¿Qué jueces queremos?

Jorge Vanossi

Lo que está en juego detrás del tema del perfil del juez es cómo mejorar la calidad de vida institucional de los justiciables en particular y del pueblo en general, porque todo el pueblo es potencialmente un justiciable. Esto debería ser parte de un tema que abrazaran, como el de la educación y otras cuestiones que están ausentes del debate, todas las fuerzas y sectores que se disputan el acceso al poder.

El ser o no ser de la Justicia consiste fundamentalmente en asumir o no su condición de ser uno de los poderes del Estado. Durante mucho tiempo se habló de la “administración de justicia” siguiendo un lenguaje europeo ajeno a la tradición americana, donde el Poder Judicial se inició como un órgano que aplicaba la ley, como también lo hacía el Poder Ejecutivo en la órbita de sus incumbencias. El juez podía ser independiente, pero no necesariamente era parte de un poder del Estado revestido de todo lo que ello implica.

También, por desgracia, la reforma constitucional de 1994, probablemente contagiándose de los administrativistas, incurrió en la grosería de hablar del “servicio de justicia”, lo que implica colocar a la Justicia, que por ser uno de los poderes del Estado cumple una función, en el mismo nivel que el servicio de barrido y limpieza, es decir, como cualquier otro servicio público que en forma directa o indirecta, propia o impropia, se prestan en las sociedades contemporáneas.

De modo que el tema debe ser puesto en otro ángulo. ¿Por qué? Porque elegir a un juez implica buscar a alguien que va a tomar una decisión final respecto de temas que conciernen a la vida, la libertad, el honor, los derechos, la propiedad, las garantías, la seguridad y la dignidad de las personas. En nuestro sistema el juez tiene esas atribuciones, pero además tiene la nota del control difuso, que consiste en verificar la constitucionalidad o inconstitucionalidad de las normas, lo que significa que también habrá que tener en cuenta quién está dotado de la preparación suficiente a efectos de ejercer acertadamente esa función.

Asimismo, el juez controla la operatividad de las normas: puede inutilizarlas o potenciarlas al declarar que una norma es de por sí autosuficiente, que puede aplicarse, o bien puede lavarse las manos y decir que hace falta otra reglamentación que la implemente y la pormenorice.

Estos dos poderes potencian más aún la función primigenia que tiene la Justicia entre nosotros. Por eso, lo que la sociedad reclama en lo que respecta al perfil del juez son condiciones que tienen que ver con la eficiencia, la independencia, la dignidad y la honorabilidad. Pero todo esto presume que la etapa previa al desempeño del juez venga abonada con los ingredientes que hagan al menos potencialmente factibles el cumplimiento de estos requisitos.

El tema también se vincula con el de la capacitación que brindan nuestras Facultades de Derecho, y lo resumiría de la siguiente manera: “Dime cómo es la fábrica y te diré cómo es el producto”. Esto es así porque los jueces se forman en las facultades, y por añadidura tienen una experiencia según la orientación profesional que hayan tomado, ya sea desde el llano, en la carrera judicial o en otra de las tantas variedades que hoy en día tiene esta profesión (consultoría, asesoría, etc.).

La carrera judicial no asegura de por sí la reunión prístina de estos requisitos. Si bien es importante, es un error dar un potenciamiento cuantitativo a la medición de los antecedentes, que prácticamente lleve a que la selección de la mayor parte de los magistrados se realice mediante un sistema de cuasicooptación, es decir, dentro de la misma magistratura. No tengo absolutamente ningún prejuicio en contra de la magistratura, pero el derecho comparado nos da el dato de países de Europa que tenían un Poder Judicial numerosísimo en cuanto a sus componentes, pero muy ineficaz desde el punto de vista de la expectativa de la sociedad respecto de la prestación de esa función judicial, del mismo modo que había otros países en Europa con un escaso número de jueces que no provenían de un ascenso burocrático o de un cursus honorum aritmético, es decir, casi automático, sino que eran extraídos de la profesión y de otras manifestaciones de experiencia profesional, a quienes la sociedad reconocía como jueces que prestaban su función con niveles ampliamente satisfactorios (el caso de Inglaterra).

Si queremos establecer un sistema de igualdad de oportunidades -tal cual nos obliga la Constitución- y de libertad de acceso, no podemos fijar cotos de caza, sino que debemos crear una mayor porosidad a efectos de que lleguen los mejores, vengan de donde fuere.

En segundo lugar, el tema de la independencia no debe ser confundido con asepsia. No existe el juez aséptico, un juez absolutamente desconectado de un sistema de valores o de una ideología en la cual ha creído, en un conjunto de ideas o de ideales que se expresan a través de metas o fines que pretende alcanzar en el momento en que hace o dicta el acto de justicia. Este tipo de juez no existe, y sería penoso que existiera porque realmente estaríamos frente a un autómata, no cumpliría ni siquiera la función interpretativa, mucho menos la función integrativa y creadora que cumple el juez a través del dictado de las sentencias, que no consisten en un mero silogismo.

Por “independencia” debemos entender dos cosas. En primer lugar, la independencia de las lealtades partidarias preexistentes, que las puede haber tenido y es respetabilísimo que así sea, pero que debe abandonar en el momento de acceso al poder. También debe abandonar la falsa noción de que por haber sido designado por alguien tiene un deber de gratitud permanente de halagar o complacer a ese alguien. En la Argentina hay ejemplos de todo tipo, pero también existen casos de gente que fue muy criticada al momento de su designación porque venía de una pertenencia partidaria, incluso de la integración de un gabinete, como es el caso de Antonio Sagarna, quien siendo juez de la Corte, desde el día siguiente de la asunción del cargo, actuó con total independencia respecto del partido al cual había pertenecido, así como del Presidente y del Senado que lo habían nombrado. Pero no es la regla.

El juez debe, entonces, apuntar a la no dependencia del gobernante de turno, ni a ser un prisionero de la partidocracia. Existe un viejo pleito entre partidocracia y judicatura: se desconfían recíprocamente, pero el conflicto no se puede resolver por vía de la sumisión de una a la otra -en cualquier sentido direccional que sea- sino cumpliendo cada uno la función que le corresponde, que son diferentes y ambas necesarias para la atención de lo que nos debe interesar, que es el bien común, es decir, el interés general, por encima de cualquier egoísmo o narcisismo.

En cuanto a la selección, creo que hay que introducir cambios en el régimen vigente en el orden nacional. La ley reglamentaria del Consejo de la Magistratura, con la experiencia que lleva, ya adolece de desenfoques. Es así que los propios miembros del Consejo de la Magistratura deberían propiciar autónomamente -no por imposición heterónoma, sino por propio esfuerzo autogestionario- la propuesta de la reforma que su misma experiencia les indique.

Por supuesto, también creo que en una eventual reforma de la Constitución hay que pulir la norma pertinente, porque más que un Consejo de la Magistratura lo que se ha querido hacer es una desvertebración de la Corte Suprema de Justicia de la Nación. Que el Consejo de la Magistratura tenga tanto poder político, reglamentario, sancionatorio, económico, administrativo, etcétera, lo convierte en definitiva en un coto de caza para que en el imaginario del político se acrecienten los espacios de poder, y lleve indefectiblemente a que su labor quede desenfocada con respecto al objetivo fundamental, que es la selección, promoción y remoción de los magistrados -por vía del jury de enjuiciamiento- para que alguna vez en la Argentina funcione la instancia posterior al control, que es la responsabilidad. De nada sirve el control si se agota en sí mismo. Lo que el pueblo quiere es que recaigan responsabilidades, es decir, que funcionen los mecanismos necesarios para que la consecuencia del control se visualice y produzca efectos que vayan incluso más allá de lo segregativo, como puede ser la inhabilitación, que no es una pena accesoria sino una tan principal como la destitución, tal como lo establecía el viejo artículo 45 de la Constitución-, de forma tal de mejorar la situación de este Poder Judicial.

En la selección de recursos humanos también se debe apuntar a la dedicación y, dentro de lo razonable, hay que ser más estrictos en el área de las incompatibilidades. No puede ser que la función judicial sea una tarea más entre otras. Es bueno que el juez sea docente o investigador pero no es bueno que se disperse en un cúmulo de tareas, algunas serias y otras frívolas, que detraen tiempo y dedicación.

Los recursos también son un tema fundamental. No podemos pretender Justicia eficiente si no hay recursos suficientes. La Justicia no puede depender de la dádiva para que se cumpla la doble idoneidad, es decir la profesional y la moral, que es la independencia y el no dejarse seducir por las tentaciones, favores o intereses creados, para lo cual se requiere una remuneración digna.

Por lo expuesto, debemos buscar en los mecanismos que tenemos que perfeccionar, a fin de alcanzar el perfil adecuado, una instancia para verificar esa doble idoneidad y no ser conformistas ante las meras estructuras de convalidación para el reparto. Es perversa la teoría del “paraguas” que protege para que nadie quede a la intemperie y que la Justicia sea un refugio para que dentro del reparto todos queden satisfechos. Y, al mismo tiempo, me parece que esa cobertura es patológicamente dañina porque destruye a todo el sistema. En definitiva, dime qué jueces tienes y te diré qué Estado de Derecho hay. Dime cuál es el perfil de esos jueces y te diré qué grado y qué profundidad de control tenemos. Desde luego que esto conduce al orden de las conductas y, como todo, se resuelve en un problema cultural. Es un problema cultural el perfil del juez, ya que a las más altas jerarquías corresponden las mayores responsabilidades, de acuerdo con un sabio principio del Código Civil, que debería tener categoría constitucional en esta delicada cuestión: “Cuanto mayor sea el deber de obrar con prudencia y pleno conocimiento de las cosas, mayor será la obligación que resulte de las consecuencias posibles de los hechos (Art. 902)”.

Por último, ratificamos la convicción de que el acto más delicado e institucionalmente significativo de un gobernante radica en promover la nominación de un magistrado judicial que, de acuerdo con nuestro régimen constitucional, son cargos cuya trascendental función se ejerce de por vida.