La particular impronta política que el papa Francisco le ha dado a su pontificado obliga a preguntarse sobre la confusión entre el rol estrictamente religioso y su actividad como jefe de Estado. Algunos de sus movimientos, como los siete encuentros con Cristina Kirchner, usadas por el oficialismo argentino sin ningún pudor, su intervención para descongelar las relaciones entre Cuba y Estados Unidos, con el riesgo de legitimar a un régimen totalitario que tiene sometida a la isla desde hace casi sesenta años, o ciertas omisiones respecto de las violaciones a los derechos humanos en Venezuela, están en la lista de sucesos que dividen las opiniones. El recurso para explicarlos es resaltar que el Papa además de ser el jefe de la Iglesia Universal, es un jefe de Estado.
Es útil por lo tanto recordar de dónde viene el particular status jurídico del estado Vaticano. A partir de la unificación italiana en 1870, el papado pierde su dominio sobre los estados pontificios, territorio el que ejercía un poder temporal absoluto.
El Vaticano surge como una forma de otorgar independencia a la Iglesia respecto del Estado italiano, haciendo sujeto de derecho internacional a un sector de Roma. Fue acordado en los Pactos de Letrán entre Benito Mussolini y Pío XI. Se trata de una rémora de aquellos estados pontificios en los que los papas reinaban. Pero el Vaticano no es un Estado como los demás: de otro modo, habría que exigirle su adaptación a los parámetros actuales de las naciones modernas, antes de aceptar su lugar como un país normal. Lo cual, en el caso de la Iglesia, sería absurdo.
Por lo tanto, el papel político del Papa como un jefe de Estado, es de una legitimidad bastante relativa. Lo cierto es que su papel adquiere importancia en la medida en la que representa a una de las religiones con más seguidores en el mundo. Quiere decir que su peso político no está dado por su insignificante territorio, población y peso económico, mucho menos por la legalidad de sus instituciones propias de la Edad Media, ni su condición de par de los demás miembros de la comunidad internacional, sino de su posición y representatividad religiosa. Por lo tanto, separar el rol espiritual del político en el caso del Papa es imposible. Si el Sumo Pontífice fuera tratado olvidando esa condición, no tendría más relevancia que el príncipe de Andorra.
Dado lo anterior, sus movimientos a favor de determinadas tendencias políticas y contra otras, comprometen a los católicos quieran o no, y a la iglesia como organización universal.
Por supuesto que los papas, pese a cualquier purismo, tienen un peso político que utilizan. Pero los antecesores de Francisco tal vez han sido más conscientes de sus limitaciones, sin ejercer su poder de un modo tan abierto. Querrían evitar provocar una situación como la que llevó a Stalin en 1935 a preguntar cuántas divisiones tenía el Papa, cuando el canciller francés le pidió que atenuara la presión sobre los católicos rusos.
Con más cuidado, otros papas han intervenido en cuestiones que no puedan ser interpretadas más allá de su autoridad moral como guía de los católicos. Juan Pablo II medió en el conflicto entre Argentina y Chile en el año 1978 por medio del Cardenal Samoré, pero no se dirimían ahí más que límites fronterizos. No parece ser del mismo tenor pedirle concordia a los cubanos poniendo en un plano de igualdad a un gobierno totalitario y a la población indefensa. La necesidad de ser diplomático en la visita a la isla, implica de por sí un dilema moral de difícil solución. Con la detención, en el día de su llegada, de Martha Beatriz Roque Cabello y otros disidentes que tenían la intención de tomar contacto con él, esa dificultad se hace palpable.