberanía del pueblo y de la forma republicana de gobierno: ambas requieren para su sustento una amplísima libertad de debate.

El arriba citado artículo 32 prohíbe al Congreso sancionar leyes que “restrinjan” la libertad de prensa, por lo que resulta que las provincias y la Ciudad Autónoma de Buenos Aires sólo pueden sancionar normas que “protejan” la libertad de prensa, tal como lo han efectuado la CABA y Córdoba. Pueden ampliar los beneficios de esos derechos y así lo han normativizado.

Del fallo sobre la ley sancionada por el Congreso Nacional, el voto más acorde con esos principios fundamentales es el emitido por el Dr. Carlos Fayt: una pieza magistral; total y categórica. Sólo podría agregársele lo dicho tantas veces: que la mejor ley de prensa es la ausencia de ley de prensa (sic). Los votos de los doctores Argibay y Maqueda -sin ser tan terminantes- rescatan algunos de esos criterios. En el caso concreto que se juzga en este fallo, es obvio y notorio que se desconocen “derechos adquiridos”, habida cuenta que el complaciente finado presidente Néstor Kirchner había prorrogado las concesiones de licencias (sólo el Diablo sabrá por qué se ha revertido).

Con todo, estimo que a la parte afectada le queda la oportunidad de elevar el control de constitucionalidad (que es interno) a las etapas del control de “convencionalidad”, en las etapas de incumbencia de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (Washington) y de la Corte (Suprema) Interamericana de Derechos Humanos, que desde San José de Costa Rica puede velar por el respeto al tan maltratado artículo 13 de la Convención Interamericana de Derechos Humanos (“… y frente ante cualquier otro medio de restricción…”), tal como lo decidió en 2001 ante la “confiscación” del medio de prensa de Bronstein en el Perú de Fujimori, donde dispuso -amén de la reparación- que el Perú debía procesar y castigar penalmente a los autores del atropello (¡que pongan las “barbas en remojo” los de la “viveza criolla” local…).

A fin de crearles mayor zozobra a los “liberticidas”, traigo a colación el veredicto de la Corte Suprema de Justicia argentina (la misma que preside el Dr. Lorenzetti), según la cual hasta las “recomendaciones” de la Comisión Interamericana son de aplicación obligatoria y “vinculante” por todos los jueces de la Argentina (caso “Carranza Latrubesse“, del 6 de agosto último: ¡qué extraña simultaneidad! “Al que le caiga el sayo que se lo ponga”).

Por último, debo decir que las leyes son susceptibles en su aplicación concreta del vicio de “desviación de poder”, que puede derivar sus beneficios con discrecionalidad y favoritismo: en la “realidad” argentina (y de Venezuela, Nicaragua, Ecuador y Bolivia) ello se presta al beneficio de unos y la persecución de otros; en cambio, en países realmente constitucionales no se corren tamaños riesgos por cuanto la sociedad y los jueces velan por el “fair play”. No es el caso de la Argentina contemporánea.

Todavía estamos a tiempo

El autodenominado “neopopulismo” no es otra cosa que un revival del ya suficientemente conocido -y sufrido- “populismo”. Aparece contemporáneamente en una versión más exacerbada que edulcorada; y en algunas situaciones concretas, su también predicada “radicalización” adquiere los bemoles de un paroxismo, en especial cuando se trata del desapego hacia las instituciones propias de un Estado constitucional de Derecho.

Al producir una tropicalización de la vida política, en manos de pretendidas líderes “carismáticos”, luego del espejismo inicial y de su relato preambular, la imagen que ofrece guarda semejanza con la comparación que luce entre una edición encuadernada (que sería el clásico “populismo”) y otra edición, pero “en rústica” (que así se presenta el neopopulismo “a la criolla”). Pero en ambas versiones los resultados son equivalentes: el fracaso. El tiempo que media entre su instalación y el ocaso, puede variar según los anticuerpos con que cuente la sociedad en la cual “prende” esa dolencia, pero el agotamiento de sus posibilidades de arraigo y expansión -que le son absolutamente necesarias- conduce a un desenlace cuyas formas y alcances de consumación son impredecibles. Por lo general, los populismos y neopopulismos hacen implosión, previo intento de golpe “desde” el Estado (o autogolpe) cuando presienten la retirada del favor popular. Necesitan “fueros” protectores y le temen al escarmiento.

Continuar leyendo

Qué puede hacer el Congreso durante las sesiones extraordinarias

Ya en los períodos legislativos de 1989/1990 y 2003/2007 presenté sendos proyectos de resolución conjunta de ambas Cámaras del Congreso dirigidos a reivindicar las más amplias potestades a favor del Legislativo durante el desenvolvimiento de las sesiones extraordinarias a las que fue convocado dicho poder del Estado. Manifestaba en dicho proyecto que cuando el entonces artículo 55 de la Constitución Nacional prevé la potestad del presidente de convocar a las Cámaras a sesiones extraordinarias, presentaba hipótesis no regladas o “lagunas normativas”, es decir, supuestos no previstos expresamente por el constituyente ni por el legislador que, frente a su concreto acaecimiento, dejan al criterio de quienes los tienen que resolver la solución normativa que corresponda (hoy artículo 63).

Conforme ha proclamado desde el siglo XIX la Corte Suprema nacional,como principio general de interpretación constitucional, cada uno de los tres altos poderes que forman el gobierno de la Nación aplica e interpreta la Constitución por sí mismo cuando ejercita las facultades que ella les confiere, respectivamente. Es por ello que el tratamiento por parte del Congreso de las cuestiones contenidas en la agenda de las sesiones extraordinarias no puede de ningún modo quedar librado a la cambiante voluntad del Poder Ejecutivo, en orden a una evaluación estrictamente unilateral e interesada de las circunstancias que rodean la marcha de los asuntos públicos. Semejante poder contraría las bases que fundamentan el Estado de Derecho en cuanto afecta el principio fundamental de separación e independencia de los poderes del Estado. Ello ha sido entendido así por un sector importante de la doctrina más autorizada en materia constitucional.

Las facultades del presidente de la Nación de convocar al Congreso a sesiones extraordinarias no le confieren al titular del Poder Ejecutivo una atribución implícita de proceder a su suspensión, o a su interrupción, o al retiro de alguno o de todos los temas puestos a consideración en la convocatoria cuando lo considere conveniente.

En tal sentido he sostenido desde hace tiempo que la práctica según la cual el Congreso nacional no puede tratar durante sus sesiones extraordinarias otros temas que los expresamente incluidos por el Poder Ejecutivo en su convocatoria es nada más que una práctica, toda vez que las cláusulas constitucionales en juego –artículo 55 (hoy artículo 63) y artículo 86, inciso 12 (hoy artículo 99 inciso 9)– nada dicen al respecto que pueda interpretarse en sentido prohibitivo. En la Constitución de EEUU, con dos siglos de aplicación ininterrumpida, nunca se ha limitado en forma alguna -por los reglamentos de las Cámaras o por la práctica- el derecho de considerar cualquier clase de asuntos durante el período extraordinario. Creo que ésta es la doctrina correcta, por ser la más acorde con el principio de la separación de los poderes y con la necesaria independencia de funciones del órgano legislativo.

Esta buena doctrina parlamentaria fue ya sostenida en forma enfática en los editoriales del diario La Prensa con motivo del llamado a sesiones extraordinarias en 1940. Se sostuvo en aquella oportunidad que “la selección que en ese sentido ha hecho de temas el Poder Ejecutivo no deberá entenderse como limitativa de la facultad del Poder Legislativo para tratar otras cuestiones que a su juicio revistan también interés para el país […] lo contrario importaría admitir la subordinación de dicho Poder al Ejecutivo, cosa absolutamente contraria a nuestro régimen institucional y por cierto perjudicial para la eficacia de la labor legislativa, tan bien definida en la órbita constitucional” (La Prensa, 2 de octubre de 1940). Al día siguiente agregaba dicho periódico que “considerar que en las sesiones extraordinarias sólo pueden tratarse asuntos indicados por el Ejecutivo reposa sobre una base falsa, pues el Congreso es siempre dueño de la plenitud de sus atribuciones y el Ejecutivo sólo puede referirse a la necesidad y urgencia de algunos asuntos para justificar la convocatoria, pero no para limitar las facultades del Congreso de la Nación”. La misma argumentación fue reiterada en la nota editorial del 5 de octubre del referido diario.

También Carlos Sánchez Viamonte, refiriéndose a la preservación de la independencia del Congreso durante el período de sesiones extraordinarias, ha sostenido que la “Constitución no ha querido ni puede querer que el funcionamiento del Congreso dependa del presidente”. La posición del viejo luchador del socialismo argentino y eminente constitucionalista había sido expresada en el recinto, reivindicando las potestades plenas del Congreso durante las extraordinarias, sobre todo las de control, cuando en Diputados se discutió en 1940 los alcances de las extraordinarias convocadas por el presidente, que dio lugar a la recordada definición pública por parte del diario La Prensa.

En forma coincidente, Linares Quintana estima que “durante el período extraordinario el Congreso y sus Cámaras aisladamente tienen las mismas facultades y poderes que durante los períodos ordinarios y de prórroga, ya que de texto alguno de la Constitución se desprende limitación al respecto”. En un sentido equivalente se pronuncia Humberto Quiroga Lavié.

Por las razones expuestas es que he propuesto siempre que durante el transcurso del período de sesiones extraordinarias que convoque el Poder Ejecutivo nacional, ambas Cámaras del Congreso deberán dar prioridadal tratamiento de los temas incluidos por el Ejecutivo en el mensaje de convocatoria, sin que ello impida que durante dicho período el Congreso pueda considerar medidas legislativas iniciadas en su seno o ejercer las restantes potestades para las cuales está habilitado por la Constitución Nacional.

Para ello, la Cámara que tomara la iniciativa (en esos casos era la de Diputados) debía invitar al Honorable Senado de la Nación a adherir a la resolución, a partir de lo cual pasaba a convertirse en una resolución conjunta de ambas Cámaras del Congreso de la Nación. Entendíamos que debía seguirse ese trámite, que es el que corresponde por tratarse de una atribución exclusiva del Congreso de la Nación: no le cabe al trámite el procedimiento legislativo, pues no le corresponde al ejercicio de las potestades propias y exclusivas del Congreso que ellas sean vetadas por el Ejecutivo.

En cuanto a la posibilidad de autoconvocatoria del Congreso, a los efectos de ejercer sus funciones propias de control, durante el período del receso, también nos inclinamos por la tesis afirmativa de dicha potestad. La tesis contraria debe quedar descartada por la sola razón de que su vigencia supone la suspensión o enervamiento del principio republicano de la responsabilidad de los funcionarios públicos (particularmente aquellos sometidos al juicio político) durante la mayor parte del año: los tres meses (antes eran siete) que normalmente dura o se prolonga el receso del Congreso. Durante todo ese lapso quedaría anulada la posibilidad constitucional de efectivizar la responsabilidad del presidente de la Nación, del vicepresidente, de los ministros y de los jueces. En el mismo sentido se pronuncia Gregorio Badeni: “La necesidad de contar con una actuación dinámica y continua del Poder Legislativo, especialmente para controlar los actos del Poder Ejecutivo, está impuesta por las característica de la vida moderna y la complejidad de sus problemas. Si los representantes del pueblo y las provincias advierten la necesidad de afrontar legislativamente la solución de situaciones riesgosas para la sociedad, no se percibe teleológicamente impedimento alguno para que se puedan autoconvocar a sesiones extraordinarias”.

En síntesis, arribamos a las siguientes conclusiones, que son coherentes con una interpretación armónica de los principios y reglas del funcionamiento parlamentario:

1º- Que el Congreso de la Nación podrá autoconvocarse a sesiones extraordinarias para hacer uso de sus atribuciones de contralor con motivo de emergencias institucionales que exijan su intervención.

2º- Que durante el transcurso del período de sesiones extraordinarias el Congreso de la Nación tratará los proyectos legislativos que estime convenientes, dando prioridad a las cuestiones incluidas en el temario de convocatoria por parte del Poder Ejecutivo nacional.

3º- Que una vez convocadas las Cámaras a sesiones extraordinarias por el Poder Ejecutivo nacional, las mismas se extenderán hasta que a juicio del Congreso haya quedado agotado el tratamiento del temario objeto de la convocatoria y sólo se suspenderán o interrumpirán por exclusiva decisión del mismo,  sin que el Poder Ejecutivo pueda proceder al retiro de los puntos incluidos en dicho temario.

Una vez más se pone de manifiesto que la “regla de oro” del constitucionalismo y del Estado de Derecho es la del equilibrio: por lo tanto, a todo acrecentamiento del poder debe corresponder un potenciamiento de los controles, más una acentuación de las garantías y una mayor vigencia efectiva de la responsabilidad como nota esencial de la forma republicana de gobierno. A un Ejecutivo híperpresidencialista cabe el correlato de un Congreso activo y de una Justicia independiente y firme.

¿Qué jueces queremos?

Lo que está en juego detrás del tema del perfil del juez es cómo mejorar la calidad de vida institucional de los justiciables en particular y del pueblo en general, porque todo el pueblo es potencialmente un justiciable. Esto debería ser parte de un tema que abrazaran, como el de la educación y otras cuestiones que están ausentes del debate, todas las fuerzas y sectores que se disputan el acceso al poder.

El ser o no ser de la Justicia consiste fundamentalmente en asumir o no su condición de ser uno de los poderes del Estado. Durante mucho tiempo se habló de la “administración de justicia” siguiendo un lenguaje europeo ajeno a la tradición americana, donde el Poder Judicial se inició como un órgano que aplicaba la ley, como también lo hacía el Poder Ejecutivo en la órbita de sus incumbencias. El juez podía ser independiente, pero no necesariamente era parte de un poder del Estado revestido de todo lo que ello implica.

También, por desgracia, la reforma constitucional de 1994, probablemente contagiándose de los administrativistas, incurrió en la grosería de hablar del “servicio de justicia”, lo que implica colocar a la Justicia, que por ser uno de los poderes del Estado cumple una función, en el mismo nivel que el servicio de barrido y limpieza, es decir, como cualquier otro servicio público que en forma directa o indirecta, propia o impropia, se prestan en las sociedades contemporáneas.

De modo que el tema debe ser puesto en otro ángulo. ¿Por qué? Porque elegir a un juez implica buscar a alguien que va a tomar una decisión final respecto de temas que conciernen a la vida, la libertad, el honor, los derechos, la propiedad, las garantías, la seguridad y la dignidad de las personas. En nuestro sistema el juez tiene esas atribuciones, pero además tiene la nota del control difuso, que consiste en verificar la constitucionalidad o inconstitucionalidad de las normas, lo que significa que también habrá que tener en cuenta quién está dotado de la preparación suficiente a efectos de ejercer acertadamente esa función.

Asimismo, el juez controla la operatividad de las normas: puede inutilizarlas o potenciarlas al declarar que una norma es de por sí autosuficiente, que puede aplicarse, o bien puede lavarse las manos y decir que hace falta otra reglamentación que la implemente y la pormenorice.

Estos dos poderes potencian más aún la función primigenia que tiene la Justicia entre nosotros. Por eso, lo que la sociedad reclama en lo que respecta al perfil del juez son condiciones que tienen que ver con la eficiencia, la independencia, la dignidad y la honorabilidad. Pero todo esto presume que la etapa previa al desempeño del juez venga abonada con los ingredientes que hagan al menos potencialmente factibles el cumplimiento de estos requisitos.

El tema también se vincula con el de la capacitación que brindan nuestras Facultades de Derecho, y lo resumiría de la siguiente manera: “Dime cómo es la fábrica y te diré cómo es el producto”. Esto es así porque los jueces se forman en las facultades, y por añadidura tienen una experiencia según la orientación profesional que hayan tomado, ya sea desde el llano, en la carrera judicial o en otra de las tantas variedades que hoy en día tiene esta profesión (consultoría, asesoría, etc.).

La carrera judicial no asegura de por sí la reunión prístina de estos requisitos. Si bien es importante, es un error dar un potenciamiento cuantitativo a la medición de los antecedentes, que prácticamente lleve a que la selección de la mayor parte de los magistrados se realice mediante un sistema de cuasicooptación, es decir, dentro de la misma magistratura. No tengo absolutamente ningún prejuicio en contra de la magistratura, pero el derecho comparado nos da el dato de países de Europa que tenían un Poder Judicial numerosísimo en cuanto a sus componentes, pero muy ineficaz desde el punto de vista de la expectativa de la sociedad respecto de la prestación de esa función judicial, del mismo modo que había otros países en Europa con un escaso número de jueces que no provenían de un ascenso burocrático o de un cursus honorum aritmético, es decir, casi automático, sino que eran extraídos de la profesión y de otras manifestaciones de experiencia profesional, a quienes la sociedad reconocía como jueces que prestaban su función con niveles ampliamente satisfactorios (el caso de Inglaterra).

Si queremos establecer un sistema de igualdad de oportunidades -tal cual nos obliga la Constitución- y de libertad de acceso, no podemos fijar cotos de caza, sino que debemos crear una mayor porosidad a efectos de que lleguen los mejores, vengan de donde fuere.

En segundo lugar, el tema de la independencia no debe ser confundido con asepsia. No existe el juez aséptico, un juez absolutamente desconectado de un sistema de valores o de una ideología en la cual ha creído, en un conjunto de ideas o de ideales que se expresan a través de metas o fines que pretende alcanzar en el momento en que hace o dicta el acto de justicia. Este tipo de juez no existe, y sería penoso que existiera porque realmente estaríamos frente a un autómata, no cumpliría ni siquiera la función interpretativa, mucho menos la función integrativa y creadora que cumple el juez a través del dictado de las sentencias, que no consisten en un mero silogismo.

Por “independencia” debemos entender dos cosas. En primer lugar, la independencia de las lealtades partidarias preexistentes, que las puede haber tenido y es respetabilísimo que así sea, pero que debe abandonar en el momento de acceso al poder. También debe abandonar la falsa noción de que por haber sido designado por alguien tiene un deber de gratitud permanente de halagar o complacer a ese alguien. En la Argentina hay ejemplos de todo tipo, pero también existen casos de gente que fue muy criticada al momento de su designación porque venía de una pertenencia partidaria, incluso de la integración de un gabinete, como es el caso de Antonio Sagarna, quien siendo juez de la Corte, desde el día siguiente de la asunción del cargo, actuó con total independencia respecto del partido al cual había pertenecido, así como del Presidente y del Senado que lo habían nombrado. Pero no es la regla.

El juez debe, entonces, apuntar a la no dependencia del gobernante de turno, ni a ser un prisionero de la partidocracia. Existe un viejo pleito entre partidocracia y judicatura: se desconfían recíprocamente, pero el conflicto no se puede resolver por vía de la sumisión de una a la otra -en cualquier sentido direccional que sea- sino cumpliendo cada uno la función que le corresponde, que son diferentes y ambas necesarias para la atención de lo que nos debe interesar, que es el bien común, es decir, el interés general, por encima de cualquier egoísmo o narcisismo.

En cuanto a la selección, creo que hay que introducir cambios en el régimen vigente en el orden nacional. La ley reglamentaria del Consejo de la Magistratura, con la experiencia que lleva, ya adolece de desenfoques. Es así que los propios miembros del Consejo de la Magistratura deberían propiciar autónomamente -no por imposición heterónoma, sino por propio esfuerzo autogestionario- la propuesta de la reforma que su misma experiencia les indique.

Por supuesto, también creo que en una eventual reforma de la Constitución hay que pulir la norma pertinente, porque más que un Consejo de la Magistratura lo que se ha querido hacer es una desvertebración de la Corte Suprema de Justicia de la Nación. Que el Consejo de la Magistratura tenga tanto poder político, reglamentario, sancionatorio, económico, administrativo, etcétera, lo convierte en definitiva en un coto de caza para que en el imaginario del político se acrecienten los espacios de poder, y lleve indefectiblemente a que su labor quede desenfocada con respecto al objetivo fundamental, que es la selección, promoción y remoción de los magistrados -por vía del jury de enjuiciamiento- para que alguna vez en la Argentina funcione la instancia posterior al control, que es la responsabilidad. De nada sirve el control si se agota en sí mismo. Lo que el pueblo quiere es que recaigan responsabilidades, es decir, que funcionen los mecanismos necesarios para que la consecuencia del control se visualice y produzca efectos que vayan incluso más allá de lo segregativo, como puede ser la inhabilitación, que no es una pena accesoria sino una tan principal como la destitución, tal como lo establecía el viejo artículo 45 de la Constitución-, de forma tal de mejorar la situación de este Poder Judicial.

En la selección de recursos humanos también se debe apuntar a la dedicación y, dentro de lo razonable, hay que ser más estrictos en el área de las incompatibilidades. No puede ser que la función judicial sea una tarea más entre otras. Es bueno que el juez sea docente o investigador pero no es bueno que se disperse en un cúmulo de tareas, algunas serias y otras frívolas, que detraen tiempo y dedicación.

Los recursos también son un tema fundamental. No podemos pretender Justicia eficiente si no hay recursos suficientes. La Justicia no puede depender de la dádiva para que se cumpla la doble idoneidad, es decir la profesional y la moral, que es la independencia y el no dejarse seducir por las tentaciones, favores o intereses creados, para lo cual se requiere una remuneración digna.

Por lo expuesto, debemos buscar en los mecanismos que tenemos que perfeccionar, a fin de alcanzar el perfil adecuado, una instancia para verificar esa doble idoneidad y no ser conformistas ante las meras estructuras de convalidación para el reparto. Es perversa la teoría del “paraguas” que protege para que nadie quede a la intemperie y que la Justicia sea un refugio para que dentro del reparto todos queden satisfechos. Y, al mismo tiempo, me parece que esa cobertura es patológicamente dañina porque destruye a todo el sistema. En definitiva, dime qué jueces tienes y te diré qué Estado de Derecho hay. Dime cuál es el perfil de esos jueces y te diré qué grado y qué profundidad de control tenemos. Desde luego que esto conduce al orden de las conductas y, como todo, se resuelve en un problema cultural. Es un problema cultural el perfil del juez, ya que a las más altas jerarquías corresponden las mayores responsabilidades, de acuerdo con un sabio principio del Código Civil, que debería tener categoría constitucional en esta delicada cuestión: “Cuanto mayor sea el deber de obrar con prudencia y pleno conocimiento de las cosas, mayor será la obligación que resulte de las consecuencias posibles de los hechos (Art. 902)”.

Por último, ratificamos la convicción de que el acto más delicado e institucionalmente significativo de un gobernante radica en promover la nominación de un magistrado judicial que, de acuerdo con nuestro régimen constitucional, son cargos cuya trascendental función se ejerce de por vida.